lunes, 15 de diciembre de 2014

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 19 –Paseando con Tito

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
19 –Paseando con Tito
Nos despedimos junto al coche en el que ya está sentada Marutxi, Vicente guarda el andador en el maletero mientras los demás repartimos besos y abrazos. Nacho y María del Fin nos invitan a cenar en su casa para celebrar todo lo bueno y lo malo que ha sucedido hasta la fecha, quedamos en que nos avisaran y mi abuela se auto invita, incluyendo en el lote a Vicente. Ellos se alejan caminando por el paseo hacia la panadería y la farmacia y nosotros volvemos hacia mi apartamento. Me da pena que se termine la tarde. En el coche huele raro; nos miramos unos a otros, menos Marutxi que mira fijamente por la ventanilla.
En la puerta de casa nos despedimos pero Marutxi les invita a un último café, “porque esta nieta mía no tiene nada decente para beber más que café”.
-Abuela, yo tengo que sacar a la perrita de paseo y ya es tarde, además tú tienes que ir al baño.
-Si ellos se quedan iré al baño, si no, no.
-Yo te espero en la terraza viendo el paisaje –dice Vicente.
-Yo te acompaño a pasear a la perrita cuando termines de asear a Marutxi –dice Tito.
No me queda más remedio que aceptar, pongo la cafetera, dejo encargado de su cuidado a Tito mientras le digo en dónde guardo las tazas y el azúcar.
Marutxi está mojada hasta las orejas, en el paquete no le cabe nada más. Hay de todo. Me tengo que controlar para no decirle que por qué no me avisa cuando tiene ganas de hacer algo y así poderla llevar al baño. No quiere ducharse pero le amenazo con echar a Vicente y a Tito si no lo hace y entra en la bañera como si fuera al patíbulo, la siento en el taburete de plástico, saco el andador y pongo un palmo de agua caliente para que no se le enfríen los pies, luego la enjabono, recojo el paquete, lo cierro bien y salgo para dejarlo en el cubo de la basura que hay en la cocina. No he llegado a la puerta cuando la oigo gritar.
-¡Me abandonan!, ¡Me dejan solita!, ¡Socorro!, ¡Auxilio!
Los dos hombres, alarmados, entran en el salón.
-No pasa nada, solo he ido a tirar una cosa a la basura. No le gusta estar sola.
-El café casi está –dice Tito- Lo he hecho descafeinado.
-Perfecto, enseguida salimos.
Entro en la habitación, cojo ropa limpia y entro en el baño en el momento en el que Marutxi intenta salir sola de la bañera y cae sobre mí.
No sé de dónde saco las fuerzas para sujetarla y volverla a sentar en el taburete. Le riño mientras le aclaro el cuerpo y ella se pone a llorar.
-Abuela, por Dios, te podías haber hecho mucho daño. Solo iba a por ropa limpia y a tirar el paquete a la basura. Yo te quiero y te quiero cuidar todo lo que haga falta pero tienes que tener un poco de paciencia.
-Tú lo que quieres es hablar con “mi” Vicente.  
- No digas tonterías, anda, levanta el brazo, ahora el otro. Ven, agárrate al andador, levanta una pierna, así, ahora la otra. Siéntate en el wáter y haz pis si tienes mientras te seco los pies. Te voy a poner otro paquete.
-No. Ya meo, ¿ves?
-Ale, vestida, arreglada y perfumada. ¿En dónde están los pastelitos que has traído? No están en los bolsillos.
-Eran míos y me los he comido.
-Abuela, no puedes tomar tanto azúcar.
-Seguro que te los querías comer tú.
-Si te vuelves a hacer pis te pongo el paquete delante de Vicente. ¿Me oyes?
Enciendo la chimenea y, tras tomar el café, dejamos a Vicente y Marutxi sentados frente al fuego, charlando como dos adolescentes de las canciones que más les gustaban cuando eran niños. Al cerrar la puerta les oímos cantar a coro.
La perrita está feliz de salir a pasear sin correa, nos hemos metido por el bosque que hay junto al paseo y el animalito salta y ladra a nuestro alrededor. Tito me habla de cuando vivía con sus padres, de la enfermedad de su madre y del mal carácter que se le puso a su padre cuando se quedó viudo. Me dice que es el pequeño de seis hermanos y que se lleva casi treinta años con el mayor. Son una gran familia que están dispersos por el mundo: Uno en Helsinki, otro en Méjico, una en Madrid, otra en Valencia, otro en Cádiz, otro cerca de la casa familiar, en el norte, y él, aquí, controlando los negocios que comenzó su padre hace años como un entretenimiento de verano y que son los que mejor funcionan. Empieza a anochecer y Tito me da la mano y ata a la perrita con la correa. Volvemos al apartamento charlando como si nos conociéramos de toda la vida. Mi móvil sigue vibrando de vez en cuando pero no le hago ni caso.
Al llegar a casa encontramos a Marutxi y a Vicente dormidos frente a la chimenea, sentados en el sofá, con las manos enlazadas y las cabezas apoyadas uno en el otro. Les miramos con dulzura y la perrita se encarga de despertarles con sus ladridos.

P.D. Dedicado a todos los que creen en el amor a primera vista. Muchas gracias por leerme. Todos los derechos reservados. Un saludo literario. Amaya Puente de Muñozguren.


