viernes, 18 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 28 –La cueva

La playa de Dulcinea
28 –La cueva
La playa es un gran arco que tiene, en el extremo de la derecha, una torre de trece pisos y el gran jardín que lo rodea hasta llegar a las rocas que dan al mar. Bajando las escaleras laterales, las que están más cercanas a la torre,  llegas a una zona en sombra, a la derecha, en la que se resguardan del sol en sus sillas las señoras mayores de la zona,  siguiendo  por la playa, que cada vez se hace más estrecha, hay una cueva  que tiene un pilar de piedras casi en su centro, en algún momento debió ser refugio de barcas o almacén del chiringuito cuando era de cuatro palos y seis mesas cojas, ahora  es refugio de sol y dormitorio de Paul, él no está pero ha dejado la colchoneta rosa de plástico y la manta vieja, apoyada junto a las rocas del fondo, en la zona más oscura, esa que no se ve, solo se adivina.
 Algunas veces vienen parejitas para acariciarse y besarse –y lo que sea- escondidos en las sombras de la cueva pero desde que está medio habitada ya no entran tanto porque más de una vez se han encontrado tres personas en temas que iban a ser solo de dos, con el consiguiente apuro por parte de casi todos.
La cueva es un lugar que se mantiene fresco y arreglado, seguramente gracias a las manos hábiles de Paul, ya que no se ve ni una botella rota, ni bolsas de plástico ni deshechos de los que el mar suele traer hasta la orilla. La orilla está a cuatro o cinco metros de la entrada de la cueva. Recuerdo las veces en las que me protegía del sol, sentada dentro de la cueva y veía el espigón sobre el que se asienta la casa que puede ser de un rey, rodeada de un hermoso bosque de pinos frente a mí, a lo lejos, pero no muy lejos. Detrás se adivina el gran puerto del que a veces se ven las terrazas superiores de los grandes cruceros sobresaliendo por encima del espigón artificial que hay detrás del palacio. Sé que detrás está el paseo marítimo y la ciudad pero no se ve porque la tapa el bosque, el palacio y la distancia. Más lejos, en mitad de la bahía hay una suave elevación, que no se puede llamar montaña, que desde aquí parecen dos pechos de una mujer tendida al sol; A continuación están los acantilados lejanos que en la distancia se vuelven azulados y, a veces se pierden entre la bruma. Todo ello dibuja la sensación de falso lago que también se adivina sentada en la cueva. Hay algo de primitivo en esta visión. Me recuerdo envuelta por las piedras de la cueva, con el frescor de su sombra y el brillo deslumbrante de todo el paisaje que se dibujaba ante mis ojos. Una belleza que a veces se adorna con las velas de los barcos que salen a navegar y las estelas de los aviones que surcan el cielo casi siempre azul.
Paul baja las escaleras con las muletas que no sé de dónde ha sacado y entra en la cueva con una bolsa de plástico de un supermercado cercano, en la que se adivina una botella de zumo y una barra de pan con un par de pequeños paquetes indefinidos. No sé de dónde saca el dinero para comprar ya que nunca le he visto mendigar. Paul es un gran misterio por descubrir.
Recuerdo que he de llamar a María del Fin, se lo prometí; lo hago y suspiro aliviada al saber que Nicolás, el desconocido personaje que nos relaciona a su mujer con Lisa y conmigo, sigue en la unidad de cuidados intensivos y que ha pasado buena noche. Parece que mejora.



P.D. Dedicado a todos los que buscan la sombra en los días de calor. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os gusta, compartirlo. 

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