La
playa de Dulcinea
27 –Una
abuela cantarina
La
noche se me ha hecho muy larga y he venido a la playa más tarde de lo habitual
porque, al final, me dormí a última hora. La playa está tranquila, hay varias
mamás con niños y grupos de jóvenes que, por suerte, no juegan a las palas ni
con pelotas; se hacen fotos en grupo y
ríen de las caras que ponen. Otros oyen música y los clientes habituales del
chiringuito ya están terminando de leer los diarios y tomar el desayuno.
Hoy
noto el agua fría, hace días que no se ven medusas y que los peces no nos mordisquean
los pies, sigue tan transparente como siempre y es una delicia sumergirse en
ella, poco a poco, aclimatando el cuerpo.
Por las
escaleras baja una pareja de unos cincuenta y tantos años con un niño pequeño
de la mano –seguramente su nieto- van cargados con flotadores pelotas, nevera y
bolsas. Da la sensación de que se van a quedar a vivir en la playa. Desde aquí
ya oigo a la mujer dándole órdenes al niño. Se ha terminado la paz. En varios
minutos han esparcido todos los trastos por la playa y el abuelo se da el
primer baño con su nieto en la orilla. El niño lloriquea y hace pucheros.
Derrotado, el hombre, va hacia su mujer que toma tranquilamente el sol en top
les, después de colocar sillas y sombrilla e hinchar la colchoneta está agotada
y ha puesto las tetas y su gran barriga al sol. El nieto llora en la orilla y
ella, a gritos le dice que se calme mientras levanta su cuerpo voluminoso de la
silla y se acerca hacia el pequeño. Le lleva al agua y empieza a cantar
canciones infantiles a todo volumen. Todos nos enteramos, varias docenas de
veces, de que el niño se llama Fernandito y de que la abuela, con su hermosa
braga rosa de volantes sumergida en el mar, se sabe todas las canciones de su
infancia. Oímos como le canta y juega con él al corro de la patata, a cruzar la
barca y hasta canta la canción de los “mosqueperros” y la de la sirenita. Estoy a punto de hacerle
el coro, aunque opto por alejarme de la orilla, nadando con prisa. Lejos, en la
zona del mar profundo, se siguen oyendo sus canciones, gritos y aplausos. Puede
que el niño no oiga bien porque si no, no lo entiendo.
El
abuelo de la criatura le grita a su mujer, desde la toalla, que no grite al
niño, mientras este, por fin, encuentra una afición que le entretiene y aleja
de ello. Está intentando coger peces con una red y persiguiendo cangrejos por
las rocas. Cuando la abuela deja de cantar y de llamar al pobre Fernandito se
posa un silencio en la playa tan relajante y adormecedor, como un bálsamo.
Todos respiramos profundamente ante este fantástico regalo de paz inesperada.
Vuelvo a la playa un segundo antes de que mi piel pase de su color natural al
color morado, me tumbo al sol y recojo su calor agradecida. Es la hora del
bocadillo y la abuela, que canturrea en su silla viendo las fotos de una
revista de cotilleos, se lo hace saber a su nieto a gritos, rompiendo de nuevo
la paz del lugar. Creo que es mejor que me vaya a casa, no soporto oírla
canturrear todas las canciones del verano de los últimos cincuenta años que,
para desgracia de todos los que estamos en la playa, se las sabe enteras y las
canta, ella cree que de maravilla. No lo aguanto más, cuando subo las escaleras
oigo como ellos vienen detrás y estoy a punto de salir corriendo.
P.D. Dedicado
a todos los que a veces tienen que aguantar cosas que no les gustan. Gracias
por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos
reservados. Si te gusta pásalo a tus amigos.
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