domingo, 30 de noviembre de 2014

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 8- La primera noche

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
8- La primera noche.
Ha anochecido de golpe, casi una hora antes de lo que estamos acostumbradas en la tierra de mis antepasados. No he conseguido convencer a, Marutxi, para que se quede sola en casa para ir a hacer la compra, menos mal que mi madre –que no se fía mucho de cómo cuida el vecino a mis mascotas- me ha dejado unas cuantas cosas en la nevera, lo justo para poder hacer un café con leche, una tortilla o hacer un sanwich de jamón de york y queso.
Mi abuela ha visto la tele, ha cambiado los canales y me ha vuelto loca, con el volumen altísimo toda la tarde. No deja que me aleje ni dos metros y eso que el apartamento es tan pequeño que se ve de golpe. Tiene miedo a pesar de que mis dos mascotas se han puesto a su lado para cuidarla y dejarse acariciar por sus manos temblorosas. Yo intento leer y, de vez en cuando mando, y recibo, algún mensaje de mi amigovio, que está deseando verme -y tocarme-, como yo; aunque no sé cómo lo vamos a hacer si mi abuela sigue controlándome de esta manera, espero que mi madre me pueda echar una mano pronto porque si no voy a quedarme sin pareja con derecho a roce de un momento a otro. A ver cómo se lo explico.
Marutxi no se quiere duchar ni bañar, llevo media hora intentando convencerla de que va a dormir mejor si lo hace, pero me contesta, una y otra vez, que no está sucia y que no son horas de ducharse ni de darse un baño. Le preparo una tortilla de jamón york y una taza de leche y me suelta, a bocajarro, que ella solo cena un tazón de leche con pan. No tengo pan pero si un paquete de galletas sin abrir. Toma la leche con galletas, protestando y diciendo que no se la trata como ella se merece, desprecia la tortilla con un gesto de desdén que me duele pero a mis mascotas les encanta cuando se la doy, partida en trocitos en dos platos iguales; ¿qué hago, le recuerdo que no me ha dejado salir a hacer la compra?, ¿o paso de sus comentarios y no se los tengo en cuenta? Vamos a tener la fiesta en paz, ya queda poco para que se acueste y pueda ver a Santi, que hace media hora que espera en el coche aparcado junto a mi portal. Cuando comento que tengo que sacar a dar un paseo a la perrita, mi abuela coge el andador y la chaqueta y se dirige hacia la puerta. No sirve de nada que le diga que me espere en casa viendo las noticias de la tele ni que le prometa que voy a volver enseguida. Viene conmigo, protestando, pero viene, seguida por la perrita y por la gata, que nos espera en el muro de la casa del vecino. Santi sale del coche y me da un beso de esos que me dejan sin respiración, (y a mi abuela también). Se lo presento y le dice, muy seca: “Buenas noches joven, ¿no es muy tarde para estar por la calle?”. Santi le dice, educadamente, que no hay hora mala para ver a la chica que quiere y a la que no ha visto desde hace meses. Luego se instala el silencio entre los tres mientras esperamos que a la perrita le dé la gana de dejar de olisquear las plantas y hacer sus necesidades. Nunca ha tenido tantos espectadores pendientes de sus necesidades fisiológicas.
Santi me abraza, me mira, me estruja contra su cuerpo y me deja claro, muy claro, que quiere algo más, pero ¿cómo? Disimuladamente le mando un mensaje explicándole que mi abuela no se quiere quedar sola ni un segundo. Él me contesta, de la misma forma, que esperará hasta que la abuela se duerma, en el coche y luego tendremos nuestra fiesta de reencuentro. Yo no lo veo tan fácil. Empiezo a estar de muy mal humor, si esto va a seguir así vamos a tener que poner unas cuantas normas de convivencia. Marutxi nos mira y dice que no entiende por qué nos suenan tanto los móviles todo el día.
-Es que tenemos muchos amigos, abuela –le contesta Santi.
-Pues vete con ellos, joven, que mi nieta me tiene que cuidar hasta que me ponga bien.
-Yo también necesito que su nieta me cuide, señora –le contesta mi amigovio, dejándonos a las dos asombradas y casi con la boca abierta.
Volvemos los tres hacia el apartamento y, antes de entrar, Marutxi se le planta delante y le da las buenas noches. Santi me da un beso y va hacia su coche. A los pocos segundos recibo un mensaje en el móvil que dice que esperará en el coche hasta que se duerma la abuela.
Insisto para que se duche y consigo la misma respuesta que antes. No y no. Marutxi bosteza y aprovecho para decirle que es hora de acostarse, dice que sí, pero que me tengo que acostar con ella, si no, no. Tiene mucho miedo.
-Muy bien, abuela, si quieres que veamos la tele voy a llamar a Santi para que venga a ver la tele con nosotras y así charlo un poco con él.
-Mira, hija, estoy pensando que lo de darme un baño no es tan mala idea, ¿me vas a ayudar?
P.D. Dedicado a todos los que en algún momento han puesto a prueba su paciencia de una forma exagerada. Muchas gracias por leerme. Todos los derechos reservados. Si os ha gustado, compartirlo con la familia y amigos. Un saludo literario. Amaya Puente de Muñozguren.