Medio otoño y un invierno con Dulcinea 18- Un café con María del fin y su marido

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
18- Un café con María del fin y su marido
Hemos terminado de comer, el aire frío se ha instalado en la terraza y no lo alejan ni las mantas ni las dos estufas de terraza que han puesto sobre nuestras cabezas. Nacho nos ofrece un café y una copa en el interior, en la cafetería que tiene un impresionante mirador sobre la playa y los acantilados lejanos. En vez del mar parece un gran lago. Es un día para no olvidar. La conversación con Tito es fluida y agradable, nada que ver con el soso de mi amigovio al que hay que sacarle las palabras a la fuerza. Marutxi y Vicente ríen y se cuentan historias de otros tiempos, que son de las que más se acuerdan, luego hablan de los artistas de cine y las películas que veían cuando eran jóvenes y más tarde pasan a hablar de sus respectivos difuntos. Unos santos, tanto ella como él; pero la vida sigue y ambos quieren disfrutarla. Tito y yo charlamos de lo difícil que tenemos en este mundo que nos ha tocado vivir, el encontrar trabajo, pareja y tener un futuro que no dure dos días. Tito acaba de romper con su novia de toda la vida, con la que llevaba saliendo  quince años y aún le puede la pena.
-No estaba preparado para casarme y a ella le corría prisa porque deseaba formar una familia. Yo no.
Le hablo de Santi, de lo que le aprecio y de las pocas ganas que tengo de ir a más con él, aunque  Santi lo esté deseando.
-Cuando no es la persona adecuada lo notas, hay algo dentro de ti que te lo dice; aunque duela, -dice Tito.
-Tienes razón, eso mismo me pasa a mí. Santi se empeña en que me vaya a vivir con él y que alquile mi apartamento para que se pague sola la hipoteca y no tenga que aceptar cualquier trabajo. Pero no me apetece.
Alguien me saluda. Es Lisa y María del Fin que vienen con el cochecito de las gemelas, “venimos a tomar café con el padre de las criaturas” dice María del Fin a la vez que nos fundimos en un abrazo. Tito y Vicente se han levantado y saludan a las dos recién llegadas, Lisa y María del Fin reparten besos y se entretienen en hacer cumplidos a Marutxi que las observa encantada, luego las manda sentar “al lado de los jóvenes” porque ella tiene una conversación muy importante que continuar.
Nacho nos agasaja con un preparado especial que sabe a gloria pero del que no somos capaces de adivinar más de tres componentes.
Las pequeñas duermen en el carrito hasta que Marutxi las despierta, cuando lo consigue les hace cuatro carantoñas, pide que se las pongamos en brazos y nos las devuelve a los pocos minutos con la excusa de que huelen mal.
Acompaño a María del Fin al aseo y entre las dos les cambiamos los paquetes; pienso que a Marutxi también le debe hacer falta pero cualquiera la separa de Vicente. Las  pequeñas son iguales, no puedo distinguir a una de la otra hasta que su madre me dice cómo hacerlo. Así y todo no lo veo muy claro. Han crecido mucho, tienen unos cuantos dientes y dicen papá, mamá.
María del fin me comenta que le han ofrecido un trabajo dos tardes a la semana para llevar a un vecino a rehabilitación, dos horas, pero no sabe qué hacer con las niñas, Lisa se ha ofrecido a cuidarle a una, y, ahora que termina la temporada, les va a hacer falta todo el dinero que puedan conseguir. Los niños salen muy caros.
-Si me la traes a casa yo te cuido a la otra; no puedo hacerlo con las dos porque con Marutxi va a ser demasiado. María del Fin sonríe agradecida y quedamos que nos avisará cuando sepa los días y las horas.
-Yo, generalmente, no trabajo por las tardes y me encantaría poderte acompañar para ayudarte en lo que haga falta –dice Tito.
Lisa, Vicente y Marutxi hablan amigablemente a pesar de las indirectas de Marutxi para que Lisa “vaya a controlar a los chicos”. Lisa, nos mira, sonríe y dice que estamos todos muy bien como estamos. Cuando Nacho termina su jornada viene hacia nosotros vestido de calle y con una bandeja de pasteles diminutos que son una delicia. A Marutxi hay que quitarle la bandeja de delante porque es capaz de comérselos todos. Veo como coge dos, los envuelve en una servilleta y se los guarda en el bolsillo de la chaqueta diciendo: “Se los llevo a mi hija”. Todos la creen, menos yo.
Nacho nos relata su intento de suicidio, el verano pasado, allí enfrente, en los acantilados y como, de forma milagrosa, quedó atrapado y mal herido entre las ramas de un seto que estaba junto a una pequeña cueva a la que pudo llegar arrastrándose y con un gran esfuerzo. Varios días después, cuando fueron a sacar el coche del fondo del mar, uno de los operarios se dio cuenta de que la puerta estaba abierta y de que había un bulto de roca en una pequeña oquedad de la pared, le pareció ver que se movía y fue a ver que era, descubrió a Nacho, más muerto que vivo, y lo pudieron rescatar con la misma grúa y llevarlo al hospital en el que estuvo, luchando entre la vida y la muerte, unas cuantas semanas. Recuerda siempre a su lado, en la UCI, a su mujer y ese embarazo que iba aumentando por momentos a la vez que él se recuperaba.
-Recuerdo que María del Fin me ponía mi mano sobre su vientre y yo notaba como las niñas se movían, eso me hacía tener ganas de despertarme aunque hacia esfuerzos por abrir los ojos y no podía, tampoco podía mover la mano sobre su vientre, hasta que un día pude y luego todo fue más fácil. La oía hablarme todo el tiempo, me decía cómo se iban a llamar las niñas, cuanto pesaban y cuando me ponía crema en los brazos y el cuerpo notaba su vientre sobre mi piel y la voz de las niñas que me decían que me tenía que despertar del todo.



P.D. Dedicado a todos los que en algún momento han creído en los milagros. Muchas gracias por leerme. Todos los derechos reservados. Un saludo literario. Amaya Puente de Muñozguren 

viernes, 12 de diciembre de 2014

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 17- Comiendo en el Mar y Cielo

