jueves, 31 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 38 –Moteros en la playa

La playa de Dulcinea
38 –Moteros en la playa

Atardece. El sol se pone detrás de las montañas aunque en la playa hace unas horas que no da el sol, cosa que se agradece con estos calores. Los bañistas entramos y salimos del  agua continuamente y, algunos, han puesto la silla en la orilla y leen tranquilamente un libro o escuchan música con los pies a remojo. Las madres jóvenes vigilan y gritan los nombres de sus hijos sin descanso. Creo que si me hicieran un examen del nombre de todos los niños que hay en la playa, me los sabría todos menos el de un bebé que lleva toda la tarde durmiendo en la sillita, bajo la sombrilla que ya solo sirve para tener la ropa y el bolso colgados. Familias enteras cenan en la arena; las neveras colocadas en el centro de las toallas y todos sentados alrededor pasándose unos a otros las fiambreras llenas de filetes rebozados, tortilla de patatas y croquetas. Algunas jóvenes solo toman fruta o ensalada mientras miran de reojo los filetes que comen sus hermanos metidos entre pan y pan, con cierta envidia. Hay que cuidar la línea.
Las últimas luces del día remolonean sobre el mar y la playa en la que los niños vuelven a jugar a la pelota, algunos jóvenes hablan sentados en corro en la arena y ríen con ganas de las aventuras que les cuenta el más mayor. De repente se oye un estruendo lejano, parece como  si se acercara una tormenta de truenos. Miramos al cielo; está azul oscuro, pero despejado. El ruido cada vez se oye más cerca. Son motos. Motos que llegan hasta el mirador y aparcan en él. Cuando paran los motores se hace el silencio en la playa. Les veo bajar desde el mar en el que  disfruto de un baño nocturno. Son doce parejas de moteros vestidos con vaqueros y chaqueta de cuero, ¡con este calor!, bajan las escaleras hablando alegremente mientras llevan en la mano el casco. Tienen el pelo cano y barbas de todos los tipos, algunos lucen tatuajes y cadenas que les sujetan el llavero a los pantalones. Parecen rudos y temibles hasta que les oyes hablar y reír como niños que acaban de bajar de una atracción de feria. Les miramos pasar, asombrados de sus atuendos. Ellas llevan camisetas  en las que se puede leer “Indian” y “Harley Davidson” y otras, las más atrevidas, llevan camisetas rotas llenas de imperdibles y cadenas. Quieren parecer duras pero si las viéramos por la calle vestidas con vaqueros y camiseta no se distinguirían de las demás mujeres. Vienen hacia el chiringuito en el que Lisa ya está preparando una mesa grande, juntando  seis mesas, mientras los camareros corren para colocar los manteles blancos, de papel, las servilletas y los vasos. Es la primera vez que vienen pero, por los comentarios que hacen, se ve que les gusta el sitio. La noche está estrellada y dicen que va a haber lluvia de estrellas fugaces. Estoy tan bien en el agua que no me doy ni cuenta de que tengo la piel arrugada y de que empiezo a sentir frío.
En el escalón de cemento, sobre las rocas que dan paso al chiringuito, hay 24 cascos colocados uno al lado del otro, mirando al mar con sus cabezas vacías; dentro de algunos hay guantes y gafas. Sus dueños charlan y ríen mientras devoran cervezas a jarras y miran una y otra vez la carta sin saber qué elegir.
Los jóvenes que estaban en la playa han ido al mirador para admirar las motos, desde aquí se oyen los comentarios de asombro; unos chicos se han acercado a la mesa de los moteros para pedirles permiso para hacerse unas fotos sobre  las motos, ellos se lo han dado, avisándoles de que no se acerquen a los tubos de escape porque se pueden quemar. Pasan corriendo ante mí, yo me seco, ellos cogen sus móviles para hacerse fotos en unas máquinas preciosas.  Es un espectáculo verlas, cada una distinta a la de al lado. Los chicos disfrutan de hacerse fotos y yo espero en el semáforo mientras desde la playa llega un rumor. Ya han visto la primera estrella fugaz de la noche.


Dedicado a todos los que quieren pedir un deseo, y que se cumpla. Muchas gracias por leerme. Todos los derechos reservados. Un saludo. Si os gusta, compartirlo con los amigos. Amaya Puente de Muñozguren

martes, 29 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 37 –Una llamada con dos sorpresas dobles.

La playa de Dulcinea
37 –Una llamada con dos sorpresas dobles.

El mar hoy está fresco y trasparente, los niños que hay en la playa se han reunido en las escaleras, en donde, Jaime, el del camión de los helados, les ha dado un helado a punto de derretirse a cada uno y están disfrutando de comérselo. Hago un exceso y me siento a desayunar con Lisa, sus hijos y los camareros nuevos. Solo hay dos mesas ocupadas y ya tienen los desayunos servidos. Tomamos café y tostadas mientras el camarero nuevo, Too-lo, nos cuenta sus aventuras en el nuevo trabajo que tiene los fines de semana; según dice es un local muy elegante al que van grupos de amigas y amigos, despedidas de solteros y celebraciones de adultos. Es un local con encanto, de esos que tienen espectáculo después de la cena y en el que todos los camareros se transforman, cantan y bailan. Too-lo, canta su trozo de canción mientras baila agarrado a las barras que sujetan el cañizo que nos separa del sol y del cielo. Lo hace de maravilla, reímos y aplaudimos, y él, como una gran diva, hace reverencias y nos manda besos desde su escenario imaginario.
Hay un momento en el que, Too-lo, tiene el sol detrás de su cabeza y resplandece como un santo mientras canta una habanera mirando al mar con sus preciosos ojos verdes. Un cucurucho de helado hace de improvisado micrófono. Nos tiene encantados, tanto es así que hay personas que se han ido acercando al chiringuito para escucharle y ni nos hemos dado cuenta. Su voz es de terciopelo y sal. Cuando termina de cantar se oyen aplausos por toda la playa y él se ruboriza como un colegial, coge su abanico  de color lila con lunares rosas y se abanica nervioso, asomando los ojos por encima, de vez en cuando.
Suena mi móvil. Es María del Fin, su voz resplandece. Me cuenta, nos cuenta, a Lisa y a mí, que ya ha parido y que su marido salió de la unidad de cuidados intensivos hace dos días, por suerte ha podido estar con ella -en una silla de ruedas- viendo el nacimiento de sus dos hijas. ¿Dos hijas? Nos sorprendemos tanto con la noticia que gritamos y reímos, Lisa y yo, como niñas. Nos cuenta que las niñas ya tienen nombre, se van a llamar Lisa y Dulcinea. No podemos contener las lágrimas de felicidad. Una auténtica desconocida nos acaba de hacer madrinas de dos muñequitas que acaban de llegar al mundo justo a la hora en la que yo me daba el mejor baño de la mañana. El sol hoy luce con más brillo y tengo una obligación que me encanta en esta vida, he de ir a conocer a mi ahijada. La pequeña Dulcinea me espera en una habitación del hospital. La playa hoy es más bonita que de costumbre.

Dedicado a todos a los que la vida les ha dado una sorpresa agradable en algún momento. Muchas gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os gusta, compartirlo con los amigos. Gracias 


La playa de Dulcinea 36 –El camión de los helados

La playa de Dulcinea
36 –El camión de los helados 

La playa tiene vida propia todas las horas del día durante el verano; cuando amanece sale de su cueva, Paul, para ducharse antes de que lleguemos, es el vagabundo del barrio; en verano duerme en la cueva sobre una colchoneta de playa de color rosa que alguien dejó un día, o que el mar acercó a la orilla después de alguna tormenta. A veces le he pillado duchándose, desnudo, bañado por el sol del amanecer y el brillo del agua resbalando por su espalda bronceada, como una escultura dorada con vida propia que sale corriendo tapándose con la manta raída en cuanto ve acercarse a alguien. A la misma hora llegan los primeros pescadores que se colocan en las rocas, a los pies del gran hotel, bañados por el sol rojo del amanecer mientras el perro que siempre les acompaña se tumba mirando al sol con los ojos entrecerrados. Poco después llegamos los bañistas tempraneros, los que queremos romper el primer cristal del agua tranquila con nuestros pies. El primer baño es el mejor del día. Cuando salimos del agua ya está Lisa abriendo el chiringuito y poniendo la cafetera en marcha para preparar los primeros desayunos, el suyo, el de sus hijos y el del camarero nuevo, que acaba de aparcar su Vespa rosa junto al semáforo, y el del chico de las hamacas que ya está rastrillando la playa mientras se tuesta el pan y se hace el café. Hace días que no tenemos noticias de María del Fin, de su embarazo y de su marido ingresado en la unidad de cuidados intensivos.
 La playa está cada vez más llena. Desde que el verano se ha vuelto tan caluroso tenemos nuevos personajes que disfrutan de la playa: chicos guapos presumiendo de tipo, chicas estupendas a la caza de una pareja para pasar el verano y chiquillos disfrutando del mar mientras las madres se relajan al sol.
A todos nos gustan los helados, el camión viene los lunes, miércoles y viernes a las once de la mañana, después de empezar la ruta en la ciudad y recorrer toda la costa de bar en bar dejando cajas de deliciosos helados y coloridos polos. Cuando llega a la playa ya es su última parada, antes de volver a la base para llenar de nuevo el frigorífico, algunos helados están, casualmente, a punto de derretirse y el conductor, Jaime, un chico alto, rubio, moreno de piel y sonriente, que parece extranjero, baja las escaleras silbando una canción de moda mientras va dando helados a los niños de la playa que lo saben y le esperan sentados en la escalera cercana al ascensor, es para verlos, dejan un pasillo en el centro de la escalera para que pase Jaime repartiendo su preciado tesoro. Antes de ir al chiringuito, Jaime, se para en la cueva de Paul y le deja una caja con media docena de helados que Paul recibe con lo mejor que tiene, su preciosa sonrisa que brilla en la oscuridad. Antes de que Jaime llegue al chiringuito, Paul ya ha terminado el primer helado mientras los niños de la escalera lo toman despacio dejando que les resbale por las caras y las barriguitas bronceadas. Dentro de unos minutos bajaran todos, corriendo, para lavarse en el mar mientras Jaime se aleja, escaleras arriba, hacia el camión que ya no tiene helados y ha dejado aparcado sobre la acera junto al mirador. Se ve desde la playa, con los intermitentes activados hasta que desaparece dejando en la playa sabor a nata y chocolate.


