La
playa de Dulcinea
21 –Un
trozo de cristal
Se me
está haciendo difícil volver a la playa, entre el calor sofocante, el trabajo y
esta modorra veraniega que se aposenta en mi cuerpo me hace sentir que la playa
está mucho más lejos; también, aunque no lo quiero reconocer, me ha afectado la
historia de la botella, conocer a María
del Fin y la tristeza de sus preciosos ojos color de mar. A pesar de todo bajo
pronto a la playa para darme un baño antes de ir a trabajar. Parece que llevo
el mundo a la espalda; camino despacio y me cuesta respirar. Hace mucho calor.
Demasiado para mi gusto pero al acercarme al mirador noto la brisa del mar que
me refresca. El ascensor está cerrado; hasta las nueve no lo ponen en marcha.
Bajo las escaleras despacio, disfrutando de toda la belleza que me ofrece la
playa, el mar a mis pies, la costa
festoneada de bruma y los acantilados que se adivinan a lo lejos, justo después
de la gran playa que dibuja el centro de la bahía. Los aviones siguen saliendo
sin parar y entrando de la misma forma.
Le veo
en cuanto doblo el último tramo de escaleras, hay un hombre sentado en un escalón
y se mira el pie que sangra abundantemente. Debía venir, desnudo, de la ducha y
se tapa a medias con la manta roída con la que también se seca la sangre que le
brota del pie. Tiene un cristal verde clavado en la planta y lo mira como si
hubiese visto un meteorito en mitad de la playa. Paso ante él y le doy los
buenos días, he visto un cubo rojo en la orilla, no tiene asa, pero lo lleno de
agua de mar y vuelvo junto al vagabundo que me mira y se tapa con la manta.
Avergonzado. Lavo el pie y le quito el cristal; oprimo la herida hasta que deja
de sangrar y la seco con el pareo. Al hombre le brillan los ojos. Me dice que
se llama Paul y que vive ahí. Señala la cueva. Ya lo sé pero sonrío y le pongo
unos pañuelos limpios en la herida mientras busco tiritas en mi cesta de paja;
solo tengo dos. Mi pareo es un regalo de uno de los viajes que ha hecho mi madre,
ya tiene muchos años pero le tengo cariño. Es alegre y de muchos colores. Miro
mí pareo y rasgo una tira con la que vendo el pie de Paul, después de ponerle
las tiritas acercándole los lados de la herida
lo más posible para que no se abra; le digo a Paul que no debe pisar con el pie
herido hasta que pasen un par de días. Me da las gracias y se va a la pata coja
hacia su cueva, tapándose el cuerpo con la manta.
El agua
a estas horas está transparente y fresca, solo dos personas nos damos un baño
en este momento; veo los peces a mi alrededor y la arena blanca que dibuja
ondas en el fondo, como pequeñas cordilleras que se van hacia la mancha de
algas que veo en la zona donde el mar se vuelve más profundo y azul.
Paul se
va escaleras arriba a la pata coja, apoyándose en un palo que el mar debió
acercar a la playa después de alguna tormenta, lleva el pie vendado con un
trozo de mi pareo y el resto se lo ha puesto como un turbante en la cabeza.
Ahora lleva pantalón corto y camiseta y desaparece en el mirador en el momento
que salgo del agua. Así es fácil ir a trabajar. El sol ya calienta mi espalda
cuando subo las escaleras.
P.D.
Dedicado a todos los que en algún momento han ayudado a alguien y se han
sentido bien por hacerlo. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de
Muñozguren. Todos los derechos reservados.
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