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
17 –Comiendo en el Mar y Cielo
Cuando salgo del baño, recién pintada y perfumada oigo como se cierra la puerta a la vez que mi abuela dice bien alto: “Hasta luego preciosa. No me esperes a comer, creo que no volveré muy tarde”.
Estoy atónita; me han dejado plantada. Veo por la ventana de la habitación como se aleja el coche y me siento en el sofá con la boca abierta. Suena mi móvil, estoy a punto de no cogerlo pensando en que pueda ser mi amigovio. No tengo ganas de hablar con nadie pero al ver el nombre de Vicente me asusto y contesto enseguida. Espero que no le haya pasado nada a Marutxi que se ha ido con dos perfectos desconocidos que no se ni en dónde viven.
-Jovencita, no me gusta nada que me dejen plantado, mi hijo ha venido a propósito para hacerte la comida más agradable y tú nos das plantón –me suelta a bocajarro, sin dejarme ni darle los buenos días. Eso me cabrea.
-Mira Vicente, eres tú el que me has dejado con un palmo de narices en casa.
-Marutxi me ha dicho que te habías ido.
-Ella es la que se ha ido, yo estaba en el baño arreglándome cuando os habéis marchado.
-Ya me extrañaba, hemos debido entenderla mal. Perdona, ahora mismo damos la vuelta y vamos a recogerte.
Estoy cerrando la puerta cuando llegan a mi altura, los dos hombres bajan del coche mientras Marutxi me mira con cara de pocos amigos desde el asiento delantero del vehículo.
-Dulcinea, este es mi hijo Vicente, los amigos y la familia le llamamos Tito.
-Un placer conocerte.
-Creo que no hemos entendido bien a Marutxi.
-Seguramente.
Nos montamos en el coche y enseguida llegamos al hotel, es el más majestuoso de la zona, el que se ve desde la terraza de mi apartamento, aparcamos junto a la puerta de entrada, en el jardín. Marutxi me mira enfadada y casi me ordena que me vaya a darle conversación a “ese joven”.
Ha bajado mucho la temperatura desde que se desató el temporal hace dos días, queremos comer en la terraza pero tememos que mi abuela se ponga enferma, en cuanto elegimos mesa en el  comedor interior nos hace levantar diciendo que a ella en donde le apetece comer es en la terraza junto al mar. Los camareros nos miran disimulando su contrariedad y trasladan todas las copas hasta la nueva mesa junto a la que ponen una estufa de terraza que nos da una sombra de calor muy agradable; poco después nos traen unas mantas suaves para ponernos sobre las rodillas. Es agradable el lugar y la vista es espectacular, como la que se ve desde mi apartamento pero sin árboles por en medio, ni casas, ni carretera. Mas en primera línea seria estar con los pies a remojo en el mar que tenemos plácido y transparente a pocos pasos.
Pedimos un aperitivo y ojeamos la carta del restaurante, los precios me asustan, con lo que vale un plato aquí puedo comer una semana en casa; me decido por un pescado de la zona. Marutxi pide lo más caro de la carta y por más que insisto en que no le va a gustar y que cambie de plato, más se empeña en decir que es eso lo que le apetece. Vicente pide lo mismo que ella y Tito lo mismo que yo. Tito resulta ser un hombre agradable y divertido con el que acabo riendo y charlando a los pocos minutos. Marutxi y Vicente hacen lo mismo animadas sus mejillas por el color que nos dibuja el sol y el vino.
Cuando vamos a pedir el postre y el café viene el repostero jefe a saludarnos, ¡Es Nacho!, el marido de María del Fin, el que casi se suicida el verano pasado en los acantilados que vemos en frente. Suerte que un árbol y una cueva frenaron su caída. Nos saludamos con cariño y se lo presento a todos. Poco después él mismo trae una bandeja con un surtido de todas sus especialidades. Da pena tocarlas y al hacerlo es casi imposible no repetir. Marutxi está comiendo –y bebiendo- demasiado, pero basta que le diga que le va a sentar mal para que insista en probarlo todo. Vicente y ella hablan y ríen agarrados de la mano y mirándose a los ojos; Tito y yo nos contamos la vida que llevamos, él ha terminado las carreras de derecho y de empresariales y trabaja en una de las empresas de su padre y yo le digo que he terminado mi carrera de psicología y estoy estudiando historia y cuidando a mi abuela hasta que se recupere de la intervención de cadera, ya que no hay nadie en la familia que pueda dejar su trabajo para hacerlo. A Tito le parece dulce y tierna mi abuela, a mí no y nos reímos con sus ocurrencias. No recuerdo haber vivido una sobremesa tan agradable nunca. Me encantan los ojos de Tito y su sonrisa. Santi llama y no le contesto. El mar lame la orilla de la playa que aún está llena de algas, hasta aquí nos llega el olor, intenso y agradable.


P.D. Dedicado a todos los que han disfrutado de una comida especial en un lugar único. Muchas gracias por leerme. Todos los derechos reservados. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren.    

jueves, 11 de diciembre de 2014

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 16- Sin viento

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
16- Sin viento
Toda la noche ha soplado un fuerte viento que aullaba en la chimenea y metía el humo dentro del salón mientras los cristales golpeaban y se oían rodar macetas en las terrazas de los vecinos. Un perro ha estado aullando y ladrando toda la noche y la luna, llena y suavemente dorada, ha dejado un camino sobre las olas que no han dejado de saltar. Al amanecer el viento se ha calmado.
Cuando Nieves se ha levantado yo ya había recogido el sofá cama y tenía el café preparado. Hemos desayunado en la terraza mirando el mar y la cantidad de algas que han llegado hasta el paseo y el mirador.
-       Buenos días madre, ¿qué tal la charla con la abuela?
-       Fantástica, no me dio ni las buenas noches, eso sí, consiguió que Vicente no me acompañara a casa.
-       Es la leche.
-       Sí. Se las sabe todas. Bueno, me voy a trabajar que desde aquí no sé cuánto va a tardar el autobús.
-       ¿Quieres que te lleve?, es un momento.
-       No, que si se despierta la abuela y ve que la hemos dejado sola es capaz de salir a la calle y montar un número de los suyos. El próximo fin de semana lo tengo libre y vendré a relevarte, si quieres te puedes quedar, tranquila, en mi casa, con Santi, si os apetece.
-       Ya veremos, mamá, aún es pronto para hacer planes.
Nos despedimos en la esquina, la perrita se quiere ir con mi madre y la gata le mira desde encima del capó de un coche. Hace mucho frío, cuando vuelvo a casa noto el fuerte olor a leña quemada y oigo los ronquidos de Marutxi que no se ha enterado de nada.
En pocos minutos está el apartamento recogido y limpio. La perra y la gata duermen en el sofá, debajo de una manta mientras yo ventilo la casa y me tomo una infusión mirando al mar. El teléfono de Marutxi está en carga cerca del microondas, suena y contesto enseguida para que nada ni nadie despierte a mi abuela; es Vicente, nos quiere invitar a comer hoy, a las dos en el Hotel Mar y Cielo, que está muy cerca de casa. Me da la enhorabuena por la cena de la noche pasada y, como sin querer, me pide el número de teléfono de Nieves, eso si, me pide que no se lo diga a Marutxi. Va a ser nuestro secreto.
Recojo la ropa tendida mientras pienso que quizás tendría que haber puesto una excusa para no ir a comer pero si lo hago, y se entera mi abuela, me puede liar una bien gorda; tampoco me parece bien dejarles solos tan pronto, además, hay algo que no veo claro en Vicente, es como si quisiera jugar a dos cartas, si no, no se entiende el porqué de tanto secreto para pedirme el teléfono de mi madre. Solo es un nuevo amigo, no tengo que inventar historias, el tiempo pondrá todo en su lugar.
Leo el periódico en el ordenador y reviso las ofertas de trabajo. No hay ni una noticia buena ni un empleo que merezca la pena. Tengo que sacar la basura antes de que pase el camión, ayer se nos olvidó y esta mañana –cuando he acompañado a mi madre- ni me he acordado. En la calle encuentro a Javier, el vecino que va con su hijo mayor, nos saludamos, le doy las gracias por cuidar a mis mascotas y quedamos que pasará por la tarde para que le pague lo que le debo por el trabajo de atenderlas; el padre me pregunta que si tengo tiempo libre para darle a su hijo unas cuantas horas de repaso por las tardes porque empieza a ir retrasado en unas asignaturas. Hablaremos esta tarde, cuando vuelvan del colegio. Se les hace tarde.
Entro en casa y encuentro la cafetera escupiendo café a borbotones, la tele a todo volumen y la radio en el baño –en el que está Marutxi- escupiendo noticias a gritos. Se acabó la paz. La perrita se esconde debajo de una manta en el sofá y la gata desaparece en la habitación. Esta vez la cama está seca y todo ordenado. 
Marutxi se ha levantado enigmática, solo me ha dado los buenos días con un beso de refilón y hemos tomado un café en silencio en la terraza, mirando el mar. Su teléfono móvil no está en donde lo dejé cargando y ella no dice nada. Yo tampoco, aún quedan horas para poder hablar y decirle que Vicente nos ha invitado a comer.