Dedicado a todos los que han necesitado alguna vez, con urgencia, un helado. Muchas gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os gusta, compartirlo con los amigos. Gracias.

lunes, 28 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 35 –Una fresca muy fresca.

La playa de Dulcinea
35 –Una fresca muy fresca.

El verano está llegando al punto más álgido, las temperaturas son muy altas, tanto de día como de noche, las playas y terrazas están llenas las veinticuatro horas y un grupo nuevo de personas vienen a la playa con no se sabe qué oscuras intenciones. Ya no es el lugar familiar en el que pasar tranquilos el día, rodeados de vecinos más o menos conocidos. Todo ha cambiado en la playa, hay gente extraña, gente que observa sin disimulo durante horas desde el mirador y personas, de ambos sexos, que parecen venir solo a exhibirse con el consabido escándalo de las jóvenes mamás que quieren proteger a sus niños, y no tan niños, de estos espectáculos gratuitos y difíciles de explicar a un pequeño que mira asombrado como una, para él, señora, hace posturitas y sonríe a los hombres que toman tranquilamente el sol. Hoy hay tres chicas así, han llegado juntas en el autobús, (las vi bajarse cuando esperaba a que el semáforo cambiara de color), la más mayor, que ya tiene edad para haber sido “Madame” unos cuantos años en el siglo pasado, les da consejos a las otras dos, que aceptan con risas. Mientras camino detrás de ellas no me doy cuenta de sus intenciones hasta que se paran en el  mirador y se dividen la playa, luego deciden que su entrada triunfal va a ser más apoteósica si lo hacen saliendo del ascensor de puertas transparentes. Se quedan esperando que suba el elevador mientras yo bajo por las escaleras con la sensación de que están tramando algo que no nos va a gustar a casi nadie. A otros sí, un montón. Llego antes que ellas y, mientras extiendo la toalla cerca de la orilla, veo como los primeros candidatos han olfateado la presencia de hembras dispuestas a todo y dejan de leer y de tomar el sol, luego se atusan el pelo, los que aún tienen, y hacen verdaderos esfuerzos para esconder la barriga que tienen morena a rayas.
Observo a las recién llegadas mientras floto en el agua que ya no es tan fresca y veo como se han puesto cada una cerca de un hombre maduro que está acompañado por el aburrimiento o por una mujer con la que convive desde hace décadas y con la que ya ha perdido hasta las ganas de hablar. Las tres actúan igual, ponen la toalla exagerando los movimientos a cuatro patas, poniendo el culo frente a la nariz de sus víctimas, luego se desnudan poco a poco (solo les falta la música y la barra vertical para parecer que estamos en un club de alterne). Doblan la ropa con mucho cuidado, la guardan en la bolsa de la que sacan un libro que bien podría ser de cartón ya que parece que es solo un señuelo, sacan la crema y un espejo que les va a servir de retrovisor, por si llega a la playa algún candidato mejor y hay que hacer maniobras de acercamiento.
 Llega el momento de ponerse la crema protectora, para eso se quitan la parte de arriba del bikini y empiezan a masajear sus pechos como si en vez de crema estuviesen poniendo cemento. A estas alturas ya hay varios hombres, y alguna mujer, babeando sobre la toalla y otros que se acercan. Ellas sonríen con todos los dientes. Algún que otro niño ha dejado de hacer castillos de arena y mira, asombrado; en cuanto las madres se dan cuenta intentan despistarlos llevándoselos al agua o dándoles dinero para ir a comprar un helado que no todos quieren. Algunos se tocan el bañador que parece que se les ha vuelto, de repente, una talla más pequeño. Las madres hacen corrillos y comentan entre ellas, señalando, con disimulo, en dónde están las mujeres peligrosas que se atreven a hablar y hacer bromas con uno de los maridos que está de Rodriguez. Pobrecitos. Tienen que ir inmediatamente al rescate pero han de coordinar cómo hacerlo. Me río. Trago agua de mar y sigo nadando de espaldas a ese teatro. Puede pasar cualquier cosa.


Dedicado a todos los que han tenido tentaciones. Muchas gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Si te gusta, compártelo con tus amigos. Todos los derechos reservados.  

domingo, 27 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 34 -Un camarero muy guay

La playa de Dulcinea
34 -Un camarero muy guay

Estos días están siendo muy duros en el chiringuito de la playa, casi no les quedan horas para descansar cuando ya tienen que volver a abrir; es un negocio familiar en el que todos ponen de su parte para que funcione pero el cansancio hace que salten chispas que crean discusiones y malos modos entre los padres y los dos hijos que ya están al borde de la extenuación. No hay día en el que no tengan algún enfrentamiento, a veces por el motivo más tonto se desata una pelea verbal en la que poco falta para que también participen los clientes que, después de tantos años, son amigos y casi familia. Estas situaciones desagradables están a punto de provocar la pérdida de los clientes que tanto tiempo les ha costado conseguir. Lisa ha querido arreglar las cosas y ha contratado a un camarero nuevo y al chico de las hamacas para atender las mesas en las horas de la comida. Es de suponer que cuatro manos más van a ser un descanso para toda la familia. Ahora es la cocinera, la abuela, la que empieza a quejarse de que a ella le hace falta un ayudante aunque no tiene muy claro en qué lugar de la diminuta cocina le iba a meter. Les veo gesticular desde el refugio del mar fresco, a estas horas aun el agua no se ha calentado, y creo adivinar todo lo que dicen y las órdenes que da, enfadada, Lisa. No es normal verla  enfadada, siempre ha tenido un carácter alegre y una sonrisa perpetua en su cara redonda de piel tostada y ojos azules, ya no recuerda los paisajes de su tierra nórdica a la que no ha vuelto desde hace décadas. Parece de aquí, hasta que le oyes hablar y notas ese acento extranjero que no se ha podido quitar con los años.
El camarero nuevo es muy especial, lleva por aquí un par de días, me suena de haberle visto por el barrio, es una persona que llama la atención por su forma de vestir y los colores que usa en su atuendo. Es pequeño pero bien proporcionado, musculado sin exagerar y depilado de brazos y piernas –quizás tenga depiladas más partes pero con la ropa no se le ven- tiene unos bonitos ojos verdes que los embellece aún más pintándose una fina línea negra alrededor. Lleva el uniforme del chiringuito, pantalón azul marino, debajo del que se le ve un poco de la bermuda de colores que lleva, polo blanco y, en vez de las zapatillas azules, lleva unas albarcas menorquinas con los colores del arcoíris y un abanico lila con lunares rosas colgado del cinturón, al lado del abrebotellas y de la servilleta blanca que usa para repasar las copas antes de ponerlas en las mesas. Mientras barre la terraza y limpia las mesas canturrea habaneras, coplas y boleros que a veces escenifica haciendo como que canta con un micro que es, en realidad, el abanico o el trapo arrugado entre sus manos. Es amable, atento y diligente; trata a todo el mundo con alegría y siempre tiene un piropo para las chicas y una mirada evaluadora para los chicos, sobre todo cuando se dan la vuelta y puede evaluar bien la belleza de sus espaldas bronceadas y algo más. Se entiende con todo el mundo aunque no sabe idiomas pero se inventa uno basado en gestos y fotografías del menú con el que consigue no equivocarse nunca y hacer reír a los clientes.
Desde la cocina, la voz de la abuela le llama: “Tolo, la mesa dos ya tiene su comanda”, y él va, sonriente y le dice desde detrás del mostrador que da a la cocina: “abuela, mi nombre no es Tolo, es Too-lo. Anda, reina mora, dame esos platos maravillosos que has cocinado para los señores guiris”. Y se va cantando una canción de marineros perdidos y barcos que naufragan rotos de amor, mientras con la otra mano se abanica alegremente.


Dedicado a todos los que necesitan dibujar una sonrisa. Muchas gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si te gusta, compártelo con los amigos.

viernes, 25 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 33 –Un ligon de playa

La playa de Dulcinea
33 –Un chulo de playa

Hoy no hace tanto calor gracias a que sopla una brisa continua y fresca. El mar está en calma y el agua tiene una transparencia cristalina y un brillo mágico que invita a nadar nada más llegar y colocar la toalla sobre la arena.
En la orilla, paseando de un lado a otro, hay un hombre que hace ejercicios con los brazos y las piernas, muestra sin recato todos sus músculos mientras se cubre con un “farda-huevos” que le tapa escasamente sus genitales y la parte inferior del culo. El color verde de este bañador acentúa un bronceado exagerado. Cuando no hace posturitas se echa el pelo hacia atrás con la mano y se repasa las cejas, luego enciende un cigarro y se sienta sobre las rocas, encima de una toalla doblada minuciosamente varias veces; expulsa el humo como un artista de cine antiguo y sonríe, mientras guiña un ojo, a todas las chicas que se acercan hacia él para ir a nadar. El agua huele a mar. Varias chicas se acercan y le piden fuego, otras le hacen preguntas y alguna le desprecia olímpicamente. Después de tontear un rato con unas y otras, enseñando una sonrisa poco cuidada, se mete en el mar dando saltitos de ciervo para sumergirse de  cabeza en dos palmos de agua, si hubiese sido un ciervo de verdad se habría dejado los cuernos. Cuando sale a la superficie nada hacia el horizonte dando golpes con las manos abiertas, como si llevara aletas en las manos y un motor en los pies que levanta grandes cantidades de agua con cada patada. Me sorprendo mirándole. Tiene una forma extraña de nadar. Cuando sale del agua el bañador de color verde loro parece haber encogido; sale del agua despacio, echándose  el pelo hacia atrás y peinándose las cejas, luego se sacude casi como un perro y empieza a regalar sonrisas a diestro y siniestro. El nuevo camarero del bar, y a la vez ayudante del chico de las hamacas, no le quita el ojo de encima y se abanica con un abanico de color lila con lunares rosas, mientras espera junto a la barra del chiringuito que algún cliente le pida algo. Seguramente está soñando que el guapetón de la orilla vaya a pedirle algo al bar. Mirando como mira a las chicas no creo que el nuevo camarero tenga ninguna posibilidad de tener una cita con el morenazo del bañador verde. Cuando se da cuenta de que el camarero le mira, casi babeando, hace un gesto de asco, coge la toalla y se va hacia la cueva en la que está Paúl está, con su pie vendado sobre la colchoneta, lijando un trozo de madera que seguramente el mar trajo hasta la playa un día de tormenta.
El camarero nuevo hace un mohín triste al ver irse al hombre del bañador verde y agita con rabia el abanico mientras echa la cabeza hacia atrás y entrecierra los ojos, suspirando,  justo en el momento en el que un cliente le pide una de pollo.


