Medio otoño y un
invierno con Dulcinea
15 –Dormir en un
sofá cama
Por fin está la
casa en calma, la perrita y la gata han optado por irse a dormir a la
habitación con mi madre y abuela ya que nosotros, en el sofá cama, no las
dejamos en paz con tantas vueltas, abrazos y susurros. Cuando terminamos con
nuestra fiesta particular, Santi se levanta, se ducha y me da dos besos antes
de irse hacia el coche. Le veo marcharse con el sabor de su cuerpo aún en mi
boca. No tengo sueño, leo las instrucciones para poner en carga la silla
eléctrica de Marutxi y la enchufo a la corriente tal y como dice el folleto, me
hago una infusión y envuelta en una manta salgo a la terraza para tomarla y
disfrutar del mar alborotado y de la luna llena dibujando caminos sobre las
olas encrespadas. Todo el barrio está a oscuras y de algunas chimeneas sale
humo. El frío ha llegado de golpe. Desde el sofá cama veo las brasas que
reducen el último tronco que hay en la chimenea, partido por una boca roja que
crepita y estalla en pequeñas chispas de luz.
No hay forma de
dormir en este colchón tan fino, noto todos los muelles tatuados en la piel,
menos mal que no he hecho dormir aquí a Marutxi porque la tendría que haber
levantado con una grúa. Recuerdo que me vendieron el sofá cama como si fuera
muy bueno, que vergüenza, ahora entiendo por qué mis amigos solo se quedaron en
casa dos días cuando vinieron hace dos veranos a verme. Es imposible dormir
aquí, me recuesto en la butaca, enciendo el portátil y navego por las páginas
que ofrecen empleo, está a punto de terminarse mi paro y necesito encontrar un
trabajo que pague la hipoteca y mis gastos, por lo menos, aunque no sé qué
vamos a hacer con Marutxi. No se puede quedar sola y yo no puedo estar mucho
tiempo más sin trabajar, como mucho puedo esperar hasta enero. He de hablar con
mi madre para ver cómo lo arreglamos. Suena mi móvil, ha entrado un mensaje,
Santi ya ha llegado a su casa. Me recuerda que si viviéramos juntos no tendría
que hacer tantos kilómetros y dormiríamos más calentitos y mejor. Sí, es una
solución pero no me quiero comprometer; no he tenido suerte en mis relaciones y
cada vez me fío menos de la gente. Me dice que estoy para que me vea un
psiquiatra y yo le mando a dormir, por no mandarle a tomar por saco. Alguien ha
apagado la radio en la habitación y se oyen ronquidos acompasados. El viento
golpea los cristales y se oyen las olas chocando contra las rocas y el muro del
gran hotel. Suenan sirenas y poco a poco voy cayendo en un profundo sueño en el
que rememoro las conversaciones de la cena y las risas de Marutxi haciendo
carreras con su nueva silla de motor por la calle. Tengo que mirar si se le
puede limitar la velocidad porque, siendo como es, un día cogerá carrerilla y
no la voy a poder alcanzar. La lavadora ha sonado advirtiéndome de que ya ha
terminado el ciclo, salgo a tender la ropa de Marutxi y casi me quedo helada.
Este frío, tan de repente, no es normal, como tampoco lo era el excesivo calor
que ha hecho durante las últimas semanas.
Me lanzo a sofá
cama en busca del calor que dejé allí y me cuesta encontrarlo, la perrita y la
gata han venido a mi lado, la chimenea come los últimos trozos de leño y a mí
me vence el sueño cuando oigo pasar por la carretera que da a la playa, el
primer autobús de la mañana. Deben ser las seis.
P.D. Dedicado a
todos los que han pasado una mala noche en una cama incómoda. Muchas gracias
por leerme. Todos los derechos reservados. Amaya Puente de Muñozguren
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