La playa
de Dulcinea.
1-Primer
día de verano.
Mi
playa es mediterránea y tranquila, forma un gran arco, como si el mar le
hubiese dado un mordisco a la orilla de agua fresca y transparente, tiene olas
pequeñas y suaves y las mareas no avanzan ni retroceden en ella más de medio
metro. La playa está salteada de zona de arena blanca con zona de rocas;
pequeñas zonas casi privadas que dan a chalets y dos hoteles en los que aún
crecen pinos que se reflejan en el mar. Hay un gran hotel, majestuoso y
señorial, sobre las rocas reflejándose en la piscina desde la que los turistas
pudientes miran con recelo el mar encabritado de pequeñas olas y surcado por
veleros de todos los tamaños.
Mi
playa es como una gran sonrisa en la que conviven dos hoteles separados entre sí
por chalets que dan al mar, restaurantes de playa y torrenteras eternamente
secas.
La isla
se pierde frente a mi playa haciendo que parezca un gran lago de color azul
ultramar a lo lejos. En el extremo del arco que forma la playa hay un gran
palacio lleno de vegetación, digno de ser el hogar de un rey o de un potentado
amante del mar.
Hoy comienza
el verano, los jóvenes han terminado los exámenes y los niños sus clases;
parecen querer celebrarlo jugando en la arena, cantando y nadando mientras del
chiringuito que hay sobre las rocas llegan olores que abren el apetito.
Es una
playa de voces y risas y en la orilla siempre hay alguien que juega a las palas
poniendo de los nervios a todos los que estamos cerca.
En el
hotel antiguo hoy hay fiesta, la música se oye por toda la playa y a lo lejos,
junto a la piscina, se ven bailando grupos de jóvenes que parecen celebrar
algo.
La playa de Dulcinea
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