sábado, 30 de agosto de 2014

La playa de Dulcinea 70 – Un viaje inesperado

La playa de Dulcinea
70 – Un viaje inesperado   

Es media mañana y estoy en el mirador de la playa. Hoy hace un viento fresco que levanta pequeñas olas y refresca el ambiente sofocante que hemos padecido estos días pasados. Voy vestida para viajar, un vaquero y una camiseta, no llevo cinturón ni joyas ni zapatos complicados ya que en el aeropuerto tienen la manía de dejarte casi en bolas. De una manera agridulce e improvisada tengo que abandonar mi playa antes de que llegue el otoño. Quizás vuelva antes, no lo sé. Lo que sé es que mi madre me reclama, con la excusa de que va a ser el cumpleaños de la abuela –ochenta años, a mitad de septiembre- y de que el médico le ha dado pocos meses de vida. Hemos decidido que esos meses no va a estar sola en ningún momento y, tal y como está el trabajo, precario y mal pagado, lo mismo me da terminar mi contrato ahora que dentro de quince días. No me gusta acercarme a la muerte pero menos me gusta dejar sola a una persona de la que tengo tan buenos recuerdos a lo largo de toda mi vida. Quiero conocerla más, pedirle que me vuelva a contar esas historias de lobos en las montañas, de fiestas de brujas y de árboles repletos de manzanas; también quiero que me recite esos poemas que recuerda desde niña y esos chistes verdes –guarrindongos, dice ella- que le encantaban y le hacían sonrojar al abuelo cuando se los contaba. Es la hora de dejar mi preciosa playa y a todos sus habitantes de verano, sus problemas y alegrías, sus penas y sus sueños para volver a mis orígenes y disfrutar de esa vela que se está apagando pero que aún tiene mucha luz que dar. Quiero que el último baile de su llama sea con mis manos agarrando las suyas. Ya, ya sé que no es plato de gusto pero más disgusto me daría saber que está sola y lejos y, pudiendo, no hago nada por ir a su lado. Me despido de mi playa. No quiero bajar porque se me van a llenar los ojos de lágrimas aunque el mar me llama. Veo a Lisa y a sus hijos atendiendo las mesas, está Nora, la escritora, Cata, la radiologa, María del fin, su marido y las gemelas, acaba de llegar don Ramón que está hablando con Paul, Too-lo sigue meneando con rabia el abanico, Marieta tiene mejoras en su Zoo, que ya está lleno de niños –seis-, Lucas ha alquilado la última hamaca y está ayudando a la cocinera, que da órdenes desde una silla, debajo del porche, a la nueva cocinera que empieza hoy. La vida sigue y todos los personajes se cruzan y entrecruzan compartiendo, a veces, trocitos de vida. Los autobuses siguen pasando como locos por la curva de las palmeras y se oyen frenazos en el semáforo, de los conductores despistados, que vienen cegados por el sol. Todo el barrio tiene un ritmo, su ritmo, en cada época. Todas las despedidas son tristes, a pesar de saber que voy a volver, pero ya no será lo mismo. La gente no irá a la playa, no se sumergirán en el agua, no habrá chicos jugando con las pelotas y molestando a todo el mundo ni se oirán risas y charlas todo el día y toda la noche. El chiringuito de Lisa cerrará y la playa se llenará de algas y marcas de las pisadas de las gaviotas y las palomas que pasearan más libremente y más hambrientas. Yo me voy pero la playa se queda, con sus aguas cristalinas, su cueva, grande y oscura, sus escaleras, la que va hacia el chiringuito, la que va hacia el lateral de la playa y la que sale de esta para pasar sobre las rocas. El ascensor enmudecerá y solo estará en servicio algún fin de semana hasta que el frío lo paralice. Seguirá viniendo gente a la playa, a pasear, a pescar, a fumar o a dar cuatro besos a la novia, pero la vida y el bullicio de estos meses desaparecerá, dejando tranquilos, por fin, a los vecinos que viven en su orilla. El año que viene volverá la playa a recuperar su vida de verano y espero estar aquí para disfrutarlo cada día aunque tenga que ir a trabajar.
No he podido resistirlo y he bajado a la arena, me he despedido de todos los conocidos y se me han escapado unas lágrimas. Subo en el ascensor con los zapatos llenos de arena y, por última vez miro la playa, que parece un lago, las montañas lejanas que son como pechos de mujer tumbada al sol, los acantilados escondidos en la bruma, la casa del Rey, la escuela de vela y la playa, que se pierde a lo lejos en sus trozos intermitentes. En mitad de la bahía se ve la cinta dorada de la gran playa y sobre ella los aviones que llegan y parten continuamente. Uno de esos será el mío dentro de un par de horas.
El avión despega hacia el mar, veo toda la ciudad a mis pies, las playas y mi querida playa, desde el aire es más bella, es como pequeños bocaditos dados a un pastel. Desde aquí arriba todo parece pequeño, las vidas, los problemas, las alegrías y las ilusiones se convierten en casi nada en la distancia. Cuando vuelva estará solitaria y sucia, con su belleza más salvaje en la que la voz de las olas, llevarán, como siempre, la voz cantante.

Dedicado a todos los que han perdido unos minutos de su tiempo para leer estas historias, me gustaría creer que os han hecho sonreír, sufrir y soñar y que, en algún momento habéis disfrutado de ellas. Para mí ha sido un placer y os agradezco profundamente que esteis ahí. Un saludo literario. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os ha gustado, compartirlo con la familia y amigos. Gracias.





viernes, 29 de agosto de 2014

La playa de Dulcinea 69 –Un golpe de calor en la cocina

La playa de Dulcinea
69 –Un golpe de calor en la cocina

Después de un día en el que bajaron un poco las temperaturas, estamos empezando otro que parece que va a ser el de la antesala del infierno; ya a primera hora hace un calor sofocante y el agua, en vez de refrescar, parece que se pega a la piel dando más calor. La mayoría de los que estamos en la playa llevamos a remojo más de una hora y no nos sirve de mucho. Marieta ha montado una especie de artilugio por el que sale agua pulverizada y tiene a los niños en la sombra y frescos, se empeña en que beban, por lo menos un vaso de agua en el tiempo que están con ella, aunque, si puede, intenta que sean dos. Le da miedo que los pequeños se deshidraten al igual que los más mayores, los viejecitos del lugar, a los que ella se empeña en obligarles a beber agua. Hace demasiado calor para no hacerlo, pero ellos no se dan cuenta.
Marieta ha acondicionado una zona en la sombra, a la que ha quitado las piedras y un par de malas hierbas, en la que ayuda a poner las sillas de las personas más mayores del barrio, siempre son los mismos. Ya se ha hecho amiga de todos y les insiste en que beban agua, algunos le hacen caso, otros no.
Paul y Too-lo siguen sin hablarse, de hecho Paul ha llegado mucho antes que su amigo y se ha puesto a fabricar collares en un rincón, mirando a la playa, dando la espalda al chiringuito y a las escaleras por las que sabe que baja Too-lo cada día. Hoy ha llegado con un casco adornado por dos arcoíris, uno a cada lado, se lo ha enseñado a todo el mundo, presumiendo de lo bien que han quedado “los cascos”, alusión a la que Paul no responde. Sigue con sus collares y, más tarde, ayuda a bajar las cestas de la compra que la cocinera ha traído  en un taxi. La mujer llega sofocada y nerviosa; va hablando sola de lo caro que está todo y de la poca calidad de la mercancía que ha conseguido. En sus tiempos no pasaban estas cosas, la comida siempre era buena, ahora no. Paul le abre las ventanas y las persianas de la cocina para que se airee del olor de lejía que aún se nota de la noche anterior, luego se pone con ella a pelar patatas, limpiar pescados y lavar verduras. No quiere estar fuera del local por no ver a Too-lo, la cocinera intenta convencerle de que es buen chico y de que las manías que tiene no son malas hoy en día, pero Paul no quiere oír hablar nada de él. Algo le ha dicho, o le ha hecho, tan grave, que ya no le cuenta como su amigo. De hecho hoy ha vuelto a dormir en la cueva, pero solo lo sabe la cocinera, que va a intentar buscarle una habitación para alquilar que no esté muy lejos y que no sea muy cara. Cuando Lisa se entera va a hablar con Marieta porque sabe que la señora a la que cuida, anda mal de dinero y tiene dos habitaciones, en una duermen Marieta y la señora y la otra está vacía. Quizás, de momento, podría ser una solución buena para todos.
 Marieta promete hablar con la señora esta misma noche y le deja a Paul dos toallas, que alguien olvidó hace unos días, en el fondo de la cueva, en la que aún está su colchoneta rosa, para que pueda dormir un poco más cómodo.
La suegra de Lisa suda a chorros en la cocina, está de mal humor y nada de lo que le hacen está bien: las patatas están cortadas o muy grandes o muy pequeñas, la lechuga no está lo tersa que ella quisiera, la carne huele mal y los pescados tienen los ojos que o le gustan. Hoy lleva un mal día.
Too-lo le pasa las comandas de las primeras mesas y los hijos de Lisa desaparecen para ir a buscar el pan, será porque ha venido la hija de los panaderos a pasar el mes con ellos y les ayuda en el negocio, despachando. Los dos hermanos beben los vientos por ella pero se imaginan que ninguno de los dos va a tener oportunidades de hacerse su novio; ella les sonríe y trata con especial cariño, como el que se dispensa a las personas que has visto crecer desde niños, compartiendo juegos y travesuras.