Dedicado a todos los que les gusta que les roben una sonrisa de vez en cuando. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si te gusta, compártelo con tus amigos.

jueves, 24 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 32 –Un caco en la playa

La playa de Dulcinea
32 –Un caco en la playa

La playa cada vez se llena antes, este calor obliga a salir de casa ya que permanecen calientes todo el día porque ni el aire, que suele soplar, caliente y húmedo, consigue refrescarlas. A primeras horas de la mañana no queda ni un hueco para poner la toalla, por eso hay muchos que deciden sentarse en el chiringuito de la playa cuatro horas antes de la hora de comer, dejando sobre las sillas las toallas y bolsos para ir a darse un baño. Queremos sentir el frescor del mar en nuestra piel. El calor no le sienta bien a  todos aunque los baños  consiguen mejorar el humor de los que llegan a la playa enfadados por el calor, el tráfico, lo cargados que tienen que venir y lo difícil que es aparcar en estas fechas cerca del mar.
Parecemos patos en la orilla. Todos a remojo; unos nadan y otros, simplemente, charlan en el agua con las vecinas o con el primero que pasa. El baño es refrescante y cambia el mal humor de los que acaban de llegar, cargados, acalorados y malhumorados. El mar todo lo calma.
 Por la escalera lateral baja un hombre con bermudas vaqueras, zapatillas y calcetines, lleva una camiseta grande y una mochila colgada del hombro, le tapa la cara la gorra que lleva calada y unas gafas de sol de esas enormes que están de moda ahora. Me llama la atención un segundo y sigo leyendo tumbada en la toalla, boca abajo, notando como el sol quema mi espalda y seca mi piel mientras el desconocido pasa frente a mí y se aleja por la playa. Los niños de las pelotas vuelven a jugar acompañados de un “lo siento” bajito, colgado de sonrisas tan dulces que no tengo fuerzas para enfadarme, les devuelvo la pelota y miro el mar, azul y tranquilo, decorado con barcos veleros, lanchas, motos acuáticas, tablas con vela y boyas de color naranja que avisan de la presencia de unos buceadores que no se ven. En las rocas hay varias personas pescando, fumando y, una, está leyendo un diario mientras su perro toma el sol junto a la tapia de un chalet que da a las rocas. Hoy, cosa rara, la playa tiene poco ruido, no hay mamás gritando interminablemente los nombres de sus hijos ni jóvenes que hablan a voz en grito por teléfono, haciéndonos partícipes de las tonterías importantes de sus vidas tiernas.
Unos gritos rompen la paz de la mañana, hay personas que corren y otras que señalan en dirección a las escaleras del chiringuito, como un reguero de pólvora se extiende el pánico, todos miran dentro de las mochilas, bolsas y ropas, algunos respiran aliviados al ver su cartera y documentos, otros se desesperan y corren hacia las escaleras para ver si cogen al ladrón que les ha quitado los móviles y las carteras sin que nadie se percatara de ello. Parece que es demasiado tarde, pero no; en el mirador hay gente que habla y grita junto a unos policías que casualmente pasaban por allí, desde aquí no lo veo bien pero parece que han detenido al ladrón y están pidiendo por radio que manden un coche patrulla para llevárselo. Me acerco, curiosa, como muchos, justo en el momento en el que uno de los policías vacía la mochila sobre el banco de madera y aparecen varios monederos, carteras y móviles que hacen que muchos griten señalándolos como suyos. Por suerte a mí no me han quitado nada pero el mal sabor de boca que me ha producido ver de lo que la gente es capaz de hacer para apropiarse de lo que no es suyo, me ha quitado las ganas de seguir en la playa. Vuelvo a casa, aunque sea para pasar calor. Mientras espero en el semáforo oigo la sirena del coche patrulla que se acerca por la gran curva adornada de palmeras.


Dedicado a todos los que en algún momento han tenido un susto que no ha llegado a más. Muchas gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si te gusta, pásaselo a tus amigos.

La playa de Dulcinea 31 –Cursos de navegación y remo

 La playa de Dulcinea
31 -Cursos de navegación y remo.

Dicen que después del temporal llega la calma y en esta ocasión ha sido así. Después de una noche de olas batiendo contra las rocas ha amanecido el mar con una tranquilidad tensa, bello en su quietud y salvaje en las orillas en las que ha depositado algas, plásticos y todo tipo de restos; algunos parecen de naufragios lejanos, salvavidas llenos de algas enredadas en sus cabos, trozos de madera que parecen pertenecer a algún barco siniestrado y montones de algas y maderas peladas y brillantes. El camarero del chiringuito es el que se encarga de rastrillar y recoger todos los restos que hay en este trozo de playa antes de colocar las hamacas que alquila a los veraneantes. No puede él solo con todo el trabajo que se le presenta y ha avisado a un amigo que acaba de llegar en su Vespa rosa con un casco a juego y unas bermudas que estoy segura que son únicas en el mundo entero. Están los dos en la orilla luchando para meter las algas en las enormes bolsas de plástico negro que se lleva el aire y flamean como velas de antiguos barcos bucaneros.
El sol acaba de levantarse volviendo anaranjado todo el entorno y, justo en este momento, empiezan a salir por la bocana del puerto en el que está la escuela de vela, justo detrás del gran hotel, una docena de pequeños veleros atados con un cabo, en fila, como patitos siguiendo a la mamá pata, en este caso la mamá pata es una Zódiac en la que van los monitores ataviados con chalecos salvavidas naranjas y un megáfono con el que dan instrucciones a los pequeños que se agarran a los cabos y al mástil de su pequeña embarcación como si con ello protegieran su vida. Les cuesta atender a los monitores y a la vez maniobrar con el velero pero poco a poco dominan las maniobras y se les ve sonreír y soltarse de los cabos y la botavara mientras juegan a adelantar a sus compañeros. Uno ha caído al agua y el mar, de repente, se ha quedado totalmente mudo. Monitores y amigos han contenido la respiración hasta el momento en el que ha emergido del agua impulsado por  el chaleco salvavidas que lleva puesto, como todos los demás. Solo ha sido un susto pero ha bastado para que las mamás, que están en el chiringuito de la playa, esperando que sus hijos terminen la clase, se han puesto de pie de golpe y, a la vez, se han tapado la boca escondiendo un grito de pánico mientras los monitores recogen al pequeño, le dan unas instrucciones y vuelven a subirle a su velero.
Del puerto salen un montón de piraguas de color amarillo y rojo, precedidas y perseguidas por dos barcas neumáticas que les controlan; han hecho dos grupos, uno de cada color mientras el monitor, en el centro, levanta el remo y les enseña la técnica para introducirla bien en el agua, dar medio giro e introducir el otro lado sin que la piragua pierda el equilibrio lanzando al pasajero al mar, cosa bastante difícil, aunque no imposible,  en este tipo de embarcaciones más anchas que las normales.  

En la playa siguen rastrillando la orilla los dos hombres, uno de ellos, el del bañador rosa, canta canciones de Falete mientras baila con el rastrillo aprovechando que su compañero llena de algas una bolsa grande de plástico negro. Los bañistas  ponen las toallas en las zonas que están limpias. Todos siguen con la vista los movimientos de los pequeños que están aprendiendo a navegar en velero y en piragua. El sol quema con fuerza.

Dedicado a todos los que pasan calor. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren.
Si os gusta compartirlo con los amigos. Todos los derechos reservados.

martes, 22 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 30 –Un velero a la deriva

La playa de Dulcinea
30 –Un velero a la deriva

El mar se ha puesto bravo esta noche, las olas golpean contra todas las rocas y saltan enfurecidas. En algunos lugares el agua llega hasta la carretera y golpea con fuerza la playa mientras la llena de algas y arrastra la arena, dejando una playa sucia y empinada con la orilla mucho más en pendiente que de costumbre. A muchos veraneantes navegantes, poco duchos en las artes de la navegación con mal tiempo, les ha pillado de sorpresa y han tenido que resguardarse y fondear en las playas protegidas que han encontrado. Esta playa no ha sido una excepción porque cuando el Mediterráneo se cabrea, se cabrea en serio. Es un mar traicionero al que no se le puede perder nunca el respeto porque en cuanto menos te lo esperas te da un susto de mucho cuidado.
 Cerca de la playa, a una distancia prudencial, han fondeado cuatro pequeños veleros que no tienen motor ni experiencia suficiente para intentar la aventura de volver al puerto luchando con el mar. Casi todos los ocupantes de los veleros han vuelto a tierra en los chinchorros, menos los capitanes que se quedan para proteger las embarcaciones lanzando las anclas en forma de bigotes de gato y asegurarlas más en el fondo marino y que no garreen las naves. Cosa que no han conseguido todos, ya que, uno de ellos, el velero más grande, ha ido perdiendo agarre y ahora está en la orilla, tumbado sobre un costado y saltando a merced de las olas con la quilla golpeando contra las rocas. El espectáculo es estremecedor, el ruido que hace el casco del barco al chocar contra las rocas lo es aún más. Nos tiene a muchos vecinos y a una gran cantidad de turistas absortos, mirando el mar desde el mirador y, los más atrevidos, desde la misma orilla, tirando cabos e intentando remolcar el velero mar adentro para que no lo siga golpeando con furia el mar, pero no lo consiguen . Es como ver a un animal marino muriendo en la orilla. La vela de delante, la génova, que estaba al pairo con poco trapo para evitar que el barco escorara en demasía, ahora toca la arena y se levanta salpicando agua como un animal herido pero no vencido. Desde la escuela de vela ha venido un remolcador para intentar devolver el velero a un mar un poco más profundo y menos peligroso pero no ha sido posible porque la arena ha comenzado a entrar en el casco y pesa tanto que son incapaces de tirar de él sin dañar toda la borda. No queda más remedio que esperar a que el mar se calme.
Las olas nos enseñan sus crestas blancas, en la noche, como colmillos de lobo; es un espectáculo entre aterrador y mágico que nos tiene a todos con la vista fija en cada movimiento de la embarcación siniestrada mientras miramos de reojo a los otros veleros que cabecean de frente a las olas, por si alguno suelta las amarras y se precipita también hacia la playa, mientras en cuevas profundas y desconocidas el mar restalla con fuerza y escupe, soplando, bocanadas de olas blancas transformadas en torrentes de agua que se elevan hacia el cielo negro insinuando espumas que explotan a media altura. El rumor del mar acalla las voces y encoge los corazones mientras los vecinos de los chalets de la playa ven el espectáculo triste y se hacen a la idea de que esta noche nadie va a poder dormir junto a este mar.


