sábado, 6 de diciembre de 2014

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 10-El primer paseo

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
10- El primer paseo
Desayunamos en silencio, en la terraza mirando al mar, sólo nos hemos dado los buenos días y un beso. La noche ha sido un espanto de vueltas y golpes, mi abuela me ha pegado una paliza de tal magnitud que me duelen todos los huesos del cuerpo, no sé cómo voy a tener que decirle que prefiero dormir en el sofá. Marutxi está como una rosa, si no fuera porque tiene que ir de un lado a otro con el andador se diría que está en mejores condiciones que yo. Me mira y calla, mira el mar y calla, ve salir los barcos de la bocana del puerto de la ciudad y sonríe como si recordara algún viaje de otros tiempos y otros lugares.
Hoy tenemos que ir al médico para que le haga las recetas y sepa todo su historial –que llevo en una carpeta muy bien cuidado-. Tengo la genial idea de preguntarle que cómo quiere ir a la consulta –después de explicarle que está a diez minutos andando, en sus condiciones a veinte- y me contesta que con el buen tiempo que hace y lo temprano que es prefiere ir andando en vez de en coche. No sé si es buena idea.
Salimos de casa con poco más que una camisa y la chaqueta metida en el bolso, Marutxi lleva el suyo colgado del andador, hoy ha cambiado su falda de tablas negra por una gris del mismo estilo, la negra la ha lavado en el lavabo y luego la ha tendido en la terraza, casi está seca al salir de casa. Este tiempo tan caluroso a finales de noviembre no es normal.
La calle está desierta, solo hay tres coches aparcados en ella, el jardinero recoge las hojas secas que hay junto a la piscina y un par de gatos de los vecinos toman el sol en el césped, a los pocos minutos estamos empezando a sudar, menos mal que, de momento es cuesta abajo. Llegamos al mirador de la playa y paramos en el banco que hay cerca del ascensor, mirando al mar; le explico a Marutxi lo que pasó este verano en los acantilados que se ven a lo lejos, frente a nosotras; le hablo de la cueva y del bar de Lisa, que vemos ahí abajo, y que permanece cerrado. La playa sigue pareciendo mordiscos en la costa y los alrededores hacen que parezca un lago de grandes dimensiones pero lo que más le llama la atención es el ascensor que lleva hasta la playa, quiere bajar y probarlo pero el tiempo no nos sobra y quedamos en que lo haremos cuando volvamos de la consulta del médico.
Cuando nos vamos me parece ver a Nora, la escritora, sentada en unas rocas, leyendo al sol al final de la playa, muy cerca del gran hotel que permanece casi vacío, solo unas cuantas personas desayunan en tres mesas al sol rodeadas de camareros con trajes negros y largos delantales blancos.
Empezamos a subir la cuesta, a poco más de cien metros está el centro de salud pero a este paso no vamos a llegar ni en primavera, tengo que hacer esfuerzos por entender que mi abuela es una persona mayor, recién operada de una cadera y bastante limitada en sus movimientos, eso sí, cabezota como una mula vieja. Le digo que podemos parar y descansar cuando ella quiera y se empeña en decir que está bien y que ella puede con eso y con más, a pesar de llevar el pelo pegado a la cara de tanto sudar, el color subido en las mejillas y la respiración entrecortada. Cada paso es como una ascensión a uno de los picos más altos del mundo. Tengo ganas de arrastrarla, el tiempo se nos está echando encima y casi no hemos subido ni la mitad de la cuesta. No me quiero poner nerviosa, ya llegaremos. La hora de nuestra consulta ha llegado y aún nos quedan unos cuantos metros para llegar, mi abuela descansa sentada en la silla del andador cuando veo bajar en su coche a don Guillermo, nuestro médico, le hago señas y para a nuestro lado, nos saludamos como los viejos conocidos que somos y le presento a Marutxi, le toma el pulso, la temperatura y la introduce en su coche para subirla los escasos metros que nos quedan para llegar a la puerta del consultorio, una vez dentro llama a la enfermera y le hacen un chequeo completo mientras el médico lee el informe que le he llevado, lo fotocopia y llama para pedir hora para rehabilitación. La semana que viene tenemos que empezar a llevarla a rehabilitación en el hospital universitario ya que no hay sitio libre en el centro que nos corresponde y no conviene dejarla sin trabajar la pierna y el hombro, que también se lo ha visto mal rehabilitado después de la última operación.
Don Guillermo la trata con mucho mimo y Marutxi despliega todas sus armas de seducción y alguna chinita dedicada a “la despistada de su nieta que la hace caminar por cuestas imposibles estando ella tan impedida y malita”. El medico la mira, me mira y sonríe haciéndome un gesto que podría querer decir “buena te ha tocado”. Somos sus últimas pacientes y nos invita a acercarnos a mi apartamento para que Marutxi no se tenga que fatigar tanto, ella lo acepta encantada, hasta que al llegar junto al semáforo del paseo ve el bar de “Las Guindas” y se le antoja un aperitivo antes de comer, mirando al mar.
Bajamos del coche y, después de un rato de mirar una y otra mesa, Marutxi se sienta en la que ve mejor el mar, pide un Martini con aceitunas y unos taquitos de queso y cierra los ojos al sol, yo pido un vaso de agua mientras rezo para mis adentros para que me llegue para pagar con los diez euros que llevo en el bolsillo.
-Hija, la verdad es que hubiésemos estado mejor tomándonos esto en la terraza de tu piso; la vista es más bonita que desde aquí.


P.D. Dedicado a todos los que han tenido momentos de rabia contenida y han tenido que contenerse más para no montar un número en plena calle. Gracias por leerme. Todos los derechos reservados, si os ha gustado compartirlo con la familia y amigos. Un saludo literario. Amaya Puente de Muñozguren.

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