Un golpe seco y un grito, más bien un alarido, resuena en toda la playa paralizando a todo el mundo. Paul deja un helado a medio entregar y sale disparado hacia la cocina en la que está tendida en el suelo y con media sartén llena de aceite por encima, la suegra de Lisa; una esquina de su delantal empieza a quemarse. Paul le pone los trapos que ha encontrado por encima y la coloca bajo el porche, a la sombra, pide a gritos que le traigan agua con zumo de limón y un poco de bicarbonato y azúcar. Lisa se ha quedado paralizada y solo agarra la mano de su suegra y repite mil veces “mamá”. La mujer, más blanca que la cera parece que recobra el conocimiento justo en el momento en el que llega, junto a ella, el médico del barrio.

La playa de Dulcinea 68 –El viudo y la chica de la cueva

La playa de Dulcinea
68 –El viudo y la chica de la cueva

Marieta y Jorge, el padre de Sol y Pequeñaja, están tomando un café de termo, sentados en el césped artificial que ha puesto Marieta delante de la cueva. Ya lo ha barrido dos veces, lo ha fregado y lo ha secado con toallas viejas, de rodillas. De esa manera la ha encontrado Jorge. Yo caminaba hacia el mar cuando les he oído saludarse, él le ha dicho que quería desayunar con ella y que le traía un desayuno casero, ya que su madre llegó el día anterior y puede tener un poco de libertad en el cuidado de las niñas; el sol está saliendo frente a ellos y les ilumina con esa luz anaranjada y rojiza que hace que sus cuerpos parezcan de bronce. Oigo sus risas como un murmullo lejano mientras rompo el agua cristalina con mis pies. Lisa está abriendo el chiringuito y sus hijos barren las escaleras y ayudan a rastrillar la playa y a colocar las hamacas.  Paul y Too-lo aún no han llegado porque, desde que vienen en autobús, llegan más tarde. Por lo que contaba Too-lo, la noche anterior, la semana que viene va a tener la moto arreglada y pintada. Se la van a pintar con los colores del arcoíris, y los cascos a juego. Estaba loco de alegría aunque a Paul la noticia no parecía hacerle mucha ilusión y empezó  a hablar de comprarse una bicicleta porque, según él, le iba a hacer falta para ir a comprar el material para hacer sus collares. 
Cuando salgo del agua veo como bajan los dos, por la escalera que da al chiringuito,  vienen discutiendo acaloradamente. La voz aguda de Too-lo resuena en todo el local, se pone los pantalones del uniforme sobre sus bermudas de colores y agita con furia el abanico de lunares, apoyado en una de las columnas  que sujetan el porche. Ni se miran ni se hablan, Paul, limpia y ordena los helados y los collares mientras canturrea la canción del verano.
Jorge y Marieta han terminado de desayunar, se han despedido con un casto beso en la mejilla que ha hecho que los dos se sonrojen. La perrita ya no está en la playa, la ha dejado en su nueva casa con la señora Silvia, a la que le encantan los animales. Las dos, no, las tres han salido ganando. Lisa sonríe cuando oye a Marieta contarle las aventuras de su primera noche en casa de la señora a la que cuida, que según cuenta, es una bendición de persona, buena, amable y dulce como ella sola. Parece que se van a llevar muy bien; en una tarde le limpió todo el apartamento, la baño, le tiñó el pelo y le hizo un corte de lo más moderno, luego estuvieron viendo la tele y contándose, una a la otra, sus respectivas vidas; se acostaron después de tomar, una, las medicinas y Marieta, un vaso de leche con cacao y galletas, que se empeñó en prepararle la señora. Marieta le explica a Lisa como, la pobre mujer, hacia las cosas solo con una mano, mientras con la otra se agarraba al taca-taca. Lisa sonríe y me mira. Saluda con la mano, se despide de Marieta, que ya tiene sus dos primeros niños para el Zoo y vuelve al chiringuito para hablar con Too-lo que sigue, enfurruñado, agitando el abanico mientras limpia las mesas y las sillas. Paul hace collares en silencio después de colocar las papeleras junto a la nevera de los helados.  
Parece que la playa hoy está dividida en dos ambientes, el del mal humor y el de la alegría. Me da pena verles enfadados, no es algo habitual, es más, creo que nunca, en todo el verano, les he visto discutir.
El negocio de Marieta va viento en popa, cada quince minutos, o media hora hay relevo y, prácticamente siempre, tiene el cupo de los seis niños cubierto. Hoy canta feliz mientras les enseña a los niños un juego nuevo, van a buscar formas en las nubes; unos ven dinosaurios  y otros perros o gatos, menos uno que solo ve una nube blanca que se está rompiendo por el calor del sol.


Dedicado a los que han discutido y a los que han sido felices. Muchas gracias por leerme. Un saludo literario. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si te gusta, compártelo con los amigos y la familia. Gracias.

La playa de Dulcinea 67- La propuesta de Don Ramón

La playa de Dulcinea
67- La propuesta de Don Ramón

Don Ramón ha llegado a la playa a media mañana y se ha encontrado en la escalera a Jaime, el repartidor de los helados, que le ha regalado un polo a punto de deshacerse como a todos los niños que le esperaban. No le ha dicho que no y ha bajado los escalones chupando el polo de fresa mientras arrastra la sotana por la arena. Le ha sorprendido el Zoo de la playa y ver en el, tan bien organizada a Marieta. Tiene que hablar con ella y se sienta en unos taburetes hechos con ladrillos y cubiertos con cartón, rodeado de niños en bañador, se sienta junto a Marieta, que enseña a no salirse de la línea de un dibujo, a un niño rubio con la cabecita llena de rizos. Los seis niños que vigila están tranquilos y felices, a la entrada de la cueva ha puesto una garrafa de agua con grifo, de la que le va poniendo vasos a los niños.
Don Ramón la observa asombrado, no ha invadido la playa, es más, ha arreglado una zona degradada y le ha dado un uso que, sin nadie saberlo, era muy necesario. Los usuarios de la playa parecen más relajados y felices, a pesar del calor sofocante.
Don Ramón explica a Marieta que conoce a una parroquiana, humilde y buena mujer, que vive aquejada por dolores en las piernas y no se puede valer sola, para ir al baño, ducharse y arreglar las cuatro cosas de su apartamento. Hasta hace un mes lo hacia su hija, cada sábado, pero ahora se ha quedado embarazada, de gemelos, y lleva muy mal el embarazo, tanto es así, que le han prohibido hacer ningún tipo de esfuerzo. Por ese motivo su madre se ha quedado totalmente desvalida. Yo le oigo contárselo, como si fuera una película que acabara de ver, contando todos los detalles del pequeño apartamento y de la dura vida de una mujer que ha venido a este mundo a luchar, trabajar y padecer. Marieta le mira, apenada, mientras vigila a los pequeños y les dice cuatro palabras dulces. Han dado y media y los padres, se acercan para recoger a sus hijos y otros, se acercan para dejarlos. Cada niño lleva una goma de color atada en el bañador, igual a la que lleva el padre o madre en la muñeca. Marieta hace el intercambio de los que entran y los que salen, cobra a unos y se despide de otros. Algunos niños no se quieren ir. Don ramón espera paciente, acariciando la cabecita de una de las pequeñas. María del Fin y su marido son unos de los nuevos clientes que dejan a las gemelitas, Lisa y Dulcinea, durmiendo en sus cochecitos, mientras ellos van a poder disfrutar de su primer baño de mar, tranquilos.
Cuando Marieta se sienta, después de hacer callar a la perrita, que está atada en la cueva. Le pregunta a Don ramón, para qué la necesita y este le dice, sin rodeos, “para que vayas a dormir con ella, a ayudarla a hacer las cosas de la casa y controlarle la medicación. Ella te ofrece, cena y habitación más una pequeña paga, por limpiarle la casa dos días por semana y darle la medicación y ducharla cada noche”; esas han sido sus palabras.
Marieta sonríe y acepta encantada. Esta noche mismo empiezo,- le dice al cura-. Se intercambian teléfonos y direcciones y cada cual sigue su camino. Don Ramón hacia el chiringuito de Lisa para tomarse un vasito de agua bendecida y charlar un rato con los parroquianos  y Marieta hacia dos pequeños que discuten por el mismo juguete.
Don ramón no ha dado dos pasos por la orilla cuando oye que, a sus espaldas alguien grita su nombre repetidamente, es Marieta que quiere saber si puede llevar a su perrita con ella. “Por supuesto”- le contesta el cura sonriendo, eso es lo que más ilusión le hace a doña Silvia, mientras le guiña un ojo y le dice adiós con la mano. La sotana le arrastra por la arena húmeda, lleva los zapatos en la mano y los calcetines, negros, dentro de ellos. Hoy es un buen día. Dios está con todos los que le rodean y él está feliz. En un mismo día ha hecho dos obras buenas.