Dedicado a todos los que a veces no pueden con las circunstancias pero siguen luchando. Un saludo y gracias por leerme. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si te ha gustado compártelo con los amigos.

domingo, 20 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 29 –Un ejecutivo en la playa

La playa de Dulcinea
29 –Un ejecutivo en la playa
Las noticias sobre la recuperación de Nicolás son cada vez mejores, tanto Lisa como yo nos hemos acostumbrado a llamar a María del Fin para interesarnos por ellos y por el embarazo que ya está a pocas semanas de terminar. Este calor no ayuda a la embarazada que ha optado por quedarse en la sala de espera de la unidad de cuidados intensivos, haciendo ropa para su bebe, leyendo y escribiendo; ahora somos su nueva familia y raro es el día que no nos manda un par de fotos de su marido en la cama del hospital, aun rodeado de máquinas, y de su barriga que  tiene un tamaño considerable. Lisa y yo le contestamos desde la playa y le mandamos fotos refrescantes aunque seguro que ella tiene mejor temperatura que la que hay aquí. No nos podemos quejar ¡Es verano!  Un verano de mucho calor y bochorno. Lisa no para de trabajar mientras yo paseo y tomo el sol o voy nadando hasta la zona en la que el mar se vuelve oscuro y azul. Vuelvo nadando hacia la orilla, despacio, disfrutando de la vista de la playa desde el mar, me siento como un pequeño barco o como un gran pez que observa el mundo frente a él.
Por las escaleras del chiringuito baja un hombre vestido con traje y corbata, habla con Lisa y pone una silla, que  aparta de una de las mesas, junto a la puerta del bar, en la que cuelga un antiguo flotador de barco y el menú del día en letras grandes; se desviste, sentado, poco a poco; va dejando los calcetines negros dentro de los zapatos, la camisa y la americana colgadas en el respaldo de la silla y la corbata enrollada dentro de uno de los bolsillos de la chaqueta, en el otro bolsillo mete las gafas de sol y unas llaves. Lleva un bañador azul claro con finas rayas blancas, verticales,  que parece un calzoncillo. Se acerca al mar y, con precaución introduce un pie dentro del mar, luego el otro y echa a correr hasta que el agua le llega a las zonas sensibles y se sumerge de cabeza para salir cinco metros más acá. Casi nos damos de frente, tiene unos preciosos ojos claros que le brillan entre las pestañas llenas de gotas de agua, está bronceado y sonríe como un niño en el parque. Cuando salgo  del agua Lisa me hace un gesto con la cabeza como queriendo decir “que guapo es y qué bien está”. Sonrío. No le falta razón, sigue con la manía de buscar novio a todas las vecinas que venimos a la playa.
Hago un esfuerzo, no creo que desestabilice mucho mi maltrecha economía, y bebo una caña en compañía de Lisa; me pone al corriente de las nuevas noticias del estado de Nicolás y de María del Fin, son las mismas noticias y fotos que yo tengo, hago como que no lo sé y dejo que me cuente su versión con todo lujo de detalles. En cuatro minutos ha terminado y me hace un gesto para que mire hacia el mar mientras ella vuelve a servir bebidas en las mesas y toma nota de lo que van a tomar sus clientes.
El ejecutivo sale del mar y se ducha mientras las madres con niños, que esperan a que baje el ascensor, le miran sin disimulo; se seca con una toalla azul y vuelve hacia el chiringuito andando de talones para evitar que se le llenen los pies de arena. Me mira, sonríe y se sienta en la silla en la que tiene la ropa colgada, se seca los pies con la toalla y se pone los calcetines y los zapatos, luego rodea su cintura con la toalla y se quita el bañador, del bolsillo interior de la americana saca algo parecido a un pañuelo que resulta ser un slip y se lo pone con cierta dificultad sentado en la silla. Cuando termina de vestirse, pide una cerveza y una ensalada y la saborea mientras me mira y vuelve a sonreír. Que dientes más bonitos tiene. Me voy antes de verme sometida a una tercera sonrisa que quizás me desmonte del todo. Lisa me hace señas para que me quede sentada en donde estoy pero no le hago caso y le digo adiós con la mano. Con sorpresa veo como el ejecutivo, que se peina con una mano, me dice adiós con la otra. Menos mal que no me pueden ver, totalmente ruborizada, mientras subo la escalera.


P.D. Dedicado a todos los que son capaces de sentir acelerarse el corazón. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os gusta, compartirlo con los amigos.  

viernes, 18 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 28 –La cueva

La playa de Dulcinea
28 –La cueva
La playa es un gran arco que tiene, en el extremo de la derecha, una torre de trece pisos y el gran jardín que lo rodea hasta llegar a las rocas que dan al mar. Bajando las escaleras laterales, las que están más cercanas a la torre,  llegas a una zona en sombra, a la derecha, en la que se resguardan del sol en sus sillas las señoras mayores de la zona,  siguiendo  por la playa, que cada vez se hace más estrecha, hay una cueva  que tiene un pilar de piedras casi en su centro, en algún momento debió ser refugio de barcas o almacén del chiringuito cuando era de cuatro palos y seis mesas cojas, ahora  es refugio de sol y dormitorio de Paul, él no está pero ha dejado la colchoneta rosa de plástico y la manta vieja, apoyada junto a las rocas del fondo, en la zona más oscura, esa que no se ve, solo se adivina.
 Algunas veces vienen parejitas para acariciarse y besarse –y lo que sea- escondidos en las sombras de la cueva pero desde que está medio habitada ya no entran tanto porque más de una vez se han encontrado tres personas en temas que iban a ser solo de dos, con el consiguiente apuro por parte de casi todos.
La cueva es un lugar que se mantiene fresco y arreglado, seguramente gracias a las manos hábiles de Paul, ya que no se ve ni una botella rota, ni bolsas de plástico ni deshechos de los que el mar suele traer hasta la orilla. La orilla está a cuatro o cinco metros de la entrada de la cueva. Recuerdo las veces en las que me protegía del sol, sentada dentro de la cueva y veía el espigón sobre el que se asienta la casa que puede ser de un rey, rodeada de un hermoso bosque de pinos frente a mí, a lo lejos, pero no muy lejos. Detrás se adivina el gran puerto del que a veces se ven las terrazas superiores de los grandes cruceros sobresaliendo por encima del espigón artificial que hay detrás del palacio. Sé que detrás está el paseo marítimo y la ciudad pero no se ve porque la tapa el bosque, el palacio y la distancia. Más lejos, en mitad de la bahía hay una suave elevación, que no se puede llamar montaña, que desde aquí parecen dos pechos de una mujer tendida al sol; A continuación están los acantilados lejanos que en la distancia se vuelven azulados y, a veces se pierden entre la bruma. Todo ello dibuja la sensación de falso lago que también se adivina sentada en la cueva. Hay algo de primitivo en esta visión. Me recuerdo envuelta por las piedras de la cueva, con el frescor de su sombra y el brillo deslumbrante de todo el paisaje que se dibujaba ante mis ojos. Una belleza que a veces se adorna con las velas de los barcos que salen a navegar y las estelas de los aviones que surcan el cielo casi siempre azul.
Paul baja las escaleras con las muletas que no sé de dónde ha sacado y entra en la cueva con una bolsa de plástico de un supermercado cercano, en la que se adivina una botella de zumo y una barra de pan con un par de pequeños paquetes indefinidos. No sé de dónde saca el dinero para comprar ya que nunca le he visto mendigar. Paul es un gran misterio por descubrir.
Recuerdo que he de llamar a María del Fin, se lo prometí; lo hago y suspiro aliviada al saber que Nicolás, el desconocido personaje que nos relaciona a su mujer con Lisa y conmigo, sigue en la unidad de cuidados intensivos y que ha pasado buena noche. Parece que mejora.



P.D. Dedicado a todos los que buscan la sombra en los días de calor. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os gusta, compartirlo. 

jueves, 17 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 27 –Una abuela cantarina

La playa de Dulcinea
27 –Una abuela cantarina
La noche se me ha hecho muy larga y he venido a la playa más tarde de lo habitual porque, al final, me dormí a última hora. La playa está tranquila, hay varias mamás con niños y grupos de jóvenes que, por suerte, no juegan a las palas ni con pelotas;  se hacen fotos en grupo y ríen de las caras que ponen. Otros oyen música y los clientes habituales del chiringuito ya están terminando de leer los diarios y tomar el desayuno.
Hoy noto el agua fría, hace días que no se ven medusas y que los peces no nos mordisquean los pies, sigue tan transparente como siempre y es una delicia sumergirse en ella, poco a poco, aclimatando el cuerpo.
Por las escaleras baja una pareja de unos cincuenta y tantos años con un niño pequeño de la mano –seguramente su nieto- van cargados con flotadores pelotas, nevera y bolsas. Da la sensación de que se van a quedar a vivir en la playa. Desde aquí ya oigo a la mujer dándole órdenes al niño. Se ha terminado la paz. En varios minutos han esparcido todos los trastos por la playa y el abuelo se da el primer baño con su nieto en la orilla. El niño lloriquea y hace pucheros. Derrotado, el hombre, va hacia su mujer que toma tranquilamente el sol en top les, después de colocar sillas y sombrilla e hinchar la colchoneta está agotada y ha puesto las tetas y su gran barriga al sol. El nieto llora en la orilla y ella, a gritos le dice que se calme mientras levanta su cuerpo voluminoso de la silla y se acerca hacia el pequeño. Le lleva al agua y empieza a cantar canciones infantiles a todo volumen. Todos nos enteramos, varias docenas de veces, de que el niño se llama Fernandito y de que la abuela, con su hermosa braga rosa de volantes sumergida en el mar, se sabe todas las canciones de su infancia. Oímos como le canta y juega con él al corro de la patata, a cruzar la barca y hasta canta la canción de los “mosqueperros”  y la de la sirenita. Estoy a punto de hacerle el coro, aunque opto por alejarme de la orilla, nadando con prisa. Lejos, en la zona del mar profundo, se siguen oyendo sus canciones, gritos y aplausos. Puede que el niño no oiga bien porque si no, no lo entiendo.
El abuelo de la criatura le grita a su mujer, desde la toalla, que no grite al niño, mientras este, por fin, encuentra una afición que le entretiene y aleja de ello. Está intentando coger peces con una red y persiguiendo cangrejos por las rocas. Cuando la abuela deja de cantar y de llamar al pobre Fernandito se posa un silencio en la playa tan relajante y adormecedor, como un bálsamo. Todos respiramos profundamente ante este fantástico regalo de paz inesperada. Vuelvo a la playa un segundo antes de que mi piel pase de su color natural al color morado, me tumbo al sol y recojo su calor agradecida. Es la hora del bocadillo y la abuela, que canturrea en su silla viendo las fotos de una revista de cotilleos, se lo hace saber a su nieto a gritos, rompiendo de nuevo la paz del lugar. Creo que es mejor que me vaya a casa, no soporto oírla canturrear todas las canciones del verano de los últimos cincuenta años que, para desgracia de todos los que estamos en la playa, se las sabe enteras y las canta, ella cree que de maravilla. No lo aguanto más, cuando subo las escaleras oigo como ellos vienen detrás y estoy a punto de salir corriendo.  