Retomo los libros y veo como Marutxi pasa una y otra vez hacia el baño con una ropa distinta, me imagino que en el espejo del baño, que cubre toda la puerta, se ve mejor que en el de la habitación. Más tarde se me acerca, misteriosa y con un pañal en la mano y me pide que le enseñe a ponérselo bien. El reloj marca la una y media, me peino y pinto la raya de los ojos y en ese momento suena el timbre de la puerta. Por la ventana del baño veo un coche que espera, el conductor es un chico muy apuesto, más o menos de mi edad.

 P.D. Dedicado a todos los que en alguna ocasión se les ha quedado cara de tontos ante las estrategias de un mayor. Gracias por leerme. Todos los derechos reservados. Amaya Puente de Muñozguren.

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 15- Dormir en un sofá cama

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
15 –Dormir en un sofá cama
Por fin está la casa en calma, la perrita y la gata han optado por irse a dormir a la habitación con mi madre y abuela ya que nosotros, en el sofá cama, no las dejamos en paz con tantas vueltas, abrazos y susurros. Cuando terminamos con nuestra fiesta particular, Santi se levanta, se ducha y me da dos besos antes de irse hacia el coche. Le veo marcharse con el sabor de su cuerpo aún en mi boca. No tengo sueño, leo las instrucciones para poner en carga la silla eléctrica de Marutxi y la enchufo a la corriente tal y como dice el folleto, me hago una infusión y envuelta en una manta salgo a la terraza para tomarla y disfrutar del mar alborotado y de la luna llena dibujando caminos sobre las olas encrespadas. Todo el barrio está a oscuras y de algunas chimeneas sale humo. El frío ha llegado de golpe. Desde el sofá cama veo las brasas que reducen el último tronco que hay en la chimenea, partido por una boca roja que crepita y estalla en pequeñas chispas de luz.
No hay forma de dormir en este colchón tan fino, noto todos los muelles tatuados en la piel, menos mal que no he hecho dormir aquí a Marutxi porque la tendría que haber levantado con una grúa. Recuerdo que me vendieron el sofá cama como si fuera muy bueno, que vergüenza, ahora entiendo por qué mis amigos solo se quedaron en casa dos días cuando vinieron hace dos veranos a verme. Es imposible dormir aquí, me recuesto en la butaca, enciendo el portátil y navego por las páginas que ofrecen empleo, está a punto de terminarse mi paro y necesito encontrar un trabajo que pague la hipoteca y mis gastos, por lo menos, aunque no sé qué vamos a hacer con Marutxi. No se puede quedar sola y yo no puedo estar mucho tiempo más sin trabajar, como mucho puedo esperar hasta enero. He de hablar con mi madre para ver cómo lo arreglamos. Suena mi móvil, ha entrado un mensaje, Santi ya ha llegado a su casa. Me recuerda que si viviéramos juntos no tendría que hacer tantos kilómetros y dormiríamos más calentitos y mejor. Sí, es una solución pero no me quiero comprometer; no he tenido suerte en mis relaciones y cada vez me fío menos de la gente. Me dice que estoy para que me vea un psiquiatra y yo le mando a dormir, por no mandarle a tomar por saco. Alguien ha apagado la radio en la habitación y se oyen ronquidos acompasados. El viento golpea los cristales y se oyen las olas chocando contra las rocas y el muro del gran hotel. Suenan sirenas y poco a poco voy cayendo en un profundo sueño en el que rememoro las conversaciones de la cena y las risas de Marutxi haciendo carreras con su nueva silla de motor por la calle. Tengo que mirar si se le puede limitar la velocidad porque, siendo como es, un día cogerá carrerilla y no la voy a poder alcanzar. La lavadora ha sonado advirtiéndome de que ya ha terminado el ciclo, salgo a tender la ropa de Marutxi y casi me quedo helada. Este frío, tan de repente, no es normal, como tampoco lo era el excesivo calor que ha hecho durante las últimas semanas.
Me lanzo a sofá cama en busca del calor que dejé allí y me cuesta encontrarlo, la perrita y la gata han venido a mi lado, la chimenea come los últimos trozos de leño y a mí me vence el sueño cuando oigo pasar por la carretera que da a la playa, el primer autobús de la mañana. Deben ser las seis.



P.D. Dedicado a todos los que han pasado una mala noche en una cama incómoda. Muchas gracias por leerme. Todos los derechos reservados. Amaya Puente de Muñozguren

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 14-Cenando con Vicente

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
14 -Cenando con Vicente
La perrita corre alrededor de la silla de ruedas eléctrica de Marutxi, salta y ladra mientras la gata nos mira subida en la tapia del chalet del vecino, junto a una luz que hace que sus ojos brillen fantasmagóricamente. Santi baja del coche, me abraza y besa con tal pasión –en medio de la calle- que hace que los tres que admiran la silla de Marutxi dejen de hacerlo y nos miren con curiosidad y cierta envidia. Con la cara sonrojada le ayudo a sacar dos bolsas del coche y nos vamos hacia el apartamento, seguidos de lejos por todos los demás. Mi abuela ríe, montada en su silla con motor, nos adelanta y da vueltas a nuestro alrededor como un niño en los autos de choque. No puede estar más feliz. Marutxi cambia la silla de ruedas por el andador y se mete en el lavabo seguida de su hija que ya se huele algo raro, mientras tanto Vicente y Santi charlan, fumando en la terraza y disfrutando del mar y la luna llena. El viento cada vez es más fuerte y más frio, tanto que los hombres deciden encender la chimenea, que es el único capricho que tengo en el apartamento. Me encanta verla encendida. Queda poca leña. De reojo veo como mi madre entra y sale en la habitación con ropa, creo que Marutxi se ha vuelto a olvidar de ir al baño a tiempo, las oigo discutir hasta que se hace el silencio después de una contundente frase de mi madre: “Si no me dejas ponerte el paquete no hay cena con Vicente”. Todos lo hemos oído. Las dimensiones del apartamento no dan para intimidades a voces pero hacemos como si no nos hubiésemos enterado de nada cuando ambas salen del baño, limpias, peinadas y perfumadas. Nieves –mi madre- deja la ropa sucia en el lavadero que hay junto a la terraza, dentro de la lavadora, y vuelve a la cocina para lavarse las manos y comentarme lo difícil que es su madre a veces. ¿A veces?
La cena se ha convertido en un picoteo variopinto de delicadezas para el paladar aunque todos se empeñan en alabar mi humilde tortilla, quedamos en hacer un día un concurso de tortillas ya que cada una tiene un punto y un sabor distinto; tanto mi madre como mi abuela presumen de hacer las mejores tortillas de patata de la familia a lo que Santi y Vicente se apuntan para elegir a la mejor cocinera en otra ocasión. El vino nos alegra dando color a nuestras caras; Vicente habla de sus clientes y casos más extraños y nos cuenta historias que nos dejan con la boca abierta, luego pasa a hablar de su velero y de los viajes que ha hecho con él por media Europa mientras Santi y yo nos escondemos en la cocina para comernos a besos y dejamos que a Vicente se lo coman con los ojos Marutxi y Nieves.
Al cabo de un rato, que a nosotros nos parece corto, oímos que preguntan si ya está el café –descafeinado y con sacarina- y mentimos diciendo que casi está mientras nos recolocamos la ropa y el pelo y ponemos a toda prisa la cafetera.
-Creo que he bebido demasiado, me parece que no voy a llegar en condiciones a la parada del autobús –dice Nieves.
-No te preocupes que yo te acompaño cuando llegue  el taxi –dice Vicente.
-De eso nada, hace mucho que no veo a mi querida hija y quiero hablar con ella toda la noche, es mejor que se quede a dormir conmigo –dice Marutxi- La cama es grande y está limpia.
Santi y yo nos miramos y reímos a escondidas, mientras oímos como Vicente llama a la compañía de taxis pidiendo uno. No tarda en llegar, casi ni le da tiempo de repartir besos y abrazos a todas las mujeres de la casa. Cuando se va, le decimos adiós desde la puerta. Santi recoge la mesa, yo pongo la lavadora y mi madre y abuela discuten en el baño. Ambas salen en pijama al salón para darnos las buenas noches. Al minuto se oye roncar a Marutxi y a los pocos segundos se pone en marcha, bajita, la radio que tengo en la mesilla de mi habitación en la que mi madre supongo que intenta dormir.