Dedicado a todos los que han pensado que nunca saldrían de una mala racha. Muchas gracias por leerme, un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os ha gustado, compartirlo con amigos y familia, gracias. 

jueves, 28 de agosto de 2014

La playa de Dulcinea 66 -el negocio de la cueva

La playa de Dulcinea
66 -el negocio de la cueva
Marieta está barriendo la cueva mientras la perrita, a la que ha cambiado el nombre y ahora solo le llama Mari, corre por la playa antes de que lleguen los primeros bañistas. Ha puesto en la entrada un trozo grande de césped artificial, que vete a saber de dónde lo ha cogido, cuatro cajas enormes a cada lado, en las que ha dibujado varios animales – un oso, un león, una jirafa, un burro, un perro y un gato-, atados a las cajas hay varios globos que flotan en el aire atados con cintas de colores. Sobre el césped artificial, que ha barrido unas cuantas veces seguidas y luego ha pasado una fregona, vieja y con el palo roto a la mitad, a la que ha cambiado  el agua del cubo varias veces hasta que ha salido el agua casi limpia. Las cajas deben ser de neveras o algo parecido y en su parte alta, de lado a lado de un montón a otro de cajas, hay una tira ancha de papel en la que pone, dibujado con algo que parece carbón: “El zoo, la guardería de la playa”. Sobre el césped artificial  hay una mesa hecha con un palé y ocho ladrillos y unos taburetes que son cajas de cartón rellenas de trozos de cartón. Sobre la mesa hay dos  paquetes de lápices de colores y un paquete de folios, entero y sin abrir. En un lateral está la lista de precios y la capacidad máxima de niños por hora, debajo hay una lista vacía en la que solo aparecen las horas, divididas de cuarto en cuarto y el nombre de dos niñas (Sol y Pequeñaja), escrito entre las diez y las diez y media.  Marieta se peina y se hace una larga trenza, repasa su vestido de flores y se peina las cejas con los dedos.
Paul le acaba de llevar un café a Marieta, mientras yo me tomo otro con Lisa, que me cuenta que está encantada con la idea porque ve la posibilidad de hacer más negocio. Si los niños están controlados, los padres pueden disfrutar de tomar con calma algo más, una tapa o unos vinitos con taquitos de jamón o de queso. Hoy, como día inaugural, cada padre que traiga el recibo de haber dejado a los niños en el zoo de la playa, será invitado a una tapa de jamón y queso. La idea me parece estupenda y Lisa me dice que ha sido todo idea de Marieta.
El ascensor baja con el primer cargamento de sillitas y niños alborotando. Jorge llega a la playa, sale del ascensor y sonríe al ver el local que  ha montado Marieta en la cueva, se las deja, sentadas en el césped y se va a colocar las toallas, la sombrilla y la nevera, luego se da un buen baño, besando una y otra vez la alianza de su difunta esposa, que lleva colgada de una cadena en el cuello, se ducha y va a desayunar con Lisa. Está encantado. Es la primera vez, en un año, que puede tomar un baño tranquilo. Lisa le ofrece, como invitación a estas horas tan tempranas, una ensaimada o un croissant, y él le pide tres, más el suyo, y le pide a Paul que se los lleve al Zoo. Lisa le ha disuadido de mandarle otro café a Marieta, para nervios ya le bastan los que tiene hoy.
La gente mira curiosa el chiringuito que ha montado Marieta en la entrada de la cueva, algunos  anotan el nombre de sus hijos y el tiempo que quieren que se quede. No ha pasado media hora cuando Marieta tiene llena toda la hoja de la mañana. Jorge le da las gracias e intenta llevarse a las niñas, que lloran porque no quieren dejar de dibujar. Cuando intenta pagar a Marieta, el tiempo que han estado sus hijas entretenidas y bien cuidadas, esta le dice que tiene a cuenta unos cuantos días gratis, por ayudarla económicamente para pagar el material.
Mujer, si solo fueron veinte euros –se oye en toda la playa-. Sí, pero han sido, los que necesitaba para tener mi negocio y poder salir un poco adelante. Hasta que alguien me denuncie. –Le oigo decir a Marieta-.
A los niños les encanta la idea de dibujar a la sombra o jugar con los globos, mientras a los padres les parece fantástico poderse dar un baño sin tener que estar pendientes de los pequeños. Alguna madre ha pagado para aparcar a su bebé, durmiendo, en la sillita, a la sombra, mientras ellas se van a comprar el diario o a hacer un recado en la farmacia. La idea parece muy buena. Marieta está feliz y Jorge la mira, sonriendo y agradecido, cuando se lleva a sus hijas a nadar.


Dedicado a todos los que en algún momento han deseado poder tener unos minutos de paz sin tener que estar pendiente de nada ni de nadie. Muchas gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Si os gusta, compartirlo con los amigos o la familia. Gracias 

La playa de Dulcinea 65 – Accidente en el mirador

La playa de Dulcinea
65 – Accidente en el mirador
Es tan difícil aparcar en verano por la zona que se están acostumbrando los moteros a dejar las motos en el mirador o sobre la acera, una de ellas es la Vespa, rosa y gris plata, de Too-lo, en la que llegan cada día Paul y él a trabajar. En el mirador hay unos bancos que, en vez de mirar hacia el mar, miran hacia la pared del edificio que está sobre las rocas, nadie entiende por qué han puesto el banco así, pero así está. Los coches dan vueltas y más vueltas para conseguir un aparcamiento y los autobuses pasan a toda velocidad por la curva de las palmeras, poco antes de llegar al semáforo. Algunas veces, los peatones que cruzan por el paso de cebra que hay, unos metros más adelante, tiene que correr para que no les arroye algún coche. Muchos optan por dejar a la familia o los amigos junto al semáforo, justo entre las escaleras que dan al chiringuito, el ascensor y las escaleras que dan a la playa, y se van a buscar aparcamiento por las calles que suben hacia la montaña. Al cabo de un buen rato llegan, asfixiados, los conductores, a la playa, encontrando ya las toallas extendidas y las sombrillas puestas. La proeza de aparcar bien se merece un buen baño y, generalmente, una cervecita bien fría, ya sea de la nevera que suelen llevar o del chiringuito. Lisa sigue sin tregua, está siendo un verano de mucho trabajo, luego llegaran los meses de no tener nada que hacer, esos en los que los hijos se van a estudiar fuera, su suegra vuelve al pueblo para descansar y quedan tan solo ella y su marido para disfrutar de un poco de paz, descanso y decirse todo lo que no se han dicho en todo el verano. Cuando termina la temporada van, varias veces a la semana, a ver cómo trata el otoño y el invierno a su chiringuito, en el que llevan trabajando toda una vida.
Es la hora punta; del autobús han bajado docenas de personas que se amontonan en el semáforo. Cuando se pone en verde, cruzan todos, empujándose con las colchonetas, los flotadores, las  neveras y las cestas llenas de comida. No están los tiempos como para que todos puedan comer en el chiringuito. Menos mal. De frente viene un coche, cegado por el sol, no debe conocer la zona porque encuentra de repente el semáforo con toda la gente que está terminando de cruzar, para evitar atropellarlos da un volantazo y se mete sobre la acera, hacia el mirador, arrastrando a su paso una farola, un árbol, dos motos pequeñas y la nevera de alguien que la ha dejado en la escalera mientras bajaba a la familia. El coche queda detenido a pocos centímetros del banco, en el que una mujer da de mamar a un bebé y otra acaricia a su perro; el ruido es ensordecedor, los gritos, también. El conductor del coche está aturdido, bloqueado por el airbag y una rama del árbol que se le ha metido por el parabrisas, por suerte no está gravemente herido, solo cortes, golpes y rasguños. El coche está peor, mucho peor. Va a tardar mucho en volver a circular. Si es que vuelve. De la playa han subido muchas personas para ver lo sucedido y auxiliar al accidentado. La policía llega enseguida, así como un coche de atestados. Too-lo, se sujeta con las dos manos la cabeza y da gritos agudos mientras acaricia su moto destrozada, como si fuera un cachorro al que quiere mucho; ha perdido una rueda, tiene la chapa machacada y medio árbol descansa encima del asiento que está en el suelo, junto al primer escalón, después de haber sido arrastrada durante unos cuantos metros por la acera, dejando una señal a lo largo de todo el recorrido. A los pocos minutos Paul se acerca a su lado y le abraza tiernamente, momento en el que Too-lo estalla en llanto. ¡Dicen que no ha habido heridos!, grita, desesperado, ¿y mi linda flor, qué? A duras penas consiguen quitar el árbol de encima y sacar los papeles de la guantera para dar parte al seguro y presentárselos a los agentes que están haciendo el atestado. Too-lo está destrozado y su cabeza no sirve para pensar, Paul, le sienta con ternura en el banco, que ahora se ha quedado vacío, y se encarga él de hacer todos los trámites ante la policía; al terminar llama al seguro y, al poco tiempo, aparece una grúa que se lleva el maltrecho vehículo. Too-lo llora amargamente y Paul le consuela mientras bajan por las escaleras, en dirección al chiringuito que, por unos minutos, se ha quedado casi vacío. El abanico de Too-lo, cuelga de su cinturón y le va dando golpecitos en el  muslo en cada escalón. Lisa intenta consolarle y él, con un gesto teatral, se echa el pelo hacia atrás, se abanica fuertemente y grita:” La función debe continuar” y se acerca a una mesa, limpiándose los mocos, y les toma nota de lo que quieren comer. Muchos de los clientes le conocen y aprecian, y le dan ánimos. Todo lo arreglará el seguro. Bendito seguro, repite una y otra vez Too-lo mirando a Paul. Si no fuese por él no se lo habría hecho.