P.D. Dedicado a todos los que a veces tienen que aguantar cosas que no les gustan. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si te gusta pásalo a tus amigos.  

miércoles, 16 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 26 –Un suicida en el acantilado

La playa de Dulcinea
26 –Un suicida en el acantilado
El mar esta mañana parece un espejo, limpio y brillante. A lo lejos se ven entre  el mar y el cielo las montañas y los acantilados que dibujan este falso lago. Un gran mar en calma para un día de mucho calor, quiero disfrutarlo, aunque sea un poco, antes de ir a trabajar.
Da pena romper el mar con los pies para entrar en sus aguas, mi pie asusta a los pequeños peces que están en la orilla y salen rápidamente hacia aguas más profundas en las que hay peces de mayor tamaño, el agua es tan transparente, tan cristalina, que puedo ver perfectamente el color de la laca que llevo en las uñas de los pies. Todo está en calma, solo cuatro personas pasean por la playa mientras Lisa abre su negocio y pone en marcha la cafetera. Por las estrechas escaleras que dan al chiringuito baja una mujer con pamela de flores y vestido blanco, amplio; habla con la dueña del bar, parece muy alterada, gesticula, señala a lo lejos y da  a Lisa unos papeles que lee con suma atención. Señalan hacia mí y me hacen señas para que salga mientras ambas mujeres se abrazan en la orilla.
El pánico se apodera de mi cuerpo, estoy imaginando cosas que no tienen por qué ser ciertas, imagino que han encontrado el cuerpo de Nicolás y que por ese motivo María del Fin ha venido a buscarnos y a contarnos lo sucedido. No puedo imaginar otro motivo para que estén en la playa, haciéndome señales como locas, pidiendo  que salga del agua. La vida nos ha puesto en contacto de una extraña forma y me hace daño pensar en verla sufrir, aunque no la conozca de nada. Nos ha unido una botella que flotaba en el mar. Ahora toco fondo y empiezo a caminar atravesando el agua a grandes pasos para acercarme a la orilla. María del Fin me abraza llorando. Dios mío no quiero oírlo. Nos miran casi todos los bañistas, curiosos. María del Fin me mira fijamente a los ojos con sus preciosos ojos color de mar llenos de lágrimas; siento un nudo en el estómago y ganas de salir corriendo. El asombro me deja helada. María del Fin me cuenta que se ha suicidado la tarde anterior, en el mismo acantilado en el que desapareció Nicolás, un empresario desesperado por la crisis; esta mañana han ido los efectivos necesarios a la zona para recuperar el coche y el cuerpo del finado que se encontraba sobre las rocas, a pocos pasos del mar; un operario se ha descolgado por el acantilado para sujetar el vehículo siniestrado con un cable de acero para elevarlo y ha visto, junto a un árbol que sale de unas rocas, la entrada de una cueva y una pierna que parecía moverse, quizás por causa del viento. Se ha acercado a la cueva para ver qué era y ha encontrado a Nicolás, deshidratado, herido y desorientado. Pero vivo. ¡Vivo! Se nos saltan las lágrimas a las tres, estamos tan abrazadas que noto las patadas del pequeño que María del Fin lleva en su vientre como si fuera mío. Tenemos que sentarnos en el chiringuito, en una mesa a la sombra junto a la que canta con frenesí un canario. Tomamos agua y damos gracias al cielo por la gran noticia; empezamos a temer por la salud de María del Fin que respira agitada, Lisa le trae una tila y recuperamos la tranquilidad y la alegría de vivir. Sintiéndolo mucho me despido de ellas después de intercambiar números de teléfonos y direcciones. El trabajo me espera pero voy feliz, dándole gracias a ese Dios que ha conseguido que se realice un milagro.


Dedicado a todos los que creen en los milagros. Un saludo. Gracias por leerme. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si te gusta compártelo con tus amigos. 

martes, 15 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 25 – Gaviotas y pescadores.

La playa de Dulcinea
25 – Gaviotas y pescadores.

A amanecido el día de plata y niebla, parece más una mañana de otoño que de pleno verano. No hace calor. Tengo cosas que hacer pero antes quiero ir a la playa, darme un buen baño y tomar un poco el sol, no mucho porque cada vez pica más y dicen que es malo. La arena está llena de pisadas de gaviotas, algunas aún andan por la orilla esperando poder comer algo por lo que disputan con gritos alborotados. Siempre hay alguien que les echa pan.
El chiringuito ya está abierto, veo a los camareros despachando cafés y tostadas a los clientes, muchos de ellos desayunan leyendo la prensa y escuchando el canto de los canarios que la dueña del local tiene en jaulas protegidos del so,l por las sombrillas que hay sobre las rocas y el tejado de cañas que da sombra a las mesas que están junto a la puerta del bar, que antiguamente debió ser la puerta de acceso al embarcadero y al gran chalet que domina la playa, su muralla de piedra se eleva unos cuantos metros sobre la arena, como el mirador desde el que nos miran unos ciclistas. Algunas nubes se empiezan a abrir dando paso a unos trozos de cielo azul que cada vez se van haciendo más grandes. Sobre las rocas, de pie, hay dos hombres que pescan; tienen varias cañas sujetas con un extraño artilugio y una cesta en la que meten sus capturas, llevan gorras, gafas de sol y un cigarrillo recién liado colgando de la comisura de los labios. Hablan con monosílabos y mantienen largos silencios mientras observan a las jovencitas que juegan a las palas en la playa haciendo saltar sus pechos firmes al correr hacia la pelota.
En la pequeña playa salvaje, la de piedrecitas finas que hay delante de los cuatro chalets está un joven haciendo yoga sobre una esterilla; solo de ver la postura que ha adoptado me duelen las piernas, le observo un rato mientras voy nadando hacia un pequeño bote que está fondeado frente al gran hotel en el que desayunan una cantidad inusitada de clientes vestidos para salir de excursión.
Frente a mi hay una pluma blanca que flota sobre las minúsculas  olas, es sedosa, curvada y pequeña pero se comporta como un velero surcando el mar hacia la orilla.
A lo lejos, tras la bruma, se adivinan los acantilados y las urbanizaciones que hay sobre algunos de ellos. Del centro de la bahía siguen saliendo y entrando aviones sin parar, como cada día.
Al entrar en el agua la he notado fría, se me ha puesto el bello de punta pero a los pocos minutos mi cuerpo se acostumbra y disfruto de un baño casi en solitario aunque por las escaleras ya bajan bañistas acarreando flotadores, sillas, neveras y niños con balones, palas y pelotas con las que romper la paz de este idílico lugar.
Paul está sentado al sol sobre su colchoneta de plástico rosa como un turista más, lee un periódico atrasado  que trae en portada la apertura del mundial de futbol, me saluda con la mano al pasar junto a él de vuelta a casa, justo en el momento en el que una invasión de jóvenes  esparcen toallas de colores y enormes pareos por los pocos espacios libres que quedan en la arena. Cuando subo las escaleras les oigo preguntarse unos a otros por la mejor crema de protección que se pueden poner mientras se turnan para esparcirla sobre sus pieles bronceadas. La fuerza del sol ha deshecho todas las nubes y un calor sofocante me espera en el semáforo que, como siempre, está en rojo.

Dedicado a todos los que disfrutan de sus vacaciones. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os apetece lo podéis compartir con vuestras amistades. Gracias.



lunes, 14 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 24 – Gambas a la plancha

La playa de Dulcinea
24 – Gambas a la plancha
Hace calor y viento, aún hay luz a pesar de que el sol hace rato que se ha escondido. Los chicos de las pelotas siguen jugando  con ellas, prácticamente han invadido toda la playa dejando a los pocos bañistas que quedamos contra el muro, a remojo  o pegados a las escaleras que dan al chiringuito. No hacen caso a las llamadas de atención que les hacemos y siguen chutando cañonazos.
Por el callejón, que lleva directo desde la calle al chiringuito, llegan grupos de personas y parejas, recién duchados, bien vestidos  y oliendo a crema para después del sol; bajan las escaleras despacio, disfrutando de un mar que parece un gran lago iluminado casi en todo su contorno. Van a cenar junto al mar en el chiringuito de la playa. Huele a pescado a la plancha. Casi todas las mesas están ocupadas y prácticamente todos los clientes van vestidos con colores claros. A los veraneantes antiguos se les distingue enseguida porque tienen un bronceado bonito que contrasta con el color rojo que presentan los recién llegados a los que parece molestarles la ropa y hasta el contacto de las sillas al sentarse; hay dos camareros luchando por conectar una televisión grande para poder ver la final de la copa del mundo de fútbol, no parece una tarea fácil ya que prueban cables y más cables y no encuentran la señal mientras Lisa sirve bebidas a las mesas, pasa los pedidos a la cocina y azuza a los chicos para que conecten de una vez la televisión ya que parece ser que el partido está a punto de empezar. Se mastica la tensión mientras de la cocina empiezan a salir platos que huelen de maravilla. Los chicos de las pelotas han dejado de jugar y ayudan a conectar la televisión hasta que consiguen que funcione, luego se sientan frente a la pantalla y piden cervezas y hamburguesas. Todos los presentes miran de reojo el partido mientras disfrutan de la cena y de una luna llena preciosa que hace un camino de plata sobre el mar. El agua está caliente, nado despacio, luego me quedo un rato flotando, viendo la gran luna y disfrutando de todo lo que me rodea, incluyendo las sombrillas iluminadas del chiringuito con los clientes cenando, el gran hotel iluminado con la terraza llena de mesas en las que tiemblan las llamas de las velas.
 A lo largo de la costa se ven los edificios iluminados y el mar que se ha vuelto negro y me envuelve mientras la luna, enorme y blanca, hace un camino de plata en el mar que de vez en cuando cruza algún velero que vuelve a puerto. Al salir del mar siento frio y agradezco el abrazo cálido de la toalla. El ascensor está cerrado, voy hacia las escaleras del fondo y creo ver en la cueva la colchoneta rosa de Paul con él encima, tapado con la manta roída, se entrevé el pie vendado  mientras el resto del cuerpo queda escondido en la oscuridad de la cueva. No tengo calor y siento el cuerpo relajado. Creo que hoy voy a dormir bien. Mientras espero  a que cambie de color el semáforo me sobresalta un rugido enorme que viene de todos los lados. Alguien ha marcado un gol.