sábado, 29 de noviembre de 2014

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 7-Volver a casa

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
7- Volver a casa
Parece que no he conducido en la vida, el coche de mi madre da saltos, se me cala, no tiene fuerza en las cuestas y parece que teme entrar en las curvas, eso sí, tiene los cristales limpios y el depósito lleno, pero la señal de falta de aceite está encendida desde que he puesto la llave en el contacto. Marutxi mira por la ventanilla, está triste por la discusión que ha tenido con su hija –mi madre-. Insiste en que es capaz de subir y bajar cada día cuatro pisos con el andador. No me atrevo a recordarle lo que pasó ayer en las escaleras de su casa, si no llega a ser por los vecinos que la ayudaron a subir, aún estaríamos intentándolo. En vez de enfadarla más, saco la conversación del detalle que ha tenido, Vicente, al bajar del taxi para besarle la mano, ella se la mira como si pudiese ver el beso estampado en ella y sonríe, a partir de este momento le vuelven la sonrisa y las ganas de hablar, aunque dice que no le apetece salir con viejos. Tengo que mirar hacia el otro lado para que no me vea sonreír.
Por suerte hay sitio para aparcar en mi calle, justo delante de la puerta de entrada al bloque de apartamentos. Oigo ladrar a mi perrita y veo que la gata está sobre el muro de la casa del vecino que las ha cuidado todas estas semanas. Lo primero que hago es acompañar a Marutxi a su nueva residencia, cruzamos el jardín comunitario, la piscina está vacía y ya no hay hamacas y sombrillas; el portero las ha debido guardar, tengo que hablar con él para que  deje fuera una silla y una mesa para que mi abuela se pueda sentar al sol. Entramos en casa, huele bien y me reciben mis niñas con ladridos y maullidos; dejo a las tres en el sofá mientras vuelvo al coche para recoger el equipaje. Tengo que hacer dos viajes. Dejo las maletas de mi abuela dentro de mi dormitorio, que es en donde se va a quedar y saco unas cuantas prendas del armario para dejarlas en el armario del pasillo y poderme vestir si ella duerme. Le enseño el apartamento -poco hay que enseñar-, una habitación, un salón comedor, una cocina, un baño completo y una terraza que da al mar. Mi abuela no deja de repetir: ¡qué bonito, hija, que bonito!
Por fin estamos en casa, mis animalitos están bien, se alegran al verme, juegan y saltan por el apartamento. Tienen agua y comida en los comederos y se las ve bien de salud, el hijo del vecino las ha cuidado bien, tengo que ir a verle para darle las gracias y pagarle lo acordado.
Nos tomamos un café en la terraza, acompañadas por los mimos de la gata y la perra que están contentas de vernos, al cabo de un rato se suben al sofá y se duermen mientras mi abuela no se cansa de ver el mar y de alabar la buena temperatura que tenemos y las vistas espectaculares de las que podemos disfrutar. Le hablo de la playa, que se entrevé detrás de los pinos y le cuento anécdotas del verano pasado, se asombra al saber que la casa de verano del rey está tan cerca y quiere ir a ver “mi playa” en cuanto descanse un poco. Nos quedamos absortas mirando el mar y acariciando a mis “niñas”. Cuando regreso de dejar las tazas del café en el fregadero veo que, Marutxi, se ha quedado dormida en la silla con la perrita sobre su regazo; les pongo una manta y voy a deshacer las maletas y a hacer hueco en el armario para colocarle la ropa. Es un buen momento para revisar mi vestuario y tirar unas cuantas prendas que hace más de dos años que no me pongo, ese es el tiempo que llevo intentando quitarme estos cuatro kilos de más que no hay forma de perder. La gata me vigila desde la cama mientras el resto de la casa se mantiene en calma, es la primera vez que estoy en silencio, de día y con mi abuela cerca. La experiencia de estar junto a mi abuela en el hospital ha sido dura, pero no sé por qué, me temo que ahora empieza lo peor. Espero poder superarlo.