Dedicado a todos los que en algún momento se han llevado un gran susto. Muchas gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Si os gusta, compartirlo con la familia y amigos. Gracias.


miércoles, 27 de agosto de 2014

La playa de Dulcinea 64 –Un pescador pescado

La playa de Dulcinea
64 –Un pescador pescado
 Atardece en la playa, el día ha sido sofocante y la noche amenaza con ser de ducha y balcón – el aire acondicionado me hace daño en la garganta y, ni lo tengo, ni lo quiero tener- Nadie quiere irse de la playa, es más, hay gente que llega en estos momentos, con neveras llenas y ganas de sumergirse en  el mar. El agua está muy caliente y es posible que haya alguna medusa. Por la zona de las rocas se están situando los pescadores que cada tarde vienen a pasar el rato mirando el corcho de su caña, por si se sumerge y consiguen llevar algún pescado a casa. Suelen ser siempre los mismos, dos hombres que, por la edad, podrían ser padre e hijo, un hombre de perilla cana y cabeza calva que siempre se sienta en una roca, fumando tabaco de liar y mirando fijamente hacia la playa mientras espera que suenen los cascabeles que tiene atados a la caña y una mujer, pequeña y delgada, que vive en uno de los chalets que da a las rocas y a la que le persiguen, cada tarde, un perro, pequeño y negro y una gata que es de todos los colores y tiene un tamaño doble al del perro, van juntos y juegan entre ellos, aunque al perro no le gustan las carantoñas que le hace la gata al frotar su cabeza contra la de él. Esta mujer se sienta en las rocas, lanza la caña y se pasa horas mirando al horizonte sin fijarse en si su caña se mueve o no, solo se queda ahí, como una nube sentada sobre una roca y espera que la noche la vuelva invisible; a veces suspira profundamente y, se diría que le brillan los ojos con lágrimas retenidas a la fuerza. Parece como si esperara a alguien.
A veces llegan perros del barrio que se meten en el agua, dando bocados a las olas y se sientan en la orilla, a remojo, un rato, luego se frotan la espalda en la arena y se sacuden varias veces para irse, escondidos en las sombras de la noche, igual que vinieron, solos y en silencio. Las gaviotas se adentran en la playa y buscan algo para comer, algunos bañistas les echan comida y a otros se la quitan ellas sin pedir permiso.
La noche está negra y dorada por las luces de los hoteles y las casas que se reflejan en el mar, hay una capa de niebla que emborrona algunos edificios lejanos y no se mueve ni una gota de aire. Por el paseo que hay sobre las rocas viene un hombre con una linterna, no llama la atención porque a estas horas la usan muchas personas, ya sea para hacer los bocadillos, para buscar las llaves del coche o para caminar hacia el mar, algunos las usan para cambiar los cebos de los anzuelos o para confirmar que la botella de champan ya está vacía. El hombre de la linterna ha parado junto al pescador de la perilla y la cabeza calva, le pide papeles, que él le entrega y le pregunta sobre qué es lo que fuma, él, asombrado, mira el porro en su mano y le dice, tranquilamente, que es un cigarrito de la risa que se ha liado para olvidarse de los problemas de la falta de trabajo y las broncas familiares, de las que huye aquí, a las rocas, para tener un ratito de paz, con la excusa de pescar algo. El policía de paisano le cachea, requisa el porro y le deja en calzoncillos mientras le multa y amenaza con detenerle. La ira brilla en los ojos del pescador que solo quería disfrutar de su porro y alejarse de una parienta gruñona durante un par de horas. No hay paz para el pobre por más que le pide al agente que entienda su situación y que, por favor, no agrave más su maltrecha economía. La autoridad hace oídos sordos y le deja, casi en pelotas y con una multa en la mano sin haberle dado la opción de dar una última calada a ese cigarrito que es lo único que le alegraba el día.

Dedicado a todos los que, de vez en cuando, necesitan un extra especial, para superar una mala racha. Cada uno tiene el suyo. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os gusta, compartirlo con la familia y amigos. Gracias.


La playa de Dulcinea 63 – Un niño perdido

La playa de Dulcinea
63 – Un niño perdido
Sigue el calor sofocante, dicen los expertos del tiempo que estamos inmersos en una gran ola de calor que va a durar unos cuantos días. No sé si lo podremos soportar, la gente está de mal humor y, a la mínima, hay discusiones y malos modos. La playa ya no es el lugar tranquilo al que íbamos a relajarnos, ahora es un campo de batalla en el que luchamos por conseguir un trozo en la arena, porque no nos pisen y por encontrar un trozo de mar que no huela a bronceador o tenga un trozo de flotador o de persona a punto de metérsenos en un ojo. Son los últimos días de agosto y parece que todo el mundo quiere aprovechar para estar en la playa, tumbado al sol o a remojo en unas aguas que ya no están, casi a ninguna hora, tranquilas.
El chiringuito mantiene una actividad febril, no dan abasto toda la familia, Too-lo y Paul. Lisa ha tenido que contratar, por horas, a Lucas, el chico que alquila las hamacas y rastrilla la playa, y así y todo, la gente tiene que esperar a que les sirvan. La cocina no da para más. La suegra de Lisa, una mujer pequeña, regordeta, trabajadora, capaz de hacer diez cosas a la vez, y una gran cocinera; está desbordada y, entre plato y plato, se pelea con su hijo y con sus nietos; a Lisa no se atreve a decirle nada porque, con su genio nórdico, es capaz de cerrar el chiringuito solo por ponerse a discutir con su suegra. Alguna vez lo ha hecho y todos han salido perdiendo.
Paul tiene una ayudante, Inés, la niña del perrito atropellado, que, por suerte, ya está recuperado del todo y en casa, mientras que ella hace y vende collares junto a la mesa plegable,  cubierta con una tela verde, que está junto a la nevera de los helados y la puerta de entrada del bar, Paul la controla y le da ideas para nuevos collares, a la vez que vende helado tras helado. El chico del camión de los helados, últimamente, viene cada día, y así y todo, se terminan.
Hay revuelo en la arena, muchas personas se arremolinan alrededor de algo que desde donde estoy no se ve; el grupo se mueve, en bloque, hacia la torreta del vigilante, cuando pasan a mi lado veo que rodean a un niño pequeño que llora, lleva la cara llena de arena y le cuelgan los mocos, pero no suelta su flotador verde. Es un niño perdido, nadie le conoce, no parece del barrio y sus balbuceos no ayudan a poder localizar a su madre que, según él, se llama “mamá”. No sabe dónde vive, ni como se llama pero llora desconsolado, se frota los ojos y grita: “mamá”, “mamá”, sin que nadie pueda hacer nada por ayudarle. Un niño más mayor le da un helado y parece calmarse, se sienta junto al vigilante y, mientras todos escuchamos por los altavoces de la playa que se ha encontrado un niño perdido, rubio, con bañador rojo y flotador verde que parece tener alrededor de dos años, él se termina el helado. Luego se pone a llorar, desconsoladamente, uniendo a la arena y los mocos de su cara, los chorretes de helado que se restriega con las manos hasta que una mujer, que tiene a su lado dos niños, le limpia con una toallita húmeda y le da agua para beber. Nadie responde a las llamadas que se realizan por los altavoces desde el puesto de vigilancia recientemente inaugurado. Cada cinco minutos se lanza un nuevo mensaje al que no contesta nadie. Han avisado a las autoridades y ya han llegado dos policías que están en la arena, junto al niño preguntándole cosas a las que responde siempre igual: “ me llamo bebé y mi mamá se llama mamá”. Está claro. Parece ser que nadie en toda la playa ha perdido un hijo aunque hay un par de familias voluntarias para hacerse cargo de él hasta que aparezca su familia. Los agentes no saben qué hacer, una y otra vez le preguntan lo mismo y el niño contesta exactamente igual  aunque cada vez más alterado.
Del otro lado de las rocas, por la orilla, vienen corriendo dos personas, un hombre y una mujer, van dando gritos y diciendo un nombre, algunos les señalan el puesto de socorro y llegan a el sin resuello, abrazan al niño y se enzarzan en una discusión en la que se echan en cara si le tocaba cuidar al niño a uno o al otro mientras el pequeño comienza a llorar asustado. Los agentes les hacen unas preguntas y vuelve la calma a la playa cuando la familia, los tres de la mano, se alejan por la arena en dirección al Gran Hotel.