Dedicado a todas las personas que pierden su tiempo en leerme. Muchas gracias. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados.


domingo, 13 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 23 –La curva del autobús

La playa de Dulcinea
23 –La curva del autobús
Estoy esperando en el semáforo. Tengo el pelo mojado y el sol me da en la espalda. Empieza una mañana que promete ser calurosa; dejo atrás el mar azul y brillante cubierto por un cielo vacío de nubes. De la escuela de vela salen grupos de veleros que se disponen a hacer prácticas y pequeñas regatas. El autobús toma la gran curva como un loco, da la impresión de que se va a tumbar en cualquier momento volcando con todos los pasajeros dentro.  Acaba de aparcar un coche junto al paso de cebra en el que estoy parada, de el sale una niña con un perrito blanco en brazos, la madre le dice que le ponga la correa y coja su flotador. Supongo que van a nadar a las rocas, porque es el único sitio en el que pueden estar con un perro, por muy pequeño que sea. La niña deja el perro en la acera mientras saca la correa de su mochila rosa, en ese momento el perrito echa a correr hacia la carretera justo en el momento en el que un gran autobús articulado coge la curva, para mi gusto, a demasiada velocidad. Se juntan los gritos de la madre y la hija con el frenazo del vehículo que no puede evitar convertir al animalito blanco en una bola de pelo grisáceo que rueda hasta el otro lado de la calle y queda tendido en la cuneta junto a una rejilla de desagüe. El autobús sigue su camino sin darle importancia al animal que no se mueve. Hija y madre cruzan la calle a todo correr, yo voy detrás. El perro tiene la lengua fuera y gime cuando la pequeña le coge en brazos y le llama repetidamente. Tula, tula, tula. Tulita. El animal gime casi sin fuerzas. Las dos están desorientadas; madre e hija se miran sin saber qué hacer. Me acerco y les digo en dónde está el veterinario del barrio, no está lejos, nada más terminar la gran curva. El veterinario no es muy simpático con los humanos pero trata muy bien a los animales. Se van dándome las gracias mientras el perrito parece recuperarse y lame la mano de su dueña. Poco después se cruzan con Paul que viene por la acera apoyándose en una muleta. Lleva un vendaje nuevo y limpio pero sigue con el turbante que se hizo con mi pareo en la cabeza. Sonrío al verle, le saludo con la mano, respondiendo al saludo que él me hace y subo la calle que sale a mitad de la curva. En menos de una hora tengo que estar en mi puesto de trabajo. Hace mucho calor.


Os deseo a todos un feliz día. Muchas gracias por leerme. Un saludo.Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados.  

sábado, 12 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 22 –Un diario sin noticias

La playa de Dulcinea
22 –Un diario sin noticias
Han pasado dos días y no hay noticias del desaparecido, se empieza a convertir en rutina mis paseos hasta el quiosco para comprar el periódico. Si en la primera página no pone nada es porque no saben nada. Esa noticia sería muy importante en una provincia tan pequeña como esta.
Llego a la playa. Hoy hace viento y calor aunque el aire es frío o quizás es que me estoy resfriando, sea como sea no me apetece nadar y menos, al ver las pequeñas olas encabritadas festoneadas de blanco. Hay niños jugando a la pelota y mayores jugando a las palas cerca de la orilla. Solo de oír el sonido de la bola contra las palas me pongo nerviosa, tengo ganas de ir hacia ellos y decirles que la playa, y más esta playa, no es para ponerse a hacer torneos de juegos de pelota en todas sus versiones. Estoy de mal humor, el viento saca de mi interior al animalito gruñón que protesta por todo. Antes de montar un número opto por sentarme en el chiringuito de Lisa, en una de las mesas que dan al mar. Pido un descafeinado con leche y una ensaimada, hoy me quiero dar un capricho. No me apetece nadar a pesar de la belleza del entorno; esas olas diminutas rizando el lomo del mar me dan frio. Desenrollo el diario, poco a poco, con miedo de descubrir en la primera página una noticia que no he visto antes. Está boca abajo, leo la última página y no hay nada de interés. Dejo que el hijo de Lisa ponga la taza y el plato sobre mi mesa y doy la vuelta al periódico. Se repiten las noticias de siempre, guerras, accidentes, excesos en playas y hoteles que dan, momentáneamente, mala fama a un lugar precioso y toda la sarta de discursos deportivos sobre los futbolistas del momento y sus logros, algunos tan edificantes como el andar mordiendo a los rivales. Menos mal que no entiendo de deportes aunque parece ser que no soy la única. Le he dado dos repasos al diario y no hay ninguna noticia sobre el desaparecido. Puede ser bueno o puede ser malo. No sé qué pensar, la realidad habitualmente supera a la ficción pero no tengo imaginación suficiente para elaborar una historia que termine bien con los datos de los que dispongo.
Hoy hay poca gente nadando y muchos empiezan a recoger después de ver como el viento les arranca de la arena las sombrillas una y otra vez. El día se está poniendo desapacible, pido la cuenta y veo venir a Lisa, saco unas monedas para pagarle y me suelta a bocajarro: “Han encontrado el coche en los acantilados. No había nadie en su interior. Lo acaban de decir por la radio”. Es una noticia que me eriza la piel. Nos miramos sin saber que pensar, las dos deseamos que no haya pasado lo que parece que ha pasado. Miro al cielo y, en silencio pido ayuda para alguien que no sé quién es pero que desde hace días me quita el sueño. Subo en el ascensor junto a la sillita de un bebé rubio que se hace caracoles en el pelo con una mano y se chupa el dedo de la otra mientras se le cierran, poco a poco, los ojos. Antes de dormirse del todo me sonríe chupándose el dedo.   


P.D. Dedicados a todos los que consiguen sonreír por un detalle pequeño. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados.

viernes, 11 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 21 –Un trozo de cristal

La playa de Dulcinea
21 –Un trozo de cristal
Se me está haciendo difícil volver a la playa, entre el calor sofocante, el trabajo y esta modorra veraniega que se aposenta en mi cuerpo me hace sentir que la playa está mucho más lejos; también, aunque no lo quiero reconocer, me ha afectado la historia de la botella,  conocer a María del Fin y la tristeza de sus preciosos ojos color de mar. A pesar de todo bajo pronto a la playa para darme un baño antes de ir a trabajar. Parece que llevo el mundo a la espalda; camino despacio y me cuesta respirar. Hace mucho calor. Demasiado para mi gusto pero al acercarme al mirador noto la brisa del mar que me refresca. El ascensor está cerrado; hasta las nueve no lo ponen en marcha. Bajo las escaleras despacio, disfrutando de toda la belleza que me ofrece la playa,  el mar a mis pies, la costa festoneada de bruma y los acantilados que se adivinan a lo lejos, justo después de la gran playa que dibuja el centro de la bahía. Los aviones siguen saliendo sin parar y entrando de la misma forma.
Le veo en cuanto doblo el último tramo de escaleras, hay un hombre sentado en un escalón y se mira el pie que sangra abundantemente. Debía venir, desnudo, de la ducha y se tapa a medias con la manta roída con la que también se seca la sangre que le brota del pie. Tiene un cristal verde clavado en la planta y lo mira como si hubiese visto un meteorito en mitad de la playa. Paso ante él y le doy los buenos días, he visto un cubo rojo en la orilla, no tiene asa, pero lo lleno de agua de mar y vuelvo junto al vagabundo que me mira y se tapa con la manta. Avergonzado. Lavo el pie y le quito el cristal; oprimo la herida hasta que deja de sangrar y la seco con el pareo. Al hombre le brillan los ojos. Me dice que se llama Paul y que vive ahí. Señala la cueva. Ya lo sé pero sonrío y le pongo unos pañuelos limpios en la herida mientras busco tiritas en mi cesta de paja; solo tengo dos. Mi pareo es un regalo de uno de los viajes que ha hecho mi madre, ya tiene muchos años pero le tengo cariño. Es alegre y de muchos colores. Miro mí pareo y rasgo una tira con la que vendo el pie de Paul, después de ponerle las tiritas  acercándole los lados de la herida lo más posible para que no se abra; le digo a Paul que no debe pisar con el pie herido hasta que pasen un par de días. Me da las gracias y se va a la pata coja hacia su cueva, tapándose el cuerpo con la manta.
El agua a estas horas está transparente y fresca, solo dos personas nos damos un baño en este momento; veo los peces a mi alrededor y la arena blanca que dibuja ondas en el fondo, como pequeñas cordilleras que se van hacia la mancha de algas que veo en la zona donde el mar se vuelve más profundo y azul.
Paul se va escaleras arriba a la pata coja, apoyándose en un palo que el mar debió acercar a la playa después de alguna tormenta, lleva el pie vendado con un trozo de mi pareo y el resto se lo ha puesto como un turbante en la cabeza. Ahora lleva pantalón corto y camiseta y desaparece en el mirador en el momento que salgo del agua. Así es fácil ir a trabajar. El sol ya calienta mi espalda cuando subo las escaleras.