P.D. Dedicado a todos los que han tenido una cena sorpresa que no ha terminado como ellos deseaban. Muchas gracias por leerme. Todos los derechos reservados. Amaya Puente de Muñozguren.  


sábado, 6 de diciembre de 2014

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 13 -Una silla de ruedas con motor

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
 13- Una silla de ruedas con motor
Me siento engañada. No hay duda de que Marutxi estaba al corriente de la cita, pensándolo bien no es tan difícil de imaginar cómo se sucedieron los hechos: no le llevo a comer fuera, se enfada, no come lo que le preparo en casa, voy al supermercado, se despierta, se encuentra sola y con teléfono y se dedica a llamar a todo el mundo; todo el mundo es todo el mundo, hasta al desconocido que le dio una tarjeta en el avión y un beso en la mano en mitad de la autopista, delante de la catedral, mientras esperábamos a que el semáforo cambiara de color. No entiendo como el taxista que le llevaba le permitió hacer una cosa así. La cosa es que le ha llamado, le ha invitado a cenar y a mí no me ha dicho nada.
Ahí están los dos, en la terraza, disfrutando de las buenas vistas a pesar del viento que se ha levantado. Parecen dos adolescentes.
Monto de nuevo la mesa pero esta vez pongo el mantel de las fiestas y las tres copas buenas que tengo, no he terminado de colocarlo cuando suena el timbre de la calle y unos toques en la puerta, únicos y familiares. ¿Mi madre? Sí. Ya estamos todos. Las dos mujeres se miran como leonas a punto de pelear por una presa mientras que Vicente sonríe de oreja a oreja, como si le acabara de tocar el premio gordo de la lotería. Le presento a mi madre y  , después de darle un beso en la mano, le mira fijamente a los ojos y le dice lo preciosa que es y lo afortunado que se siente con su compañía, mientras tanto mi abuela le tira de la chaqueta para hacerle salir a la terraza y enseñarle el crucero que está saliendo del puerto, iluminado como una ciudad flotante.
En un momento pongo a mi madre al corriente de todo lo que ha hecho la suya en el tiempo que lleva en mi apartamento.
-Lo del pipí hay que controlarlo, aparte de por la guarrería que supone, también hay que evitar que se enfríe y que se irrite. Son cosas que suelen pasar a las personas mayores, y no tan mayores. Hay paquetes y compresas absorbentes que van muy bien pero tenemos que convencerla de que se las ponga y eso no será fácil.
-Con la abuela nada es fácil –digo en el momento en que entran, muertos de frío y de risa.
-Vicente, por favor, ¿me podría ayudar a traer la silla de ruedas para mi madre? Está en el coche.
-Nada me hace más feliz que ayudar a una bella dama.
Se van hacia el  coche, seguidos por Marutxi y su andador. Ellos no se han dado cuenta, y yo tampoco, ya que estoy preparando platos con el embutido y los patés que ha traído mi madre. Ya no tengo más copas, tendré que beber en un vaso. Salgo a la terraza y corto unas flores rojas de geranio y unas ramas de flores de santa teresa, que se acaban de abrir esta semana; las pongo  en el centro de la mesa, en un florero de cristal que tiene en el fondo media docena de canicas del hijo del vecino. La mesa está preciosa, hago una foto con el móvil  y veo un mensaje –que no he oído entrar- de Santi. Viene a cenar dentro de diez minutos y trae “caprichitos” para comer. Vuelvo a rectificar la mesa y pelo a la carrera unas patatas para hacer otra tortilla, mientras se fríen las patatas añado más ensalada a la ensaladera.
En la calle se oyen risas y voces, me acerco a la puerta y veo como los tres están probando la silla de ruedas con motor de Marutxi, ríen  cuando descubren para que sirve un botón nuevo. En un momento Marutxi ha dado velocidad al vehículo y sale disparada calle abajo mientras Vicente corre a su lado y mi madre grita que pare. No hace caso a nadie y se aleja riendo a carcajadas, cuando ve que Vicente no corre a su lado reduce la velocidad y da la vuelta hasta llegar a la altura de su amigo que está intentando recuperar la respiración. Nuestra calle es solo de una dirección y ellos vienen en contra en el momento en el que un coche se acerca. Es Santi. Ya estamos todos.




 P.D. Dedicado a todos los que han sido sorprendidos. Un saludo y gracias por leerme. Todos los derechos reservados. Amaya Puente de Muñozguren.