Dedicado a todos los que han perdido alguna vez en la playa a un familiar o amigo y han pasado un mal rato buscándole. Muchas gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os gusta, compartirlo con la familia y los amigos. Gracias.

sábado, 23 de agosto de 2014

La playa de Dulcinea 62 –Una oferta para Paul

La playa de Dulcinea
62 –Una oferta para Paul
Hace un calor sofocante y pegajoso que pone a todo el mundo de mal humor. No se está bien ni en el agua, ni en la sombra, ni en el sol, ni dentro de la nevera. Todos estamos enfadados; los niños lloran y se quejan y los adultos no aguantan lo más mínimo, el único que parece contento es Paul, hoy es el primer día que ha venido, en la moto de Too-lo, (de paquete, como siempre), pero sin muletas y con el pie sin vendar, lleva una zapatilla que no le aprieta y puede dejar de vez en cuando el pie al aire mientras sirve los helados, da el cambio o enseña los collares y pulseras que vende en la otra mesa. Hay una mujer, vestida de blanco, con melena gris y suave bronceado que ya ha venido varios días a comprarle cosas, hoy está de nuevo observando los abalorios que tiene a la venta; los mira, se los prueba, se observa en el espejo que hay sobre la mesa y vuelve a hacer lo mismo con otro modelo, y con otro, y con otro. Paul le explica de donde son las piezas que lleva, algunas llevan plumas de las gaviotas de la playa, otros llevan conchas que en días de tormenta acercan las olas hasta la orilla y otras son curiosidades que encuentra en cualquier cajón, tienda de antigüedades o mercadillos de los que frecuenta habitualmente con Too-lo, antes de ir a trabajar al chiringuito de Lisa.
La mujer del pelo gris, y vestido vaporoso blanco, sigue mirando todas las piezas con detenimiento. Le hace mucha gracia como ha engarzado Paul un alambre, de sujeción del corcho de una botella de champan, para convertirlo en el centro de un collar hecho con cristales pulidos, casi todos de color verde, que ha recogido en la playa y que ha tenido la paciencia de ir agujereando, uno a uno,  con una broca fina. Está asombrada y encantada a la vez. Paul ya no se fija en ella porque hay varios niños que dudan entre elegir un helado u otro. Jorge se acerca y le da un billete pequeño, sonríe y le dice: “Paul, esto es para que coma nuestra amiga”. Paul sonríe y se le humedecen los ojos al recordar sus tristes momentos como habitante de la cueva, ahora le toca a Marieta, pero entre todos le van a hacer la vida más fácil, por lo menos mientras dure el verano.
La señora de blanco se presenta (hoy estoy tan cerca de la nevera de los helados, que no puedo evitar escuchar la conversación). Dice que se llama, Sofía, y que tiene una boutique en la capital y otra en la ciudad cercana, le propone a Paul ser socios y hacerse cargo de la venta de toda su producción. Paul se queda boquiabierto con un helado en la mano, a medio camino entre entregárselo a un niño o tirarlo al suelo, de la emoción. Balbucea al contestar a, Sofía,  que está en deuda con Lisa y que no le parece bien quitar de aquí el  negocio, ya que la dueña del chiringuito se lleva una comisión, en agradecimiento a todo lo que ha hecho por él. Hablan de la forma de hacerlo para que todos estén contentos. Sofía le propone elegir las mejores piezas para las tiendas y dejar las más sencillas para vender en la playa. Parece que han llegado a un acuerdo, los dos sonríen mientras se estrechan las manos, luego Sofía le entrega a Paul una tarjeta con sus teléfonos y le paga los cinco collares que se lleva. Está encantada.
Lisa ha oído toda la conversación desde la puerta en la que, antiguamente, se encerraba la barca y que desde hace veinte años da paso a la barra del bar y a las empinadas escaleras que dan a los lavabos. Paul se acerca y le cuenta todo lo que le ha ofrecido la señora Sofía. Lisa, sonríe, le da una palmada cariñosa en la cara y le dice:“ tú eres capaz de tenernos contentas a las dos, aunque quizás necesites ayuda. Acuérdate de Marieta”. Paul le da dos besos y Lisa, ruborizada, se acerca a una mesa desde la que le llama Nora, la escritora, que ha terminado sus anotaciones del día y quiere comer temprano, antes de que las mesas se llenen de niños que gritan, bebés que lloran y padres, acalorados y con poca paciencia .


Dedicado a todos los que han tenido una buena idea para ayudar a personas desconocidas. Muchas gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os ha gustado, compartirlo con la familia y amigos. Gracias.   


La playa de Dulcinea 61 – Un viudo que necesita ayuda

La playa de Dulcinea
61 – Un viudo que necesita ayuda
Jorge, Sol y Pequeñaja están intentando salir del ascensor de la playa, no parece una tarea fácil ya que se les está atascando la sombrilla y la sillita de la pequeña en la puerta; Jorge parece estar a punto de llamar a los bomberos para que le auxilien cuando pasa por delante Marieta, con la pequeña Marieta de cuatro patas en brazos, y se apiada de él. Después de unos cuantos tirones de un lado y empujones del otro, consiguen salir del ascensor con su ayuda. Mientras la Marieta canina se va hacia la cueva con un hueso, que le acaba de dar Lisa, en la boca. No quiere que nadie se lo quite.
Marieta habla con Jorge sobre cuál es el mejor lugar para poner la sillita de la pequeña y la sombrilla y decide que, sin duda, el lugar menos caluroso para una niña tan pequeña es en la sombra y cerca de la orilla, justo en la parte cercana a la cueva.
Jorge está sudando y ya no tiene paciencia para contestar las preguntas interminables de su hija mayor, Sol, que despierta una y otra vez a la pequeñita que intenta dormir en la sillita,. Marieta, le pide permiso al padre y se la lleva al agua el tiempo justo para que él se sitúe en la arena, coloque las toallas, sombrilla y nevera y se quite la ropa, y una vez en bañador, acune a la pequeñita hasta que se duerma. Mientras tanto Marieta salta las pequeñas olas de la mano de Sol y cantan una canción infantil que habla de marineros y barcas. Marieta le hace un gesto a Jorge para que se vaya a nadar mientras ella entretiene a la niña y vigila el carrito de la pequeña que duerme plácidamente en la sombra cercana a la cueva, en la que Marieta roe un hueso tumbada sobre la colchoneta rosa.
Yo les observo desde el agua en la que llevo ya tanto tiempo que se me han empezado a arrugar los dedos de las manos. A mi lado pasa Jorge hablando solo, va diciendo que no sabe cómo pagar a esa joven los quince minutos de paz que le ha regalado, me acerco a él y le explico nuestra idea de colaborar con la alimentación del “amigo de la playa”, contándole, por encima, la precaria situación en la que se encuentra, de momento, Marieta. Él se asombra de que una persona que parece tan bien vestida y educada, esté pasando por una situación sumamente precaria y promete pasar por la zona de los helados para dejar en el bote, que custodia Paul, su pequeña aportación para ayudar a Marieta, que ahora juega en la orilla a hacer castillos, con su hija mayor.
Jorge no recuerda cuando fue la última vez que se pudo dar un baño tranquilo, si, debió ser el verano último, cuando su querida esposa aún vivía y la pequeñita acababa de nacer. Al recordarla besa la alianza que lleva colgada del cuello y se le humedecen los ojos, yo hago como que no le veo y salgo hacia la playa sintiendo en los huesos el frío que he cogido por darme un baño tan largo. El sol aprieta y es un placer tumbarme a notar los rayos tostándome la piel. Marieta sonríe al ver lo bien que le queda su gorra a la pequeña, Sol, mientras se le ilumina la cara porque acaba de darse cuenta de cuál va a ser el negocio que va a montar en la playa, hasta que consiga un trabajo mejor. Jorge recoge a la niña, le devuelve la gorra a Marieta y le da las gracias diciéndole que le debe quince minutos de paz que necesitaba con toda su alma. Ella sonríe y sigue dibujando algo en una gran caja de cartón que tiene junto a la entrada de la cueva.


Dedicado a los que tienen ganas de intentar algo nuevo y han tenido  el valor de intentarlo. Muchas gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados, si te ha gustado, compártelo con los amigos y la familia. Gracias. 

jueves, 21 de agosto de 2014

La playa de Dulcinea 60 -Dos Marietas y una cueva

La playa de Dulcinea
60  -Dos Marietas y una cueva
Vuelve el calor con más fuerza que en  los días anteriores a la tormenta. La playa está casi vacía, cosa rara; solo hay seis toallas extendidas en la arena, dos hamacas y tres sombrillas. Veo como se ducha la dueña de Marieta, como da manguera Too-lo al suelo del chiringuito, como rastrilla la playa el chico de las hamacas –aún no sé su nombre- y como limpia las mesas Lisa mientras la playa se llena de olor a café y pan tostado que está preparando su suegra.
Un baño a estas horas es lo mejor que se puede hacer para empezar bien el día, desde mi lugar privilegiado, de aguas transparentes y frescas, veo cómo se desarrolla la vida de la playa. Marieta corre detrás de las gaviotas, que han dibujado durante la noche, en la arena, con la marca de sus patas, un precioso tapiz; poco a poco el rastrillo va a ir borrándolas.
La chica de la cueva se ha puesto un bañador y está haciendo limpieza con una escoba vieja, ha sacado todo a la entrada de la cueva: La maleta roja, la colchoneta de plástico rosa que era de Paul, dos sillas plegables, una sombrilla, un palé, un florero algo roto con flores de plástico y un montón de ladrillos y estantes. Se ha acercado a la orilla con un cubo, sin asa, en la mano y ha cogido agua. Nos hemos saludado al cruzarnos en la orilla, ella se ha metido en la cueva y yo me he tumbado al sol; al poco rato está en la entrada, barriendo y recogiendo con un catón todo el polvo, hojas y restos que había dentro. Marieta, la perrita, juega a su alrededor. Ya se empieza a llenar la playa y ata al animal en una mata que hay junto a la entrada de la cueva, a la sombra, y recoge la ropa que tiene tendida en un cordel que va desde una roca al tronco de la mata, la dobla y desaparece en el interior.
Algo de la cena me ha sentado mal y necesito ir urgentemente al aseo, con esa excusa me siento en una mesa del chiringuito y pido un desayuno, poco antes de salir, a toda prisa, hacia el lavabo. Lisa y Paul cuchichean entre el rincón de los helados y la mesa de los abalorios. Cuando vuelvo, los dos me esperan junto a mi mesa. Nos sentamos y me ponen al día de la vida de la nueva inquilina de la cueva –la vemos a lo lejos, junto a la entrada, parece que escribe o dibuja algo en una caja vacía de cartón-.
Por lo visto es una chica con estudios y preparación que ha estado viviendo los últimos cinco años con un hombre, veinte años mayor que ella, que tiene un chalet en la parte alta de la urbanización y al que había abandonado su mujer hace casi diez años, yéndose a vivir a Londres y dejándole a él, solo, aquí, pero sin divorciarse. Ahora la mujer, enferma y millonaria, ha vuelto para terminar sus días junto a él y dejarle su gran fortuna. Él no lo ha dudado ni un momento y ha echado a la calle a la joven, casi con lo puesto. La joven, se llama Marieta, sí, como la perrita, por lo visto fue una broma de su pareja porque le decía que así seguro que alguna de las dos le haría caso.
Nos hemos quedado los tres en silencio un buen rato, mirando a Marieta que sigue pintando algo en unas cajas sin darse cuenta del interés que despierta. Paul dice que le ha visto coger restos de comida de los cubos de basura del chiringuito y propone, junto con, Too-lo, que acaba de llegar con dos bolsas llenas de barras de pan, que hagamos un bote para el desayuno, la comida o la cena, del amigo de la playa. Todos pensamos, estoy segura, en Marieta. Lisa dice que ella colabora poniendo el precio de coste y que da, a elegir, para el desayuno, café con tostadas de pan y tomate con aceite, o mermelada y mantequilla, para la comida, da a elegir,  plato de pasta o plato de paella, y para la cena, huevos con patatas o hamburguesa o salchicha con ensalada o patatas. Paul dice que el regala un helado por día y pone, en el vaso de barro de un helado vacío, dos euros. Nos parece una gran idea y todos, hasta Lisa, ponemos la misma cantidad. Se lo iremos diciendo a los habituales de la playa. Marieta no va a pasar hambre y con un poco de suerte quizás, don Ramón, el cura, le encuentre pronto algún trabajo. Los canarios Trinan sin cesar y el mar es un espejo de agua cristalina.