P.D. Dedicado a todos los que en algún momento han ayudado a alguien y se han sentido bien por hacerlo. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados.   


jueves, 10 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 20 –Mirando a lo lejos

La playa de Dulcinea
20 –Mirando a lo lejos
 Después de un largo silencio en el que nos encontramos atrapadas, María del Fin me habla mirando a los acantilados lejanos mientras acaricia su prominente barriga y me cuenta lo mal que les han ido las cosas y como cada vez que parecía que sacaban la cabeza del agujero venía un contratiempo que hacía que la tuvieran que volver a esconder, a pesar de eso me habla de amor y trabajo en equipo, de depresión y tristeza, de apoyo y ternura día tras día.” Nico nunca fue el mejor candidato –me dice- pero es el que ha elegido mi cuerpo y mi corazón”. Se le escapan las lágrimas e intenta mirar hacia otro lado para que no la vea. Toda su vida ha sido una lucha continua, primero contra sus familias que no les querían ver juntos y luego contra todo lo demás. Solloza.
 ¡Es tan joven! Para que se recupere le cuento como encontré la botella, en dónde estaba y cómo la abrí. También le digo que siento no haberlo hecho antes y que desde ese momento no se me va de la cabeza. Ella me explica que Nico fue cocinero en un importante hotel durante muchos años hasta que lo cerraron y desde ese momento su vida fue un deambular de cocina en cocina, trabajando por días y hasta por horas para hacer comidas para turistas sin ningún tipo de interés culinario, lo que a Nico le estaba amargando la vida, pero no había más y él no lo aceptaba.
 Aún siguen sin noticias de él. María del Fin, se toma un agua fresca, a sorbitos, y sus maravillosos ojos verdes escudriñan el mar lejano sin encontrar a su compañero, a su amor, al cobarde que le ha dejado sola ante todos los peligros del mundo. Luego llora desesperada y quedamos en vernos otro día. Se va por el callejón que da al chiringuito desde la calle sin mirar atrás. Yo no la pierdo de vista hasta que cruza en el semáforo y la pierdo, oculta tras el tráfico que pasa por delante.


P.D. Muchas gracias a todos mis lectores por estar ahí y darme ánimos para que la historia siga cobrando vida cada día. Sin vosotros estaría metida en un cajón. Un saludo. Amaya


miércoles, 9 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 19 -Una visita triste

La playa de Dulcinea
19 Una visita triste
Llevo un par de días ojeando los diarios por si dicen algo de ese hombre desaparecido, el del mensaje en la botella. No hay noticias por ningún lado, empiezo a pensar, con gran alivio, que todo ha sido una broma de mal gusto. La policía no me ha llamado y yo no me atrevo a hacerlo, ¿qué puedo preguntar?; solo era una botella con un mensaje dentro. Me sigue llamando la atención que dentro de la botella hubiese un puñado de granos de arroz, parece como si la persona que lo preparó quisiera salvaguardar el documento de la humedad. No lo sé y creo que nunca lo sabré aunque en mi cabeza no dejen de dar vueltas hipótesis de todo tipo. No puedo acercarme a esa historia si esa historia no se acerca a mí.
La playa hoy está más despejada, debe ser día de colada y mercado o de relevo vacacional, sea como sea da gusto llegar y tener que pararte a pensar en qué lugar pones la toalla, es como cuando encuentras un montón de plazas  libres en un aparcamiento, al final no sabes en dónde aparcar; lo mismo me pasa hoy. Ya desde que bajo la escalera –para el ascensor hay cola de carritos y mamás- empiezo a calcular cual es el mejor sitio para colocarme.
Cada vez que veo el mar me viene a la cabeza la botella de Maçia Batle y todo lo demás, es una herida que no consigue cerrar mi cerebro, dolorido por los sueños de tragedias que inventa.
Me he sentado en la orilla, junto a las rocas que dan acceso al chiringuito y el primer sudoku cae ante mí como si fuera una suma de guardería. El agua está más fresca que en días anteriores y el mar tiene un color intenso y bello. Nadie juega a las palas, es como estar en las puertas del paraíso. El mar sigue pareciendo un lago con las urbanizaciones lejanas asomadas a los acantilados y a la enorme playa que domina el centro de la bahía desde la que se ven salir los aviones en un ir y venir constante hasta que se convierten en puntos brillantes que surcan un cielo totalmente azul.
Me he dormido y noto como alguien me toca en el hombro. Abro a medias un ojo, y entreveo a Lisa, la dueña del chiringuito que dice que alguien pregunta por mí y que me espera en la mesa más alejada de su establecimiento, la que está prácticamente, asentada sobre las rocas que dan al mar. Desde aquí no la veo pero Lis me explica cómo es: mujer, joven, con larga melena recogida en una trenza y un embarazo considerable. No hace falta que me diga más. Ya sé quién es. María del Fin, supongo. Pregunto imitando a una detective de película. Solo me contesta con un “sí” lacónico que me hace entender todo su dolor. Me dice que Nico, como ella le llama, aún no ha aparecido, que ha mirado en todos los lugares a los que a él le gustaba ir, ha preguntado a amigos, familiares y compañeros de trabajos y nadie sabe nada. Se lo ha tragado la tierra, o, seguramente, se lo ha tragado el mar.
No sé qué decirle. Las dos miramos al mar más lejano y guardamos silencio.


P.D. Dedicado a todas las personas que quieren leer y disfrutan de hacerlo. Gracias por estar ahí. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados.

martes, 8 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 18 -Ritmos y más ritmos

La playa de Dulcinea
18 -Ritmos y más ritmos
Mi playa tiene ritmo, tiene ritmo en el rumor igual de las olas que llegan a la orilla, en el sonido de los pies que bajan por las escaleras, en el relevo de las horas que se repite casi todos los días de la misma forma, en el sonido de los vasos y cubiertos sobre los manteles de papel de las mesas del chiringuito, en el rumor lejano de los autobuses y el tráfico que pasa, parando, a intervalos regulares en el semáforo que hay frente al mirador. Tiene ritmo, ritmo de mar, olas, voces y pieles que huelen a coco y a cremas solares. Olores a tabaco y a algún porro escondido, sabores a mar enfurecido y a mar en calma. Ritmo de voces que llegan y dan órdenes a los niños –que no obedecen- y se van, sin que les hayan obedecido.
Mi playa es un crisol de formas, colores y olores que se reconoce hasta con los ojos cerrados.
Cada día en el chiringuito se repiten los olores y los ruidos, podría saber qué hora es solo con oler el aroma que me trae el aire desde su diminuta cocina en la que se encadenan paellas y hamburguesas sin descanso.
En el ritmo de cada día suben y bajan personas por las escaleras y el ascensor, hay vida y hay muerte en las conversaciones, hay ilusiones y penas en las miradas y, sobre todo, la necesidad de sentir como cambiamos la piel con la caricia del sol y su calor: al hacerlo es como si nos alejásemos de los sufrimientos de cada día para volver a nuestros hogares renovados con una piel nueva y un brillo en los ojos llenos de esperanza.
La playa no es solo un lugar feliz, es un lugar en el que se ponen en la parrilla del astro rey las infidelidades, las penas, las dudas, el dolor de las metas no conseguidas y el temor de las decisiones tomadas. Mi playa es un crisol de esperanzas en el que cada uno deja, a escondidas, su última lágrima perdida entre las olas con la esperanza de que sea eso: La última lágrima.
En los ritmos de mi playa te toca llegar y marchar y siempre, al hacerlo, hay una última mirada que se dirige hacia el mar, justo en el momento en el que nuestros pasos enfilan por el paseo bajo la sombra de los árboles y la playa, poco a poco, se vuelve cada vez más pequeña y lejana. Eso no quita que sigamos sintiendo en nuestra piel el abrazo tirante del mar y del sol en diminutas sales que blanquean nuestro cuerpo. El recuerdo de los baños de mar aun refresca nuestra memoria hasta que la bofetada del calor del coche o del autobús hace que volvamos, de golpe, a la realidad.


P.D. Dedicado a todos los que se refrescan con la lectura. Gracias por estar ahí. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados

lunes, 7 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 17 –Un caballo en la playa

La playa de Dulcinea
17 –Un caballo en la playa
La playa pequeña, mi playa, se ha quedado casi vacía; todo el mundo va hacia la cala grande en la que se ve galopar y trotar por la orilla a un hermoso animal, dorado como el sol y bello como un sueño. Como una autómata voy detrás de la gente caminando por la orilla sin darme cuenta de que lo hago. En mi cabeza dan vueltas las palabras que traía dentro la botella y que he leído hace unas horas una y otra vez. Se me han quedado grabadas en la memoria.
Hay un gran revuelo en la playa, los niños saltan delante de las cámaras apostadas en varios lugares distintos, preguntan al grupo de producción y se cuelan en la zona acotada. El director de la filmación da órdenes a unos y a otros mientras se abanica con un abanico azul. Suda a mares y su traje color arena se le pega al cuerpo por todas partes. Repiten hasta la saciedad la escena, una simple escena de un caballo cabalgando por la orilla con una bella amazona sobre él, vestida con un vestido de gasa blanco y una pamela a juego. Espectacular. Para mi todas las tomas son iguales, para el director no. Una nube que tapa el sol hace que se pare el rodaje durante unos minutos en los que aprovechan para limpiar las lentes de las cámaras, beber agua y refrescarse la cabeza.
Los curiosos empiezan a estar aburridos de ver una y otra vez lo mismo y vuelven hacia el fondo de la playa, a la calita de la cueva en la que solo queda la colchoneta rosa del vagabundo que esconde en la cueva y unos ancianos a los que no les merece la pena el paseo para ver algo que se pueden imaginar perfectamente en cuanto se lo cuenten los que vuelven. Muchos vecinos lo han grabado con el móvil y se vuelven hacia la playa viendo la calidad de las imágenes que han tomado. El mar está espectacular; tranquilo y transparente mientras del puerto salen los barcos que van hacia Barcelona y Valencia, como cada día, a la misma hora.
Ha empezado a soplar el Embat con su brisa marina fresca y agradable. Hace calor pero no lo noto tanto como en otras ocasiones. La playa vuelve a su ritmo habitual, el relevo se sucede como cada día. Se van los que vinieron muy temprano dejando hueco a los que disfrutan del sol fuerte, ese que cada vez me gusta menos y nos daña más.
Me cruzo con el vagabundo que baja las escaleras cuando yo las subo, parece un turista más, bronceado, vestido solo con bañador y su eterna mochila al hombro a la que va atada la manta raída, la deja sobre la colchoneta de plástico rosa que ha debido encontrar olvidada en la playa o arrastrada hasta la orilla el día del temporal y se sumerge dando saltos, en el mar.

P.D. Dedicado a todos los sueñan, leen y disfrutan de las pequeñas cosas de cada día. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados.