P.D. Dedicado a todas esas personas que la vida hace valientes y capaces de todo, a fuerza de necesidad. Muchas gracias por leerme. Obra con todos los derechos reservados. Si os ha gustado, compartirlo con la familia y amigos. Gracias. Amaya Puente de Muñozguren.    


Medio otoño y un invierno con Dulcinea 6-En el Paseo Marítimo

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
6- En el Paseo Marítimo
El aeropuerto queda atrás en pocos minutos. Es un placer poderme quitar la chaqueta y tener las manos libres. Escucho la conversación de Marutxi y Nieves –mi abuela y mi madre-, se ponen al día en todos los cotilleos del barrio y de la familia. Más tarde, Marutxi, aprovecha para quejarse de la forma en la que la han tratado sus hijas. No le sirve la excusa de que tienen trabajo, se queja de que han ido poco a verla, de que no le han querido teñir el pelo y de que siempre se olvidaban de llevarle colonia, y algún pastel, cuando iban a verla al hospital.
Hemos entrado en la ciudad por el Paseo Marítimo, estamos paradas en el semáforo que hay delante de la catedral, a nuestro lado, en el otro carril, hay un taxi y delante, la cola suficiente como para que no pasemos en el tiempo que tarda en abrirse dos veces el semáforo, por lo menos. Es la hora de salir del trabajo. Alguien me saluda desde el asiento de atrás del taxi, le devuelvo el saludo sin fijarme en quién es mientras escucho los comentarios de mi madre y mi abuela como si fueran el rumor del mar.
-Abu,…Marutxi, mira, te saludan desde ese taxi. Es Vicente. Te está saludando otra vez.
En este momento Vicente baja del taxi, se acerca a la ventanilla en la que, Marutxi, tiene apoyado el brazo, le coge la mano y se la besa con ternura. Luego vuelve a su taxi y comienza una tanda de saludos y más saludos, de coche a coche, hasta que, por fin, nosotras torcemos hacia la derecha mientras el taxi sigue hacia el Club de Mar. Paramos en un restaurante al lado de casa de mi madre, en el que ha reservado mesa con vistas al mar, para celebrar la llegada de su madre. La abuela quiere ir a casa a descansar y no entiende como no puede subir cuatro pisos y quedarse en casa de su hija mayor, como ha hecho siempre. La comida resulta ser una discusión continua porque madre e hija no se ponen de acuerdo. La abuela jura y vuelve a jurar que ella puede subir y bajar cuatro pisos cada día. Mi madre insiste en que ella tiene turnos malos en el hospital y guardias un fin de semana si, y otro también, y no puede hacerse cargo de atenderla. Intenta explicarle, que si se queda en su casa, va a estar sola casi todo el día ya que trabaja en la consulta del doctor Martínez todas las tardes, al terminar su turno en el hospital. Hay que pagar la hipoteca y ayudar a su hija, (a mí), pero la abuela no lo entiende ni quiere entenderlo.
-       Ya veo que los viejos molestamos en todas partes, me tendría que haber quedado en mi casa y pedirle a una vecina que me ayude –dice, Marutxi, a voz en grito-.
Todos los comensales del local han dejado de hablar y nos miran con curiosidad. Nuestra comida se está enfriando mientras seguimos intentando convencer a mi abuela de que en el mejor lugar en el que se puede recuperar es en mi apartamento: no tiene escaleras, está cerca de la playa, tiene un bonito paseo y hay bares, biblioteca, farmacia, consultorio médico y tiendas en los alrededores. No me conozco cuando doy un manotazo en la mesa y digo, con voz más alta de lo que debiera: “abuela, vas a venir a vivir conmigo, quieras o no quieras, hasta que puedas caminar sin el andador. Después ya hablaremos. Se ha terminado la discusión”.
Los clientes del restaurante retoman sus conversaciones después de estar unos segundos en silencio, mirándonos, que se me hacen eternos. Marutxi, llora en silencio, mi madre también.
-Nena, quédate mi coche, yo iré a trabajar en autobús, solo son dos paradas hasta el hospital, seis hasta la consulta y diez hasta tu apartamento. Te va a hacer falta para llevar a la abuela al médico, sacarla de paseo y hacer la compra. Aquí tienes algo de dinero para los primeros gastos. Os llamaré cada noche. Lo siento, mamá, siento que la fiesta de bienvenida, que te había preparado con todo mi cariño, se haya convertido en un mal recuerdo. Espero que entiendas por qué lo hacemos así.
Antes de que mi abuela conteste, salimos del restaurante y nos despedimos. Todas estamos de mal humor. Mi madre me da las llaves del coche y dos besos, intenta besar a su madre y esta esquiva su cara mientras frunce el ceño. La veo alejarse hacia su casa, cabizbaja. Esta reunión familiar no tendría por qué haber terminado tan mal, me consta que a las dos les duele el haber llegado a esta situación. Es hora de volver a mi casa.