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 12-Sorpresa tras sorpresa

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
12 – Sorpresa tras sorpresa
Anochece muy pronto, mi apartamento es una locura de ruidos, ladridos y palabras a todo volumen. Marutxi –que ha subido el volumen de la tele- habla por teléfono con una de sus hijas, le dice que yo duermo tranquilamente y que ella ha estado sola en casa toda la mañana, que no ha comido casi nada ni ha tomado las medicinas desde que estuvo en el hospital.
Saco a la perrita de paseo y aprovecho para llamar a mi madre.
-Hola nena, ¿cómo estáis?
-Mal. La abuela me va a volver loca, es egoísta y caprichosa y le está diciendo a tu hermana pequeña un montón de mentiras, tantas, que he tenido que salir de casa para no llamarle la atención y decirle dos cosas bien dichas.
-Ten un poco de paciencia, hija, mi madre es muy mayor y ha pasado una operación muy delicada. Solo quiere que le hagan caso y la mimen.
Le cuento, paso por paso todo lo que ha ido haciendo en las horas que lleva conmigo en casa –poco más de dos días- y no le queda más remedio que echarse a reír.
-Mientras hemos estado en el hospital no se ha comportado así. No sé qué le pasa pero parece que todo lo que hace es para enfadarme.
-Ten paciencia, hija. Yo miraré si encuentro una silla de ruedas con motor para que no os tengáis que dar la paliza cada vez que salís de casa a pasear. Ya queda poco para el viernes, vas a descansar todo el fin de semana, que bien ganado lo tienes, si no fuera por ti no sé qué habría sido de nosotras, todas trabajando, con deudas y sin más días libres para pedir…
-No lo pienses, madre. Todo tiene que mejorar, en cuanto empiece la rehabilitación y pueda caminar con el bastón estará de mejor humor. Mira, en vez de comprar la silla, a ver si hay la opción de alquilarla por semanas porque en cuanto no la necesite va a ser un trasto más en casa.
-Tienes razón, otra cosa, ¿desde qué teléfono estaba hablando mi madre con mi hermana?  
-Desde el fijo.
-¿De un fijo a un móvil?, te van a costar un dineral esas llamadas, ya le puedes decir que no lo haga así, que para algo le hemos regalado un móvil que pagamos entre todas las hijas.
Me despido de mi madre con la sensación de que Marutxi va a seguir haciendo lo que le dé la gana. Llamo a Santi y comunica, la perrita ya ha hecho sus necesidades y el viento empieza a soplar frío y fuerte, parece que está a punto de cambiar el tiempo.
Cuando vuelvo a casa la perrita corre hacia mi abuela que la acaricia la cabeza con una mano mientras con la otra sigue sujetando el teléfono fijo. ¡Lleva más de una hora hablando!, no quiero ni pensar en la factura de este mes, sin pensarlo voy hacia ella, le quito el teléfono y lo cuelgo.
-Abuela, no puedes usar tanto tiempo el teléfono fijo para llamar a móviles, no puedo pagarlo.
-Solo he estado un momentito, el momento que tú has salido a pasear a esta preciosidad que es la única que me quiere y me mima en esta casa.
Le oigo hablar con la perrita y quejarse mientras estoy en la cocina preparando una tortilla de patatas para cenar, no voy a entrar en su juego porque podríamos terminar enfadándonos, mientras se hacen las patatas pongo un poco de agua caliente en el fondo de la bañera para duchar a Marutxi y que no se le enfríen los pies, saco su pijama de debajo de la almohada y noto que huele a pipí, lo cambio por uno limpio y reviso la cama. También está mojada, la seco con una toalla y limpio con una esponja empapada en agua y jabón. Vuelvo a secar la cama y busco una funda para el colchón porque si estos escapes se repiten voy a tener que tirarlo en dos semanas.
-Marutxi, ¿se te ha escapado esta noche el pipí?
-¡No, hija, qué cosas dices!, ha debido ser la perrita o la gata.
-Si has sido tú, dímelo y te pondré un paquete para dormir.
-Eso solo lo hacen los viejos. Ya te avisaré cuando lo sea.
-Anda, vamos a la ducha, que te voy a poner guapa, pero antes tengo que apagar el fuego.
Me encanta su piel, es suave y blanca y siempre huele a colonia de bebé y polvos de talco. Hoy no protesta mientras le lavo, es más diría que lo está deseando. Su ropa también huele a pis, se lo digo y me contesta que se habrá sentado en algún sitio sucio. Quiere vestirse para cenar, no quiere estar en pijama en casa, por no discutir saco una falda tableada marrón, una camisa de color crudo y una chaqueta de lana con dibujos que me hace sacar del armario. Está muy contenta y quiere que le peine bien y que le pinte una raya en los ojos y le dé color suave en los labios. No me cuesta nada hacerlo. Mientras termino de hacer la tortilla ella se sienta a ver las noticias con el volumen un poco más bajo de lo habitual. Menos mal, parece que la convivencia puede mejorar.
Estoy poniendo la mesa cuando suena el timbre de la puerta, ¿quién será a estas horas? Quizás mi madre que viene a llamarle la atención a la suya.
Abro la puerta y cual no es mi sorpresa cuando veo, llenando toda la entrada, el cuerpo robusto de Vicente, acompañado por dos ramos de flores y una bolsa que contiene vino y dulces. Me quedo con ello en la mano sin saber qué decir mientras una vocecita melosa, desde el salón, nos dice que entremos, que hace frío. 



P.D. Dedicado a todos los que se han quedado alguna vez sin saber cómo reaccionar ante una situación inesperada. Muchas gracias por leerme. Todos los derechos reservados. Un saludo literario. Amaya Puente de Muñozguren.