Dedicado a todos los que, en algún momento, han podido ayudar a alguien que lo necesitaba. Muchas gracias por leerme, un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados, si os gusta, compartirlo con la familia y amigos. Gracias.

    

martes, 19 de agosto de 2014

La playa de Dulcinea 59 –La mujer de la gorra blanca

La playa de Dulcinea
59 –La mujer de la gorra blanca

Hoy he llegado a la playa un poco más tarde de lo habitual, ya todo está en marcha, el chiringuito abierto, las hamacas colocadas, la playa rastrillada, las toallas extendidas y todos los clientes con el desayuno servido y leyendo la prensa bajo el sombrado y arrullados por el trino de los canarios y el rumor de las olas. Hay un hombre que mira el ascensor, lo llama y confirma que funciona; lleva dos sillas en una mano y una nevera en la otra, del cuello lleva colgada una bolsa de lona de la que sobresale una toalla y una revista doblada. Es pequeño, tiene la cabeza rapada en la que se le ven unas cuantas cicatrices y una pierna con la que cojea y en la que se ve una cicatriz reciente. Lleva gafas de sol. Coloca las sillas  junto al paseo de madera que llega hasta el mar, pone las toallas en cada silla y deja la nevera junto a la pared de roca, a la sombra y se va en el ascensor.
Hoy apetece darse un baño, la temperatura es alta y el agua está fresca, me sumerjo asustando a los peces que, confiados, curiosean en la orilla. Del ascensor veo salir al hombre de la cicatriz en la pierna, lleva de la mano a una mujer pequeña y delgada que lleva una gorra blanca, andan despacio, con mucho cuidado, hasta que llegan a las sillas y ayuda a sentarse a su compañera mientras le desabrocha el vestido y le quita los zapatos, coloca la ropa, con cuidado en el respaldo de su silla y le pone crema protectora en la espalda, los brazos y las piernas, luego le da la revista y él saca un periódico deportivo que lee sentado en la silla junto a la mujer de la gorra blanca. No hablan. Ella tiene la revista en el regazo y mira hacia el mar fijamente, como copiándolo en su mente. Tiene la piel muy clara, casi gris, se mueve poco y solo lo hace para levantar la cara hacia el sol y cerrar los ojos durante tanto tiempo que parece que se ha dormido; de sus ensoñaciones le saca un perrito pequeño, blanco, que se le ha subido a las piernas, ella le mira y le acaricia con ternura y con manos torpes y lentas. Desde la cueva cercana una mujer grita: “Marieta, Marieta” y la perrita se aleja en dirección a la voz.
No sabría decir qué edad tiene esta pareja de piel tan blanca que parecen de alabastro, están juntos y cercanos pero parecen encontrarse a años luz uno del otro; no se miran ni se hablan. Ya empieza a notarse el calor, él saca de la nevera un termo y le pone un vaso, se lo da y bebe un sorbo largo, lo contrario que ella que casi no se moja los labios la primera vez que lo intenta, en la segunda ya da unos sorbos y en el tercer intento se termina el vaso entero.
Se levantan de la silla con dificultad y van hacia la orilla, se mojan los pies y entran, a pasitos cortos, en un mar que es fresco y transparente en toda su inmensidad.
En el mirador, Juan, el pintor, toma apuntes de la playa desde un punto de vista distinto, más elevado y mirando en dirección contraria a la que miraba cuando pintó el cuadro anterior. Hay varios ciclistas que miran la playa desde arriba y algunos turistas que hacen fotos de la playa.
Too-lo canta mientras sirve a los clientes y Paul hace pulseras y collares de cuentas, plumas y caracolas mientras espera que los clientes vengan a pedirle algún helado. Lisa charla con don Ramón, el cura, que, cosa rara, ha venido dos días seguidos a la playa.
La pareja pálida se bañan casi en la orilla, les llega el agua a la cintura y parecen no querer aventurarse más adentro. Ella lleva la gorra blanca que le tapa media cara y él la sujeta por el brazo como si fuese una obligación. No hablan, ni se miran. Solo están ahí, cercanos pero distantes. Ella se moja la cara, el pecho y los brazos con agua de mar, con desesperación, como si fuera un deseo difícil de realizar y él mira a la lejanía sin quitarse las gafas de sol.
 El barco de mediodía sale de la bocana del puerto de la ciudad, en breve llegarán hasta la playa las olas que producen sus motores. El mar se va llenando de valientes, el calor aprieta. Llegan las olas a la playa con estruendo, la pareja de la piel blanca no pueden salir del agua, el mar les arrastra una y otra vez hacia el fondo, parecen dos borrachos que vapulean las olas sin tregua, estoy lejos, flotando en el agua y no les puedo ayudar, nadie lo hace; ella ha perdido la gorra blanca – que flota en el mar-  y ha quedado al descubierto una cicatriz que le recorre la cabeza de lado a lado, aún está roja e hinchada, ha debido sufrir una delicada y reciente operación pero nadie les ayuda. Quizás piensen que son borrachos a merced de las olas. Yo esto tan lejos que voy a tardar unos minutos en llegar a su lado. Espero que no se ahoguen.

Dedicado a todos los que hemos mal entendido una situación. Muchas gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os gusta, compartirlo con los amigos y la familia. Gracias.   


La playa de Dulcinea 58 –Don Ramón, el cura

La playa de Dulcinea
58 –Don Ramón, el cura
Por fin ha salido el sol, hemos tenido un pequeño otoño de dos días en medio de un verano caluroso. La temperatura va subiendo poco a poco pero aún se nota el aire fresco y el olor a tierra mojada. No cantan las chicharras ni huele a tierra reseca, de momento. Parece que la vida de la playa se recupera aunque los bañistas no se acercan mucho al agua, prefieren tomar el sol.
Lisa tiene trabajo doble porque la lluvia le ha llenado el chiringuito de púas de pino y ha tenido que barrer las escaleras y las terrazas, ya que con la manguera no bastaba. El chico de las hamacas también ha necesitado que, Too-lo, le ayude a rastrillar y limpiar las algas y restos de la tormenta.
La playa recobra la calma. Hoy quiero tomar el sol, me lo pide la piel, después de las tormentas se aprecia más el sol. El cielo está despejado y se ve la playa en toda su extensión, al igual que las montañas, los acantilados y la gran playa de la bahía que se ve, a lo lejos, como una cinta blanquecina dorada por el sol. Los canarios de Lisa cantan en sus jaulas y mordisquean  los trozos de manzana y lechuga que les pone su dueña poco antes de que lleguen los clientes.
Don Ramón ha llegado casi a la vez que yo, mientras coloco la toalla veo como saluda a todos los del chiringuito y se pone a hablar con Lisa mientras se toman juntos un café. Don Ramón es un cura de los de antes pero joven, lleva sotana y alzacuellos pero baña sus pies en el mar por lo menos una vez a la semana, saluda a los parroquianos conocidos y se presenta a los desconocidos, habla varios idiomas y a todos les invita a ir a su iglesia; siempre,  antes de despedirse, hace entrega de tarjetas con la dirección y los horarios de las misas y explica que tienen servicio gratuito de guardería con jóvenes voluntarias a las que les encantan los niños. Ni por esas consigue llenar la iglesia aunque es cierto que desde que está en el barrio –hace más o menos cinco años- se ha notado un aumento de personas que a veces nos acercamos hasta la iglesia aunque solo sea con la excusa de entregar ropa o algo de comida para que la reparta entre los necesitados del barrio. También ha conseguido hacer un coro de chicos que andaban metidos siempre en líos y que ahora disfrutan de ensayar canciones y, de paso, merendar uno de los estupendos bocadillos que, con sus propias manos prepara don Ramón cada tarde. Todo el barrio le quiere aunque a algunos no le parece bien que deje dormir en el porche de la iglesia a algunos inmigrantes a los que aún no ha podido colocar. Lisa y él hablan y señalan hacia la cueva; cuando paso a su lado y les saludo oigo solo dos frases: “…Una chica que vive en la cueva…” y “¿come de la basura que tirais?..”. En ese momento recuerdo a la chica de la maleta roja y a su perrita. Marieta. Don Ramón se remanga la sotana y se dirige  por la orilla hacia la cueva, le veo alejarse mojándose los pies y saludando a unos y a otros. En la entrada de la cueva se para unos minutos y luego desaparece en su interior durante tanto tiempo que hasta nos olvidamos de que está allí. La playa recupera su rutina de verano aunque el tiempo parece de primavera. Cuando termino de hacer el segundo sudoku veo pasar por la orilla a don Ramón, lleva las manos unidas en la espalda, camina despacio, se va mojando el bajo de la sotana pero parece no darse cuenta. Está preocupado y absorto en sus pensamientos. Se pone los zapatos y, casi sin despedirse de Lisa, abandona el chiringuito por las escaleras. El sol calienta cada vez más y empiezo a pensar que puede ser una buena idea darme un baño. A lo lejos oigo ladrar a un perro pequeño, parece que el sonido viene de la cueva. Debe ser Marieta.