La playa de Dulcinea 16- Charlando con la policía

La playa de Dulcinea
16- Charlando con la policía
Sigo helada. No sé cómo he sido capaz de llamar a la policía. Ni me he planteado no hacerlo o pensar que es una broma. Creo que es, o puede ser, cierto, pero no quiero llamar al teléfono que viene en la nota. La policía se encargará si lo cree necesario. Estoy conmocionada.
En pocos minutos llegan dos coches patrulla. Los visitantes de la playa están alterados, se reúnen en grupos en la orilla, nos miran y hacen conjeturas, ya que nadie, hasta ahora, sabe qué es lo que ha pasado. Los adultos nos miran desde lejos sin disimulo,  mientras los niños se van acercando y observan a los agentes que toman notas y hacen fotos de los lugares que les voy marcando. Me arrepiento de no haber abierto la botella el día anterior aunque no pierdo la esperanza de que todo sea una broma de mal gusto. Desde el mirador nos observa un buen grupo de personas que imaginan cualquier cosa.
El inspector llama al número de teléfono anotado en la cuartilla y le contesta una mujer. Oigo su voz alterada. Siento que me voy a desmayar. El inspector habla con ella, le hace preguntas y toma notas. En unos minutos se van todos los agentes, alterando la tranquilidad de la calle con las sirenas de los coches patrulla.
Una vecina se acerca a preguntarme por lo que ha pasado mientras me tomo una tila en el chiringuito. La dueña me acaba de preguntar lo mismo y ambas me escuchan con el terror pintado en sus caras. No tardan en pasar la información a los curiosos que se acercan hasta la barra, en pocos minutos ha corrido la noticia como la pólvora.
En la playa grande se forma un revuelo cuando sacan de un camión, que se ha acercado hasta la orilla, a un precioso caballo de crines doradas. Nunca he visto un animal tan bello, la gente corre para verlo de cerca mientras los operarios  acotan un trozo de playa en el que van a grabar un anuncio con él y con una joven de larga melena que lo monta con maestría.   
Parece que todos han olvidado lo sucedido menos yo, que miro hacia los acantilados del otro lado de la bahía y pido al cielo que no se haya tirado al mar la pareja de María del Fin.


P.D Dedicado a mi amigo Juan “Puput” que me da ideas e imágenes para mis relatos de verano. Muchas gracias por leerme. Todos los derechos reservados. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren

La playa de Dulcinea 15 -Mensaje en una botella

La playa de Dulcinea
15 -Mensaje en una botella
He pasado la noche soñando con la botella y su mensaje misterioso. Tengo que hacer esfuerzos para no bajar a la playa de madrugada y abrirla. Temo que alguna ola se la haya llevado mar adentro. Por suerte consigo entretenerme con el Facebook y con un par de sudokus que se me resisten. Al final consigo terminarlos haciendo una pequeña trampa mientras desayuno. He dado la vuelta a la manzana con la perrita y la he dejado en casa en contra de sus deseos. Quiero ir sola. Imagino mil historias que puede contener el papel que hay en esa botella, quizás un enamorado lejano, un turista que se despide de la isla, un joven que busca su alma gemela, un náufrago que pide auxilio dando las coordenadas de las estrellas que ve cada noche desde su islote perdido en mitad del mar, una mujer que grita a los mares para que le devuelvan a su marino desaparecido…no sé, en este momento todo y nada es posible. Quizás solo sea el juego de unos chicos que hicieron una apuesta en la noche de San Juan.
En la cesta de paja, que llevo colgada al hombro, tintinea el sacacorchos contra el termo en el que he metido agua fresca. Hace mucho calor, un calor pegajoso e incómodo pero el aire huele a tierra mojada, como si acabase de llover no muy lejos.
En la playa ya están los primeros bañistas, los madrugadores, todos nos conocemos de vista y nos saludamos de lejos con una pequeña elevación de cabeza o una sonrisa. A veces con las dos cosas. Voy hacia las rocas, saludando a la dueña del chiringuito con la mano, sin parar. Llego a la zona de rocas y arena gruesa en donde están las barcas. La botella está en el mismo lugar en el que la dejé; la cojo y vuelvo a mirarla, en su interior hay un papel enrollado y atado con algo que parece una goma o una cuerda. Saco de la cesta la toalla y la pongo sobre las algas, cerca de las rocas, mientras observo como el camarero rastrilla la zona en la que tiene las hamacas de alquiler, luego me siento y saco el sacacorchos, ese que lleva tantos años conmigo que ya no recuerdo de donde vino, quien lo trajo o con qué vino me lo regalaron. Recuerdo cuando podía beber mi vino favorito y se me dibuja una sonrisa mientras descorcho, no sin cierta dificultad, la botella en la que aún se ve claramente la etiqueta. Dentro, junto al rollo de papel, hay un puñado de granos de arroz que se escurren entre mis dedos. Quito la goma verde y se abren dos cuartillas escritas a mano con una bonita letra que a veces se redondea y otras se crispa sobre el papel. Me tiemblan las manos. El sol me da de frente y me pongo las gafas de sol que llevo sobre la cabeza. Comienzo a leer, despacio, con el interés y la curiosidad del que cree que va a descubrir un tesoro.
“Querida María, si recibes una llamada al móvil que te he dejado bajo la almohada es que todo se ha consumado. Lo siento. Te amo. Te amo tanto que tengo que alejarme de ti para siempre, no soporto más días y años de paro, enloqueciendo en cada segundo en busca de un trabajo que no encuentro, inventando una alegría que no siento y escondiendo el gran dolor que me causa el ser el causante de tu tristeza y tu cansancio continuo; se me parte el alma cuando te veo trabajar día y noche, llevar la casa y cuidar de ese cuerpo amado y frágil que lleva en tu vientre la vida de nuestra hija, esa que no veré nacer; porque si me quedo y la veo ya no seré capaz de hacer lo que hoy estoy dispuesto a hacer. Por tu bien, por el mío, por el de la pequeña que solo he visto en el video de las ecografías que te han hecho, estoy en el acantilado en el que te robé por primera vez un beso y voy a volar hacia ese mar del color de tus ojos. Ya sabes que no sé nadar pero tampoco se vivir sabiendo que no te hago feliz a pesar de lo mucho que sé que me amas. Menos que yo a ti, te lo aseguro. Sin mi te verás libre de deudas y problemas y podrás ser feliz cuidando de nuestra hija que espero que llames con el más bello nombre que encuentres. A tu salud me tomo esta botella de Maçias Batlle que, como sabes, es nuestro vino de las grandes celebraciones, luego me lanzaré al mar con la mochila puesta y la botella dentro envuelta en una toalla para que no se rompa si choca contra las rocas. No puedo más, amor mío. Desde el cielo cuidaré vuestros pasos ya que no he sido capaz de poderlo hacer desde la tierra. Mi amor eterno estará siempre con vosotras. Te amo. Siempre tuyo. Nicolás.
Si alguien encuentra esta botella, por favor llamen al teléfono 8712050500 y pregunten por María del Fin. Gracias.    
Me he quedado helada. Mi cuerpo no reacciona y se queda aferrado a las últimas cuartillas que, supuestamente, ha escrito un ser humano al borde del abismo; nunca mejor dicho.

 P.D. Dedicado a los que luchan cada día a pesar de estar al borde del abismo. Siempre hay una esperanza. Gracias por leerme. Todos los derechos reservados. Amaya Puente de Muñozguren.

viernes, 4 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 14- Tormenta nocturna.

La playa de Dulcinea
14- Tormenta nocturna.
Algo le pasaba al mar esta noche, estaba agitado y protestando; golpeando olas contra las rocas. En la gran playa se han visto chicos y chicas saltando las olas con sus tablas, haciendo equilibrios sobre ellas y cayendo de forma estrepitosa, ganados por el mar, una y otra vez, hasta bien entrada la noche, cuando las olas, las rocas y la arena tienen el mismo peligroso color, menos las crestas que espumean en la penumbra dando un aspecto de velo fantasmal a todas las crestas azotadas y despeinadas por el viento. Parece una noche de otoño. El aire se enfría y revuelve con rabia levantando a su paso remolinos de hojas agostadas y arena.
Hoy no es día de playa, como mucho es para ir a pasear o a ver la playa pero no está el mar para baños, con toda su furia a arrancado algas del fondo y las ha arrastrado a la orilla en donde esperan pacientes ser recogidas por el hombre de pelo blanco en sus grandes bolsas de plástico para convertirse, seguramente, en abono de  algún terreno no muy lejano. El camarero del bar, que a la vez cuida la limpieza de la playa y el alquiler de las hamacas, está dudando en si rastrillar ahora la playa o dejarlo para el día siguiente. Teme los enfados de este mar tan tranquilo que cuando se cabrea asombra a todo el mundo por su fiereza.
Bajo a la playa dejando que la perrita corra por la orilla como una loca saltando detrás de las gaviotas que se acercan a picotear algo entre las algas. Le digo, muy seria, que no se le ocurra hacer pipí en la playa; lo demás ya lo ha hecho en el mismo alcorque de cada día, lo he recogido y tirado a la papelera, como siempre. Me mira, parece entenderme y sale disparada a por una gaviota que grita, como un niño pequeño, al levantar el vuelo. Mientras tanto yo paseo por la orilla disfrutando del olor a algas y de la tranquilidad que hay en la playa. Llegando a las rocas, que hay una vez pasada la zona en la que está el chiringuito, veo una botella flotando en el agua a poca distancia de la orilla. Algún niño  ha perdido su pala de plástico para hacer castillos y agujeros y ahora la utilizo para acercar la botella a la orilla. La perrita corre a mí alrededor y ladra contenta, luego sale disparada hacia otra gaviota, escarba en la arena hasta hacer un agujero más grande que ella y vuelve a salir disparada hacia la orilla. Al final se ha mojado entera pero la temperatura es buena en las zonas en las que no sopla el aire. Dejo la botella sobre una roca en la zona de playa salvaje, muy cerca de las dos barcas que duermen boca abajo. La vuelvo a coger y la miro. Dentro hay un papel y el tapón está tan metido que solo la voy a poder abrir rompiéndola, pero me preocupa que algún cristal perdido pueda cortar a alguien. Con mucha inquietud vuelvo a dejar la botella sobre las rocas, medio escondida en la zona en la que siempre hay menos gente, con la esperanza de que al día siguiente, cuando baje de nuevo a la playa, pueda descubrir cuál es el mensaje secreto que lleva en su interior. 


P.D Dedicado a todos los que les gustan los misterios, acertijos e historias de miedo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Gracias por leerme.