P.D. Dedicado a todos los que han tenido discusiones familiares incomprensibles, que les han dejado un amargo sabor de boca. Gracias por leerme. Todos los derechos reservados. Si os ha gustado compartirlo con la familia y amigos. Gracias. Amaya Puente de Muñozguren. 

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 5-El reencuentro

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
5- El reencuentro
El vehículo nos deja delante de la parada de taxis, a pesar de que le pido, al conductor, que nos acerque a la otra acera, en la que nos espera, en el coche, mi madre; él me dice que las ordenanzas no le permiten dejarnos más lejos, ni dándole –como le doy- una propina. No sé cómo me las voy a arreglar para empujar el carro del equipaje y ayudar a mi abuela a llegar hasta el coche. Van a ser los cien metros más largos de mi vida, por más señas que hago y más veces que llamo al móvil de mi madre, no consigo que me vea ni que me conteste. Marutxi, no quiere que deje ni un segundo su equipaje y yo no puedo, por esta acera tan estrecha, llevarla a ella y al carro a la vez. Hace calor y sudo a chorros pero no puedo llevar el chaquetón en ningún sitio sin arriesgarme a perderlo o que se me caiga y tropiece con el. Hago señas a mi madre, pero sigue sin verme. Me alejo de mi abuela cinco pasos para hacer señas y llamar la atención de la conductora del coche gris, pero sigue sin mirarme –creo que se está pintando los labios-. Tengo ganas de chillar y de llorar, pero me contengo un poco antes de gritar: ¡Madre!, a la vez que mi abuela grita: “¡Mi nieta, mi nieta, que me abandona! Por supuesto esa frase, oída a mi espalda, me hace parar en seco y dar la vuelta.
-Pero, abuela…
-Maritxu, niña, Maritxu.
-Maritxu, ¿cómo puedes pensar que te he traído hasta aquí, para dejarte abandonada?
-Cosas peores se oyen en la tele.
Se me saltan las lágrimas al ver que la viejita tiene los ojos llorosos y le tiembla la voz, le doy un fuerte abrazo y me olvido del carro, del equipaje, del andador y de la madre que me pario. Solo quiero abrazar a mi abuela y que sienta todo el amor que me causa su persona, su compañía, los recuerdos que me ha regalado desde niña y la profunda tristeza que me causa el verla sufrir. Nunca la he conocido tan vieja como hoy, pero es lo más joven que va a ser de aquí en adelante y no quiero que tenga ni un solo mal recuerdo. Si tenemos que llamar a un taxi para ir hasta el coche, lo llamaremos, pero la distancia más grande a la que voy a estar de mi abuela es la que lleva de su mano a mi mano.
-Marutxi, vamos a jugar al gran gusano, tú vas delante con el andador, yo te doy la mano y con la otra arrastro el carro del equipaje, cuando te canses te sientas y yo espero hasta que podamos seguir un poquito más.
El juego parece encantarle  y empieza a tararear una canción.
-Vale, pero dame la otra mano, que este es mi hombro operado. Ya ves, hija, parezco un mecano. La cadera, el hombro, una rodilla…lo tengo todo…nuevo. Como una niña de quince años.
Caminamos despacito, sin soltarnos, a veces la oigo como suspira y se me parte el corazón. Me prometo no darle un disgusto nunca más, por más que me enfade. Mi madre sigue pintándose, ahora los ojos; veo como sube y baja la mano con un lápiz en la mano, pero no se le ocurre mirar hacia la acera por la que avanzamos lentamente, mientras los aviones pasan sin parar sobre nuestras cabezas, y los coches y autobuses nos despeinan al pasar a nuestro lado. Voy repitiendo para mis adentros. “No me quiero cabrear, no me quiero cabrear”.
-Parece mentira que tu madre, sabiendo cómo venimos, no esté más atenta –me dice, Marutxi, leyendo mis pensamientos.
-Es para que no tengamos que ir hasta el aparcamiento, que eso sí que está lejos.
-Y así no paga. Ya, si ya la conozco yo bien.
Estamos a menos de cinco metros del coche gris de mi madre cuando la veo levantar el parasol y sonreírnos ampliamente. Sale del coche, feliz y preciosa, con el maquillaje perfecto y el peinado perfecto. Nuestro aspecto dista mucho de ser como el de ella, solo nos parecemos en la forma de los ojos, almendrados, pero cada una de distinto color: negros los de mi abuela, color de miel, mi madre, y verdosos los míos. Madre e hija se abrazan con alegría, se miran y vuelven a abrazarse, hasta que, Marutxi, le echa a su hija la bronca con la que llevo pensando casi media hora. Tengo que mirar para otro lado para que no vean que me estoy riendo. Mi madre pone excusas, mi abuela le afea la falta de atención y le exige que le ayude a sentarse en el coche. Yo, mientras tanto, coloco el equipaje en el maletero y, lo que no cabe, lo meto en el asiento de atrás, a mi lado. Por fin el coche arranca, sin intermitente y sin mirar si viene alguien. Empiezo a rezar, a San Cristóbal, para que mi madre sea capaz de llevarnos, sanas y salvas, hasta mi casa.