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 11-Una tarde en casa

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
11 -Una tarde en casa
Estamos sentadas en el banco del mirador de la playa, Marutxi, ha querido bajar y subir varias veces, en el ascensor de cristal, hasta que ha decidido que tenemos que sentarnos un rato para ver el mar, no hay otro lugar más que las escaleras, porque el bar de Lisa está cerrado aunque las sillas y mesas aún están encadenadas a la barandilla de la escalera que baja desde el paseo, No está cómoda, tiene los pies llenos de arena y le molesta la postura, después de cinco minutos decidimos volver a subir y sentarnos, aquí, en el banco de madera del mirador. El mar está en calma, transparente y dos personas nadan alejadas de la orilla en la que culebrean peces de varios colores; las gaviotas pasean por la arena dejando en ella la marca de sus patas en dibujos que alternan con las marcas que dejan los gorriones y las huellas de un perro que hizo agujeros y carreras por media playa en algún momento de la mañana. Hace calor. Marutxi pone la cara al sol y cierra los ojos mientras canturrea una de sus canciones favoritas de la infancia, poco más tarde la oigo respirar profundamente. Se ha dormido.
El acantilado se esconde entre la bruma y me trae recuerdos de los días negros que pasamos en verano, esperando que encontraran al cocinero desaparecido. Por fin la historia terminó bien después de varias semanas en el hospital y ahora puedo decir que toda la familia, María del Fin –su mujer- y las gemelas –Dulcinéa y Lisa- son mis amigos y casi parte de la familia desde que me hicieron madrina de una de las pequeñas. Tengo ganas de verlas. Pasan los minutos y Marutxi sigue durmiendo al sol, ahora tiene la boca abierta y murmura entre sueños palabras que no entiendo. Parece que habla en otro idioma. Necesito hacer la compra pero antes debo convencer a Marutxi para que me espere en casa o, en el peor de los casos, dentro del coche.
-       Hija, ya estoy harta de estar aquí viendo el mar. Vamos a comer.
-       Sí, Marutxi, vamos a casa. Te voy a hacer pasta, ya verás que buena.
-       ¿Pasta?, ¿no hay por aquí un restaurante?
-       Si hay, abuela, pero no podemos ir.
-       Yo sí puedo, mira que bien camino.
-       No, abuela. No tengo dinero para eso.
Vamos subiendo la cuesta poco a poco, creo que Marutxi va más lenta de lo que puede ir y lo hace, seguro, a propósito. Para cabrearme. ¡Qué más quisiera yo que poderla invitar a comer fuera!
Cuando llegamos a casa no me quiere hacer caso y se empeña en no quitarse los zapatos con lo que me deja el suelo del apartamento lleno de arena. Temo que pueda patinar. Mientras se calienta el agua para cocer la pasta, barro todo el apartamento seguida por Marutxi, su andador, la perra y la gata. Abro una botella de vino y le pongo una copa en la terraza para que me deje tranquila mientras termino. Vamos a comer en la terraza ya que la temperatura es muy agradable, el mar está en calma y no hay nubes ni viento.
-Yo no tengo hambre hija, come tú.
-Tienes que comer, abuela, tienes que tomar las pastillas y no puedes hacerlo con el estómago vacío.
-El vermut y el queso que hemos tomado me ha quitado el apetito.
-Abuela, me voy a hacer la compra, a estas horas hay poca gente en el supermercado.
Pongo las  noticias en la televisión, ayudo a mi abuela a sentarse en el sofá, le doy las medicinas con un vaso de agua, cojo el dinero que me ha dado mi madre, el bolso y salgo de casa intentando no dar un portazo mientras le pido a, Marutxi, que no se mueva y que no haga nada que le pueda hacer daño.
Salgo de casa jurando en arameo. La lista de la compra no es muy amplia, en menos de una hora puedo estar de vuelta. Hablo  con Santi desde el coche y cuando más se ríe él, más me enfado yo, hasta que me da un ataque de risa y, por fin, me relajo y acepto que vivir con una persona mayor no tiene por qué ser fácil. Santi me anima con sus historias, quedamos para vernos el fin de semana, si es que mi madre no tiene alguna de esas guardias locas que le tocan de vez en cuando y se puede hacer cargo por unas horas de su madre. Ya empiezo a necesitarlo.
Llego a casa acarreando las cuatro bolsas de la compra que me cortan la circulación de los dedos, cuando abro la puerta vienen a recibirme mis dos mascotas y veo que Marutxi duerme en el sofá con la tele a todo volumen y la botella de vino, casi vacía, sobre la mesa del salón junto a un vaso que ya no tiene nada. Bajo el volumen, la tapo con una manta y recojo, de la mesa de la terraza, el plato de pasta que ni ha probado. No sé cuánto tiempo voy a ser capaz de aguantar esto.
Me escondo en mi habitación y empiezo a mirar por internet todos los modelos de sillas de ruedas con motor que hay en el mercado y el precio que tienen de segunda mano. Llamo a mi madre y le pongo al corriente de todo lo que hemos hecho en estos días que ya me parecen semanas. Ella se muere de risa, yo no.


P.D. Dedicado a todos los que han sentido desfallecer y las horas se le han hecho eternas ante un problema que no parecía serlo tanto. Muchas gracias por leerme. Todos los derechos reservados, si os gusta, compartirlo con la familia y amigos. Un saludo literario. Amaya Puente de Muñozguren. 

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 10-El primer paseo

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
10- El primer paseo
Desayunamos en silencio, en la terraza mirando al mar, sólo nos hemos dado los buenos días y un beso. La noche ha sido un espanto de vueltas y golpes, mi abuela me ha pegado una paliza de tal magnitud que me duelen todos los huesos del cuerpo, no sé cómo voy a tener que decirle que prefiero dormir en el sofá. Marutxi está como una rosa, si no fuera porque tiene que ir de un lado a otro con el andador se diría que está en mejores condiciones que yo. Me mira y calla, mira el mar y calla, ve salir los barcos de la bocana del puerto de la ciudad y sonríe como si recordara algún viaje de otros tiempos y otros lugares.
Hoy tenemos que ir al médico para que le haga las recetas y sepa todo su historial –que llevo en una carpeta muy bien cuidado-. Tengo la genial idea de preguntarle que cómo quiere ir a la consulta –después de explicarle que está a diez minutos andando, en sus condiciones a veinte- y me contesta que con el buen tiempo que hace y lo temprano que es prefiere ir andando en vez de en coche. No sé si es buena idea.
Salimos de casa con poco más que una camisa y la chaqueta metida en el bolso, Marutxi lleva el suyo colgado del andador, hoy ha cambiado su falda de tablas negra por una gris del mismo estilo, la negra la ha lavado en el lavabo y luego la ha tendido en la terraza, casi está seca al salir de casa. Este tiempo tan caluroso a finales de noviembre no es normal.
La calle está desierta, solo hay tres coches aparcados en ella, el jardinero recoge las hojas secas que hay junto a la piscina y un par de gatos de los vecinos toman el sol en el césped, a los pocos minutos estamos empezando a sudar, menos mal que, de momento es cuesta abajo. Llegamos al mirador de la playa y paramos en el banco que hay cerca del ascensor, mirando al mar; le explico a Marutxi lo que pasó este verano en los acantilados que se ven a lo lejos, frente a nosotras; le hablo de la cueva y del bar de Lisa, que vemos ahí abajo, y que permanece cerrado. La playa sigue pareciendo mordiscos en la costa y los alrededores hacen que parezca un lago de grandes dimensiones pero lo que más le llama la atención es el ascensor que lleva hasta la playa, quiere bajar y probarlo pero el tiempo no nos sobra y quedamos en que lo haremos cuando volvamos de la consulta del médico.
Cuando nos vamos me parece ver a Nora, la escritora, sentada en unas rocas, leyendo al sol al final de la playa, muy cerca del gran hotel que permanece casi vacío, solo unas cuantas personas desayunan en tres mesas al sol rodeadas de camareros con trajes negros y largos delantales blancos.
Empezamos a subir la cuesta, a poco más de cien metros está el centro de salud pero a este paso no vamos a llegar ni en primavera, tengo que hacer esfuerzos por entender que mi abuela es una persona mayor, recién operada de una cadera y bastante limitada en sus movimientos, eso sí, cabezota como una mula vieja. Le digo que podemos parar y descansar cuando ella quiera y se empeña en decir que está bien y que ella puede con eso y con más, a pesar de llevar el pelo pegado a la cara de tanto sudar, el color subido en las mejillas y la respiración entrecortada. Cada paso es como una ascensión a uno de los picos más altos del mundo. Tengo ganas de arrastrarla, el tiempo se nos está echando encima y casi no hemos subido ni la mitad de la cuesta. No me quiero poner nerviosa, ya llegaremos. La hora de nuestra consulta ha llegado y aún nos quedan unos cuantos metros para llegar, mi abuela descansa sentada en la silla del andador cuando veo bajar en su coche a don Guillermo, nuestro médico, le hago señas y para a nuestro lado, nos saludamos como los viejos conocidos que somos y le presento a Marutxi, le toma el pulso, la temperatura y la introduce en su coche para subirla los escasos metros que nos quedan para llegar a la puerta del consultorio, una vez dentro llama a la enfermera y le hacen un chequeo completo mientras el médico lee el informe que le he llevado, lo fotocopia y llama para pedir hora para rehabilitación. La semana que viene tenemos que empezar a llevarla a rehabilitación en el hospital universitario ya que no hay sitio libre en el centro que nos corresponde y no conviene dejarla sin trabajar la pierna y el hombro, que también se lo ha visto mal rehabilitado después de la última operación.
Don Guillermo la trata con mucho mimo y Marutxi despliega todas sus armas de seducción y alguna chinita dedicada a “la despistada de su nieta que la hace caminar por cuestas imposibles estando ella tan impedida y malita”. El medico la mira, me mira y sonríe haciéndome un gesto que podría querer decir “buena te ha tocado”. Somos sus últimas pacientes y nos invita a acercarnos a mi apartamento para que Marutxi no se tenga que fatigar tanto, ella lo acepta encantada, hasta que al llegar junto al semáforo del paseo ve el bar de “Las Guindas” y se le antoja un aperitivo antes de comer, mirando al mar.
Bajamos del coche y, después de un rato de mirar una y otra mesa, Marutxi se sienta en la que ve mejor el mar, pide un Martini con aceitunas y unos taquitos de queso y cierra los ojos al sol, yo pido un vaso de agua mientras rezo para mis adentros para que me llegue para pagar con los diez euros que llevo en el bolsillo.
-Hija, la verdad es que hubiésemos estado mejor tomándonos esto en la terraza de tu piso; la vista es más bonita que desde aquí.


