Medio otoño y un
invierno con Dulcinea
10- El primer paseo
Desayunamos en
silencio, en la terraza mirando al mar, sólo nos hemos dado los buenos días y
un beso. La noche ha sido un espanto de vueltas y golpes, mi abuela me ha
pegado una paliza de tal magnitud que me duelen todos los huesos del cuerpo, no
sé cómo voy a tener que decirle que prefiero dormir en el sofá. Marutxi está
como una rosa, si no fuera porque tiene que ir de un lado a otro con el andador
se diría que está en mejores condiciones que yo. Me mira y calla, mira el mar y
calla, ve salir los barcos de la bocana del puerto de la ciudad y sonríe como
si recordara algún viaje de otros tiempos y otros lugares.
Hoy tenemos que ir
al médico para que le haga las recetas y sepa todo su historial –que llevo en
una carpeta muy bien cuidado-. Tengo la genial idea de preguntarle que cómo
quiere ir a la consulta –después de explicarle que está a diez minutos andando,
en sus condiciones a veinte- y me contesta que con el buen tiempo que hace y lo
temprano que es prefiere ir andando en vez de en coche. No sé si es buena idea.
Salimos de casa con
poco más que una camisa y la chaqueta metida en el bolso, Marutxi lleva el suyo
colgado del andador, hoy ha cambiado su falda de tablas negra por una gris del
mismo estilo, la negra la ha lavado en el lavabo y luego la ha tendido en la
terraza, casi está seca al salir de casa. Este tiempo tan caluroso a finales de
noviembre no es normal.
La calle está
desierta, solo hay tres coches aparcados en ella, el jardinero recoge las hojas
secas que hay junto a la piscina y un par de gatos de los vecinos toman el sol
en el césped, a los pocos minutos estamos empezando a sudar, menos mal que, de
momento es cuesta abajo. Llegamos al mirador de la playa y paramos en el banco
que hay cerca del ascensor, mirando al mar; le explico a Marutxi lo que pasó
este verano en los acantilados que se ven a lo lejos, frente a nosotras; le
hablo de la cueva y del bar de Lisa, que vemos ahí abajo, y que permanece
cerrado. La playa sigue pareciendo mordiscos en la costa y los alrededores
hacen que parezca un lago de grandes dimensiones pero lo que más le llama la
atención es el ascensor que lleva hasta la playa, quiere bajar y probarlo pero
el tiempo no nos sobra y quedamos en que lo haremos cuando volvamos de la
consulta del médico.
Cuando nos vamos me
parece ver a Nora, la escritora, sentada en unas rocas, leyendo al sol al final
de la playa, muy cerca del gran hotel que permanece casi vacío, solo unas
cuantas personas desayunan en tres mesas al sol rodeadas de camareros con trajes
negros y largos delantales blancos.
Empezamos a subir
la cuesta, a poco más de cien metros está el centro de salud pero a este paso
no vamos a llegar ni en primavera, tengo que hacer esfuerzos por entender que
mi abuela es una persona mayor, recién operada de una cadera y bastante
limitada en sus movimientos, eso sí, cabezota como una mula vieja. Le digo que
podemos parar y descansar cuando ella quiera y se empeña en decir que está bien
y que ella puede con eso y con más, a pesar de llevar el pelo pegado a la cara
de tanto sudar, el color subido en las mejillas y la respiración entrecortada.
Cada paso es como una ascensión a uno de los picos más altos del mundo. Tengo
ganas de arrastrarla, el tiempo se nos está echando encima y casi no hemos
subido ni la mitad de la cuesta. No me quiero poner nerviosa, ya llegaremos. La
hora de nuestra consulta ha llegado y aún nos quedan unos cuantos metros para
llegar, mi abuela descansa sentada en la silla del andador cuando veo bajar en
su coche a don Guillermo, nuestro médico, le hago señas y para a nuestro lado,
nos saludamos como los viejos conocidos que somos y le presento a Marutxi, le
toma el pulso, la temperatura y la introduce en su coche para subirla los
escasos metros que nos quedan para llegar a la puerta del consultorio, una vez
dentro llama a la enfermera y le hacen un chequeo completo mientras el médico
lee el informe que le he llevado, lo fotocopia y llama para pedir hora para
rehabilitación. La semana que viene tenemos que empezar a llevarla a
rehabilitación en el hospital universitario ya que no hay sitio libre en el
centro que nos corresponde y no conviene dejarla sin trabajar la pierna y el
hombro, que también se lo ha visto mal rehabilitado después de la última
operación.
Don Guillermo la
trata con mucho mimo y Marutxi despliega todas sus armas de seducción y alguna
chinita dedicada a “la despistada de su nieta que la hace caminar por cuestas
imposibles estando ella tan impedida y malita”. El medico la mira, me mira y
sonríe haciéndome un gesto que podría querer decir “buena te ha tocado”. Somos
sus últimas pacientes y nos invita a acercarnos a mi apartamento para que
Marutxi no se tenga que fatigar tanto, ella lo acepta encantada, hasta que al
llegar junto al semáforo del paseo ve el bar de “Las Guindas” y se le antoja un
aperitivo antes de comer, mirando al mar.
Bajamos del coche
y, después de un rato de mirar una y otra mesa, Marutxi se sienta en la que ve
mejor el mar, pide un Martini con aceitunas y unos taquitos de queso y cierra
los ojos al sol, yo pido un vaso de agua mientras rezo para mis adentros para
que me llegue para pagar con los diez euros que llevo en el bolsillo.
-Hija, la verdad es
que hubiésemos estado mejor tomándonos esto en la terraza de tu piso; la vista
es más bonita que desde aquí.
P.D. Dedicado a
todos los que han tenido momentos de rabia contenida y han tenido que
contenerse más para no montar un número en plena calle. Gracias por leerme.
Todos los derechos reservados, si os ha gustado compartirlo con la familia y
amigos. Un saludo literario. Amaya Puente de Muñozguren.
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