La
playa de Dulcinea.
12- Una
playa adaptada
Estoy
esperando a que el semáforo se ponga verde para los peatones y, mientras tanto
observo el trajín de una pareja de mediana edad que está sacando de la
furgoneta a un joven que va en silla de ruedas, por los rasgos puedo asegurar
que son familia, seguramente padres e hijo.
En una
furgoneta que está aparcada detrás de ellos salen unos chicos que están
descargando material de buceo, aletas, trajes, pesos, cuerdas y un carrito que
parece un coche fórmula uno adaptado para entrar en el mar. Los jóvenes bajan
todo el material por las escaleras mientras los padres y el chico de la silla
de ruedas bajan en el ascensor de
puertas transparentes a través de las que se ve el mar como si fuera una postal
para turistas. Los dos grupos y yo llegamos a la vez a la playa, pongo mi
toalla junto a la orilla y los chicos dejan todo su equipo muy cerca de mí
mientras el joven de la silla de ruedas mira, inquieto y sentado en su silla
desde el final del paseo de tablones que se acerca casi hasta la orilla. Nos
mira nervioso, pregunta cosas a sus padres y se frota las manos en el bañador.
Hace un día radiante de sol aunque la playa no está llena. El chiringuito sí,
no cabe nadie más al resguardo de las sombrillas y del techo de cañas. El mar
está en calma, tan solo besan la orilla las pequeñas olas que levantan los
cruceros que han salido del puerto de la ciudad, allá a lo lejos, hace unos
minutos.
Siguen
los preparativos de los cuatro jóvenes. El de la coleta da órdenes a unos y a
otros y se acerca al chico de la silla de ruedas, les oigo hablar en inglés; le
va explicando todo lo que van a hacer, cuántos minutos van a estar dentro del
agua, en qué consiste la aventura, lo que le van a poner y cómo tiene que
actuar. El joven asiente, mira al mar, se frota las manos, ríe, mira a sus
padres que hacen fotos y vídeos de cada segundo de los que están viviendo
mientras se deja poner el traje de neopreno, las aletas, los plomos y las
gafas, que se pone el sólo, sin poder disimular los temblores que le sacuden.
No deja de sonreír. Le miro. Tiene varias cicatrices por todo el cuerpo. Parece
un superviviente del dolor pero sonríe como un ángel. Su madre enjuga unas
lágrimas a escondidas mientras le enfoca con la cámara que inmortaliza este día
tan especial para ellos. Entre tres le trasladan desde su silla de ruedas a la
silla adaptada, le sientan en ella y bajan despacio la rampa de tablones hacia
el mar. El joven de la coleta da órdenes a unos y a otros: “ponle los pesos”,
“colócale la almohadilla para el cuello,” “no entréis muy rápido en el mar,
darle tiempo para acostumbrarse” y un largo etcétera de preguntas y órdenes. La silla adaptada, con sus gruesas ruedas de
tacos ha desaparecido en el mar, sólo se ve la cabeza de los tres que están en
el agua mientras las dos chicas juegan a las palas en la orilla, esperando que
vuelvan. A los pocos minutos un grito les hace tirar las palas y recoger,
tirando de un cable, la silla adaptada que se seca al sol durante más de media
hora. A lo lejos tres cabezas desaparecen en el mar. Los padres salen del mar,
abrazados, llorando y sonriendo. Todo a la vez. Hay una calma tensa que nos
rodea, parece como si todos los que estamos en la playa nos hayamos dado cuenta
de golpe de lo afortunados que somos al no necesitar ninguna de esas ayudas y
qué afortunado es ese muchacho que, necesitándolo, lo tiene. Hoy nadie grita en
la playa y podemos reflexionar sobre la suerte que tenemos.
P.D.
Dedicado a todos los que siempre se quejan. Gracias por leerme. Amaya. Todos
los derechos reservados.
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