P.D. Dedicado a todos los que han tenido momentos de rabia contenida y han tenido que contenerse más para no montar un número en plena calle. Gracias por leerme. Todos los derechos reservados, si os ha gustado compartirlo con la familia y amigos. Un saludo literario. Amaya Puente de Muñozguren.

Medio otoño y un invierno con Dulcinea -9 Una noche movida.

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
9- Una noche movida
Ducho a Marutxi, apretando los dientes para no decirle alguna barbaridad. Ella nota mi enfado y hace gestos con la boca, como si quisiera llorar. No me va a ablandar con sus tretas de niña mal criada. Tiene el cuerpo prieto y la piel blanca y sin manchas, menos los brazos y la cara, en los que hay varias. Vestida parece más gruesa, su pecho no tiene peso suficiente para caerse del todo. Desnuda y con el pelo mojado parece indefensa, poco a poco me vuelve la ternura hacia ella. La perrita nos mira desde la puerta mientras la gatita lo hace sentada en la tapa del inodoro. Estamos como para que nos hagan una foto. Cuando le seco el cuerpo y le pongo el pijama, ya casi no me acuerdo de que estaba enfadada con ella; le seco el pelo, se lo peino y solo tengo ganas de darle un abrazo y un beso bien fuerte. Al hacerlo se le escapan las lágrimas y me pide perdón porque: “He sido una vieja un poco mala”.-dice, haciéndome reír.
-No te preocupes, abuela, sé que estás cansada, dolorida y asustada y no conoces la casa. Mañana pasaremos un día mejor, pero ahora voy a llamar a Santi para que me haga compañía un rato, luego iré a dormir contigo.
- Vale, pero no cierres la puerta y no tardes.
-Sí. Voy a cerrar la puerta para que no te despertemos con nuestra charla.
-Bueno, pero no me vuelvas a llamar abuela. Tengo edad para ser tu madre.
-Lo siento, Marutxi querida, yo también estoy cansada.
-¿Pueden dormir conmigo las niñas?
-Sí, tienen sus cestas junto a la cama. Te dejo la luz del pasillo encendida. Buenas noches, Marutxi. Te quiero.
-Yo también te quiero, eres mi nieta preferida.
Parece que, por fin, hay un poco de calma en casa.
Santi y yo cenamos un bocadillo y charlamos durante horas sin que, Marutxi, nos interrumpa. Se ríe cuando le cuento lo que ha hecho para que él no viniera a casa y no puede contener las carcajadas. Se le saltan las lágrimas de tanto reír mientras le hago señales para que baje la voz, mientras le señalo la puerta de mi dormitorio.
-Si vas a ser como tu abuela ya me puedo ir preparando. Menudo carácter tiene, la buena señora.
- Cuando la conozcas verás que es adorable pero a veces saca un ramalazo de niña malcriada que la vuelve odiosa, por suerte, lo hace pocas veces.
Santi me besa una y otra vez, apasionado, tierno y dulce, como siempre. Empezamos con un beso y terminamos desnudos en el sofá, dando rienda suelta al deseo de tantos meses sin sexo. Solo está encendida la luz del pasillo y dos velas sobre la mesa del salón. La casa está en calma. Un par de horas más tarde acompaño a mi amigovio hasta su coche, vuelvo, recojo los platos, coloco los cojines y disfruto de una buena ducha mientras espero que llegue el mensaje diciendo que Santi ha llegado bien a su casa, envuelta en dos toallas miro el mar entre los pinos y el dibujo de luz que hace el faro del puerto sobre el agua a intervalos que me parecen casi iguales. En los edificios de los alrededores se ven muy pocas luces encendidas. Me meto sigilosamente en mi cama de matrimonio en la que duerme mi abuela, la oigo respirar suavemente.
Las sábanas están tibias y huelen a jabón, creo que mi madre ha estado aquí aseando y haciendo mucho más agradable mi vuelta a casa. Yo no la dejé tan limpia. Estoy cansada y feliz, cierro los ojos y rememoro los momentos vividos hace un rato con Santi mientras voy cayendo en un sueño dulce y profundo del que me saca la voz de mi abuela, que me sobresalta y ruboriza hasta las orejas.
-Me alegro de que os lo hayáis pasado tan bien, ha sido mejor que las pelis de la tele. Para mí sigues siendo una niña pequeña, pero acabo de ver que no. Te pido disculpas.
No tengo palabras para contestarle y opto por hacerme la dormida hasta que realmente me duermo.


P.D. Dedicado a todos los que se han puesto colorados en alguna ocasión. Muchas gracias por leerme. Todos los derechos reservados, si os ha gustado, compartirlo con familia y amigos. Un saludo literario. Amaya Puente de Muñozguren