La
playa de Dulcinea
28 –La
cueva
La
playa es un gran arco que tiene, en el extremo de la derecha, una torre de
trece pisos y el gran jardín que lo rodea hasta llegar a las rocas que dan al
mar. Bajando las escaleras laterales, las que están más cercanas a la
torre, llegas a una zona en sombra, a la
derecha, en la que se resguardan del sol en sus sillas las señoras mayores de
la zona, siguiendo por la playa, que cada vez se hace más
estrecha, hay una cueva que tiene un
pilar de piedras casi en su centro, en algún momento debió ser refugio de
barcas o almacén del chiringuito cuando era de cuatro palos y seis mesas cojas,
ahora es refugio de sol y dormitorio de
Paul, él no está pero ha dejado la colchoneta rosa de plástico y la manta
vieja, apoyada junto a las rocas del fondo, en la zona más oscura, esa que no
se ve, solo se adivina.
Algunas veces vienen parejitas para
acariciarse y besarse –y lo que sea- escondidos en las sombras de la cueva pero
desde que está medio habitada ya no entran tanto porque más de una vez se han
encontrado tres personas en temas que iban a ser solo de dos, con el
consiguiente apuro por parte de casi todos.
La
cueva es un lugar que se mantiene fresco y arreglado, seguramente gracias a las
manos hábiles de Paul, ya que no se ve ni una botella rota, ni bolsas de
plástico ni deshechos de los que el mar suele traer hasta la orilla. La orilla
está a cuatro o cinco metros de la entrada de la cueva. Recuerdo las veces en
las que me protegía del sol, sentada dentro de la cueva y veía el espigón sobre
el que se asienta la casa que puede ser de un rey, rodeada de un hermoso bosque
de pinos frente a mí, a lo lejos, pero no muy lejos. Detrás se adivina el gran
puerto del que a veces se ven las terrazas superiores de los grandes cruceros
sobresaliendo por encima del espigón artificial que hay detrás del palacio. Sé
que detrás está el paseo marítimo y la ciudad pero no se ve porque la tapa el
bosque, el palacio y la distancia. Más lejos, en mitad de la bahía hay una
suave elevación, que no se puede llamar montaña, que desde aquí parecen dos
pechos de una mujer tendida al sol; A continuación están los acantilados
lejanos que en la distancia se vuelven azulados y, a veces se pierden entre la
bruma. Todo ello dibuja la sensación de falso lago que también se adivina
sentada en la cueva. Hay algo de primitivo en esta visión. Me recuerdo envuelta
por las piedras de la cueva, con el frescor de su sombra y el brillo
deslumbrante de todo el paisaje que se dibujaba ante mis ojos. Una belleza que
a veces se adorna con las velas de los barcos que salen a navegar y las estelas
de los aviones que surcan el cielo casi siempre azul.
Paul
baja las escaleras con las muletas que no sé de dónde ha sacado y entra en la
cueva con una bolsa de plástico de un supermercado cercano, en la que se
adivina una botella de zumo y una barra de pan con un par de pequeños paquetes
indefinidos. No sé de dónde saca el dinero para comprar ya que nunca le he
visto mendigar. Paul es un gran misterio por descubrir.
Recuerdo
que he de llamar a María del Fin, se lo prometí; lo hago y suspiro aliviada al
saber que Nicolás, el desconocido personaje que nos relaciona a su mujer con
Lisa y conmigo, sigue en la unidad de cuidados intensivos y que ha pasado buena
noche. Parece que mejora.
P.D.
Dedicado a todos los que buscan la sombra en los días de calor. Gracias por
leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados.
Si os gusta, compartirlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario