Medio otoño y un
invierno con Dulcinea
13- Una silla de ruedas con motor
Me siento engañada. No hay duda de que Marutxi
estaba al corriente de la cita, pensándolo bien no es tan difícil de imaginar
cómo se sucedieron los hechos: no le llevo a comer fuera, se enfada, no come lo
que le preparo en casa, voy al supermercado, se despierta, se encuentra sola y
con teléfono y se dedica a llamar a todo el mundo; todo el mundo es todo el
mundo, hasta al desconocido que le dio una tarjeta en el avión y un beso en la
mano en mitad de la autopista, delante de la catedral, mientras esperábamos a
que el semáforo cambiara de color. No entiendo como el taxista que le llevaba
le permitió hacer una cosa así. La cosa es que le ha llamado, le ha invitado a
cenar y a mí no me ha dicho nada.
Ahí están los dos,
en la terraza, disfrutando de las buenas vistas a pesar del viento que se ha
levantado. Parecen dos adolescentes.
Monto de nuevo la
mesa pero esta vez pongo el mantel de las fiestas y las tres copas buenas que
tengo, no he terminado de colocarlo cuando suena el timbre de la calle y unos
toques en la puerta, únicos y familiares. ¿Mi madre? Sí. Ya estamos todos. Las
dos mujeres se miran como leonas a punto de pelear por una presa mientras que
Vicente sonríe de oreja a oreja, como si le acabara de tocar el premio gordo de
la lotería. Le presento a mi madre y ,
después de darle un beso en la mano, le mira fijamente a los ojos y le dice lo
preciosa que es y lo afortunado que se siente con su compañía, mientras tanto
mi abuela le tira de la chaqueta para hacerle salir a la terraza y enseñarle el
crucero que está saliendo del puerto, iluminado como una ciudad flotante.
En un momento pongo
a mi madre al corriente de todo lo que ha hecho la suya en el tiempo que lleva
en mi apartamento.
-Lo del pipí hay
que controlarlo, aparte de por la guarrería que supone, también hay que evitar
que se enfríe y que se irrite. Son cosas que suelen pasar a las personas
mayores, y no tan mayores. Hay paquetes y compresas absorbentes que van muy
bien pero tenemos que convencerla de que se las ponga y eso no será fácil.
-Con la abuela nada
es fácil –digo en el momento en que entran, muertos de frío y de risa.
-Vicente, por
favor, ¿me podría ayudar a traer la silla de ruedas para mi madre? Está en el
coche.
-Nada me hace más
feliz que ayudar a una bella dama.
Se van hacia
el coche, seguidos por Marutxi y su
andador. Ellos no se han dado cuenta, y yo tampoco, ya que estoy preparando
platos con el embutido y los patés que ha traído mi madre. Ya no tengo más
copas, tendré que beber en un vaso. Salgo a la terraza y corto unas flores
rojas de geranio y unas ramas de flores de santa teresa, que se acaban de abrir
esta semana; las pongo en el centro de
la mesa, en un florero de cristal que tiene en el fondo media docena de canicas
del hijo del vecino. La mesa está preciosa, hago una foto con el móvil y veo un mensaje –que no he oído entrar- de
Santi. Viene a cenar dentro de diez minutos y trae “caprichitos” para comer. Vuelvo
a rectificar la mesa y pelo a la carrera unas patatas para hacer otra tortilla,
mientras se fríen las patatas añado más ensalada a la ensaladera.
En la calle se oyen
risas y voces, me acerco a la puerta y veo como los tres están probando la
silla de ruedas con motor de Marutxi, ríen
cuando descubren para que sirve un botón nuevo. En un momento Marutxi ha
dado velocidad al vehículo y sale disparada calle abajo mientras Vicente corre
a su lado y mi madre grita que pare. No hace caso a nadie y se aleja riendo a
carcajadas, cuando ve que Vicente no corre a su lado reduce la velocidad y da
la vuelta hasta llegar a la altura de su amigo que está intentando recuperar la
respiración. Nuestra calle es solo de una dirección y ellos vienen en contra en
el momento en el que un coche se acerca. Es Santi. Ya estamos todos.
P.D. Dedicado a todos los que han sido sorprendidos. Un saludo y gracias por leerme. Todos los derechos reservados. Amaya Puente de Muñozguren.
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