Dedicado a todos los curiosos que están deseando saber quién es y qué le pasa a la chica de la maleta roja que vive en la cueva. Muchas gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados, si os gusta, compartirlo con los amigos y familia. Gracias.

domingo, 17 de agosto de 2014

La playa de Dulcinea 57 –Marieta

La playa de Dulcinea
57 –Marieta

Muy temprano, poco antes de que saliera el sol, ha empezado a llover; parece que el tiempo quiere fastidiar a los turistas que vienen a pasar el puente de agosto. Para mí es un placer ver llover después de tantos días de calor sofocante, la tierra huele de una forma distinta y parece que el paisaje entero se limpia; a mi perrita le gusta caminar bajo la lluvia y llegamos, como siempre, al mirador de la playa. El sol debe estar saliendo en este momento, por el color rojizo que le da a las nubes lejanas, casi no se ven las montañas del fondo, esas que parecen el pecho de una mujer tendida en la orilla, ni los acantilados ni el mar lejano, todo lo cubre la fina lluvia. Hasta las olas del mar parece que hablan en un tono más bajo.
Hacia el mirador viene una mujer joven arrastrando una maleta roja con ruedas; está llorando y un perro pequeño y blanco, que lleva dentro de un bolso, le chupa la mano y gime. Ambos tienen la cabeza mojada y los ojos tristes,  La mujer va hacia el ascensor y lo encuentra cerrado, lee el horario y mira su reloj de pulsera, un reloj que parece caro,  baja por las escaleras arrastrando la maleta hasta la cueva. Luego suelta al perrito que corre por la playa ladrando a las gaviotas y olisqueando las algas. Mi perrita, al verle ha salido corriendo, arrastrando la correa que se me ha soltado de la mano del tirón que no esperaba, juegan juntos, saltan y corren con la energía de su edad. No me queda más remedio que bajar a  recuperarla ya que no hace caso cuando la llamo, ni ofreciéndole darle algo, ni amenazándola. Es un perro jugando con otro perro que se ha olvidado de todo lo demás.
La joven se ha sentado en la colchoneta rosa que dejó Paul y que, extrañamente, aún sigue ahí –la veo de refilón en la entrada de la cueva-, se quita la chaqueta y la cuelga de un saliente de la roca, luego se quita los zapatos y abre la maleta, llena de ropa, rebusca hasta encontrar unas zapatillas deportivas y se las pone mientras sigue llorando. De vez en cuando van los dos animalitos a verla y salen disparados otra vez para jugar en la arena. Solo están ellas en la playa, a mí me quedan tres escalones para llegar. Llamo a mi perra que, me mira y sigue corriendo detrás de la perrita blanca que da saltos en la arena como si fuera de goma. No me hacen ni caso.
Hoy parece que Lisa no va a abrir el chiringuito, los pescadores tampoco han llegado y los veraneantes están asomados a las ventanas maldiciendo la suerte que tienen. Algunos aprovecharan para dormir o para hacer otro tipo de turismo.
Voy a llegar tarde a trabajar por culpa del pequeño saco de pelo que no me obedece, tengo que ir a por ella; la sensación de caminar con zapatos por la arena mojada es rara, parece que me hundo de tacón y que se me quedan los zapatos pegados, me los quito y salgo corriendo detrás de mi perra que, me mira, y sale disparada en dirección contraria, al cabo de unos minutos de perseguirlas y ver como se enfrentan a mí, las dos,  agachadas y ladrando, como si fuera un juego, me rindo y me siento en el escalón bajo el techado del chiringuito con ganas de ponerme a llorar.  Voy a llegar tarde al trabajo, en cuanto coja a esta puñetera perra le voy a dar un azote en el culo. Meto la cara entre las manos y en ese momento siento la cabecita pequeña de mi perrita sobre mi muslo. Ya te tengo, le digo, pero no se me van las ganas de llorar. Como si fuera una persona le voy diciendo, mientras la llevo en brazos subiendo la escalera, lo mala que ha sido y lo poco que me gusta que me haga rabiar. El animalito parece entenderme, gime y chupa mi mano mientras me mira con sus grandes ojos negros y las orejas hacia atrás. No puedo enfadarme con ella.
Cuando llego al mirador, me doy cuenta de que he olvidado por completo a la chica que lloraba en la cueva, le oigo que llama a su perrita que viene detrás de mí. ¡Marieta!, ¡Marieta!, ven…empujo a la pequeña bola de pelo blanco en dirección contraria a la que llevo y doy un zapatazo en el suelo para asustarla. Baja las escaleras a toda velocidad y entra en la cueva como alma que lleva el diablo.


Dedicado a todos los que alguna vez han visto una situación extraña y no han sabido reaccionar. Muchas gracias por leer mis escritos. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os gusta, compartirlo con la familia y amigos. Gracias.

sábado, 16 de agosto de 2014

La playa de Dulcinea 56 –Mecheros en la noche

La playa de Dulcinea
56 –Mecheros en la noche
Dando mi paseo con la perrita, como cada noche, he recalado en el mirador de la playa. Me gusta ver el ambiente que hay, los jóvenes jugando al balón, otros que ríen y charlan, sentados en círculo sobre las toallas, en la arena; parejas que se besan, abrazan y  esconden en el mar para llegar a dónde puedan llegar; familias que cenan en el chiringuito a la luz de la luna y de las bombillas que cuelgan de las enormes sombrillas; pescadores que pescan sueños de sirenas. Me llama la atención un chico solitario, sentado en una toalla, muy cerca de la cueva vacía, tiene en la mano un mechero que enciende y apaga a intervalos iguales, como un faro en el desierto de arena que le rodea, mira hacia los edificios de apartamentos que dividen la playa en dos y sonríe; en una ventana del tercer piso, que está a oscuras, otro mechero le devuelve la llama. Una, dos, tres veces, como un código morse que sólo ellos comprenden y que les hace felices. Parece que hay una historia escondida en esos destellos que se repiten sin parar. Se ha encendido la luz del tercer piso y veo una figura de mujer con larga melena que esconde algo en el bolsillo del vestido, se acerca a ella un hombre, parece que hablan y se van hacia otra zona de la casa que no se ve. Segundos después se apaga la luz del salón pero el chico sigue ahí, mirando fijamente hacia la ventana. Al cabo de un buen rato aparece de nuevo la llama entre las sombras de la vivienda; tres parpadeos, unos segundos de oscuridad y una llama que permanece durante bastantes segundos, luego se hace la oscuridad total, el joven responde desde la playa de la misma forma, recoge la toalla, la sacude, lanza un beso con la mano hacia la ventana y se va escaleras arriba, arrastrando la toalla que lleva colgando del brazo; cuando pasa a mi lado veo sus ojos tristes y una sonrisa enigmática que me cautiva.
Too-lo, Paul y Lisa trabajan sin descanso al igual que todos los miembros de su familia, los dos hijos llevan y traen platos, el marido prepara las bandejas con bebidas y ayuda a su madre en la cocina. Too-lo canta, mientras sirve las mesas, y da algunos pasos de baile; los turistas le aplauden y meten dinero en sus bolsillos a la vez que piden que cante más. Paul vende helados, pulseras y collares; hoy está de pie, a la pata coja y, de vez en cuando, se apoya en las muletas para acercarse a la mesita en la que tiene todo lo que fabrica en sus horas libres.
Los canarios de Lisa duermen en sus jaulas hechos unas bolas de pluma que, a veces, mueve la brisa de la noche; el mar, tan negro y misterioso, balancea los barcos fondeados en las cercanías de los que llegan risas y canciones lejanas. La noche se está poniendo demasiado fría para la época del año en la que estamos, la perrita, a mi lado, tiembla y me mira con sus grandes ojos negros, no le hace falta hablar para darme a entender que quiere volver a casa.



Dedicado a todos los que la lluvia, algún día, les ha fastidiado un plan. Muchas gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os gusta, compartirlo con la familia y los amigos. Gracias. 

viernes, 15 de agosto de 2014

La playa de Dulcinea 55 –Pintando el mar

La playa de Dulcinea
55 –Pintando el mar

Hace un día raro, han bajado las temperaturas y amenaza tormenta, el cielo está cubierto de nubes  de todos los tipos, formas y tamaños pero la gente no quiere estar en casa y han ido a las playas. Desde el mirador veo la playa llena, hasta donde me alcanza la vista hay gente. A lo lejos se ven las montañas y la playa larga que hay en medio de la bahía fundida con la niebla baja que sale del mar.
En el descansillo del primer tramo de escaleras está el pintor con todos sus materiales colocados sobre la tapa del maletín, los colores, del más claro al más oscuro, están colocados siguiendo un orden riguroso. Le saludo y él también, luego me invita, si me apetece, a quedarme para ver cómo se desarrolla su obra; poca gente más cabe en la playa, así que decido sentarme en un escalón, pegada a la pared, para verle sin molestar. Ha puesto los colores en la paleta, en distintas cantidades, blanco, ocre y azules muy abundantes y rojos, verdes, amarillo y naranja,  solo unas bolitas que me parecen escasas. El lienzo que trae es el que estaba dibujando la última vez que estuvo aquí, lo pone en el caballete, coge la paleta y un pincel grueso y mezcla con energía, azul, blanco y una puntita de carmín de granza –eso me dice-,  lo aplica sobre la zona que va a representar el cielo y pone, como al descuido, unas cuantas pinceladas en la parte que va a ser el mar para rellenarlo luego con varios tipos de azul mezclados con rojo. Toda la pintura está muy diluida con esencia de trementina, o eso es lo que pone en el bote del que echa en un pocillo y moja el grueso pincel. Ahora da la espalda a su obra y se sienta a mi lado, lía un cigarro y me cuenta su vida mientras espera, dice, que se seque su obra. Si esto es lo que hace me parece un mamarracho, pero no se lo digo.
Se llama Juan y tiene esta zona como su preferida para pintar paisajes; suele inventarse “sus” paisajes y pone elefantes y cocodrilos pero cuando sale a pintar, “del natural”, busca algún rincón por aquí. Se los conoce todos –me dice mientras limpia las mezclas que hay en la paleta y fuma-.  
Desde aquí veo a, Too-lo, sirviendo mesas y a, Paul, vendiendo helados, sentado, junto a la nevera. A un lado tiene expuestas sobre una mesa plegable, cubierta con una tela verde, algunos de sus collares y pulseras que llaman la atención de casi todas las mujeres que pasan por allí. Lisa sonríe y charla con los clientes; el día está malo para bañarse pero muy bueno para tomar un aperitivo junto al mar; este mar que tiene color de acero por momentos para recuperar retazos de azul y sol al momento siguiente.
Estoy a punto de poner la excusa de que me tengo que ir a ver a Lisa cuando, Juan, vuelve a poner color en la paleta y cambia de pincel, dejando el grueso en un bote a remojo. Se pone la gorra de su equipo de fútbol, entrecierra los ojos mirando el horizonte y hace una mezcla; la mira una y otra vez comparándola con el color del cielo que coincide con las montañas lejanas y empieza a pintar como empujado por un motor invisible. Va mezclando y aclarando tonos, no da cuatro pinceladas con la misma carga de color y vuelve a mezclar y a cargar el pincel que recorre el lienzo sin parar. Ahora empieza la magia. De sus pinceles salen formas y colores que nos tiene asombrados a todos los que nos hemos ido sentando en las escaleras para observarlo. Solo se oye el rumor del tráfico y los gritos apagados de las personas que están en la playa. Juan ha creado un cielo con nubes y luces que es más real que el que estamos viendo, de su pincel ha salido la costa con los tonos y las intensidades de la cercanía y de la lejanía. A veces se para y mira durante un rato –entrecerrando los ojos-  algo a lo lejos mientras nosotros, sus espectadores, contenemos la respiración hasta que vemos como dibuja con el pincel y un poco de color las casas lejanas, el Gran Hotel o la casa del Rey. Hace un alto en el trabajo y fuma otro cigarro, pero a la segunda calada, y después de dar unas explicaciones a un par de niños que le observan boquiabiertos, sigue pintando, luchando con un mar que tiene infinitas tonalidades y mezclas en el que navegan dos veleros de velas blancas que vimos salir del puerto deportivo hace un rato. El agua del primer término tiene una transparencia tan real que nos asombra. Juan hace una reverencia y dice que hay que esperar unos días a que se seque para darle los últimos toques. Aplaudimos todos a una y él agradece nuestro gesto y aprovecha para repartir tarjetas.
Al darle las gracias y despedirme, le comento que me gusta más su mar que el que tenemos hoy; me mira, agarra con fuerza mi mano, sonríe y noto en sus ojos un brillo acuoso que me incomoda. Quedamos en vernos otro día, le abrimos paso en las escaleras y pienso que sería feliz si me pudiera llevar este mar, como él, a su casa.


Dedicado a todos los que quisieran llevarse un trozo de mar para verlo cada día. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os gusta, compartirlo con la familia y los amigos. Gracias. 

jueves, 14 de agosto de 2014

La playa de Dulcinea 54 –Una barca llamada Soledad

La playa de Dulcinea
54 –Una barca llamada Soledad

La playa ha amanecido gris y plata, la orilla está llena de algas y palos pulidos por el mar; aún no han venido a limpiarla. Solo las gaviotas caminan por la arena dejando sus huellas como un calidoscopio bajo el sol entreverado de nubes. El mar reluce como plata vieja, su color ya no es azul. Noto el agua fría, hoy  no me apetece nadar, prefiero caminar por la orilla y redescubrir esos trozos de playa por los que no paso habitualmente. Llego hasta la cueva y dudo entre rodear las rocas sobre las que se asientan los tres edificios de apartamentos o dar la vuelta y seguir por la zona más fácil, al darme cuenta del calzado que llevo, unas chanclas, decido dar media vuelta y caminar por la arena. El aire es fresco y me pongo el pareo por encima de los hombros mientras flota tras de mi a cada paso asustando a las gaviotas que me siguen pidiéndome algo para comer. La arena está dibujada con la forma de sus patas aunque en una esquina, el chico de las hamacas, rompe ese dibujo a arañazos de rastrillo dejando surcos en la arena como en una cabeza recién peinada. Me gusta más el dibujo de patas de gaviota. Desde la orilla saludo a Lisa que baja apurada por las escaleras que dan al chiringuito, lleva colgadas dos cestas de mimbre de las que sobresalen trozos de verduras y hortalizas. Atravieso la zona de rocas del chiringuito y llego a la playa salvaje en la que duermen junto al mar media docena de chalets de lujo. Sus dueños han olvidado en la orilla veleros y catamaranes de competición; bajo la sombra de unas palmeras hay un hombre haciendo yoga mientras su perro duerme cerca. Llego a las rocas del Gran Hotel, hoy no hay casi nadie en la terraza, el frío y el viento les han empujado hacia la zona cálida del interior del edificio, solo dos parejas se atreven a desayunar fuera, vestidos casi de invierno en pleno verano. Camino con precaución sobre las rocas y la piscina del hotel, el guarda me mira como si viniese a llevármela y observa mis pasos hasta que salgo del recinto y entro en el paseo de cemento en el que los pescadores hacen elogios de paciencia infinita para ver picar unos cuantos peces que les servirán de alimento. Algún perro juega y olisquea a un compañero que ya no tiene ganas de juegos y solo quiere dormir al medio sol que de vez en cuando aparece entre las nubes. El sol hoy también es frio y gris. Me gusta andar por el paseo de cemento, entre las rocas que dan al mar y los chalets que miran a la costa de enfrente en la que se ve la gran playa, las montañas y los acantilados. Hay gente que pasea a sus mascotas a estas horas tempranas mientras los pescadores recién llegados ponen el cebo y lanzan la caña, adormilados, mientras lían un cigarrillo de tabaco picado y quizás sueñen con sirenas y piratas.
Sin darme cuenta he llegado  al puerto deportivo, ya veo el cartel que anuncia la escuela de vela que aún tiene todos sus veleritos en el dique seco, junto al gran chalet de la esquina, el  que mira al puerto deportivo, hay una zona cubierta que protege un Llaut, es un barco antiguo, mediterráneo, pero en muy buen estado; los soportes de madera que lo sujetan evitan que baje por la rampa de cemento y troncos, hacia ese mar que parece esperarle desde hace años. Doy la vuelta al barco, se llama Soledad. Fuera del agua parece muy grande, a su alrededor  hay montones de cabos, nasas y aparatos para pescar de los que desconozco el nombre, una escalera de madera da acceso a la embarcación, me asomo y veo las velas tendidas en la cubierta y el tambucho abierto. Huele a mar y a aventuras sobre las olas. Me siento en las rocas a observar cómo llegan los niños al club de vela y veo que la playa, que sigue al otro lado, se va llenando de gente. Una pareja viene, de la mano, besándose y riendo, hacia la barca que se llama Soledad, se suben en ella y dejo de verles, tan solo escucho sus risas y jadeos apagados. Es hora de regresar.  


Dedicado a todos aquellos que alguna vez tuvieron un sueño…y lo cumplieron. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os ha gustado, compartirlo con la familia y amigos. Gracias.