P.D Dedicado a todas las personas que tienen que superar duras pruebas para no dejar solos a sus mayores. Muchas gracias por leerme. Todos los derechos reservados. Si os ha gustado, compartirlo con la familia y amigos. Un saludo literario. Amaya Puente de Muñozguren.

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 4-Volando hacia casa

4 – Volando hacia casa
El avión lleva minutos andando por la pista, tanto es así que algunos pasajeros empiezan a preguntarse si es que vamos a volver al aeropuerto de origen por carretera. Mi abuela está inquieta, no deja de preguntarme cuándo vamos a parar; cada vez habla más fuerte, al igual que otras personas mayores que se están poniendo nerviosas –no se parecen en nada a las personas que hace diez minutos aplaudían y cantaban al piloto por haber tomado tierra tan delicadamente-. Un azafato les explica que la terminal a la que tiene que dirigirse el avión está muy lejos y no pueden exceder la velocidad en pista; la mitad de los pasajeros mayores no le han oído y la otra mitad no han entendido nada, por suerte el piloto nos explica a todos, por megafonía, que debido a las características y dimensiones de este aeropuerto, internacional, las distancias entre fingers son muy grandes aunque si miramos por las ventanillas del lado derecho podemos empezar a ver las rampas que dan acceso a las salidas. Ya están acoplando el túnel de salida al avión y casi todos los pasajeros están de pie, nerviosos, sudando y empujándose con las maletas de mano que, a duras penas, han sacado de los compartimentos superiores sin miramientos. Los vuelos baratos te dejan lejos de la salida de la terminal –dice, tras de mí, un hombre a su acompañante-. Me cuesta hacerle entender, a mi abuela, que es mejor que espere sentada para no sobrecargar su cadera, pero se empeña en levantarse una y otra vez y apoyarse en su andador que, a duras penas, puede abrir. Minutos más tarde se cansa y vuelve a sentarse. Está de mal humor, el pelo se le pega a la frente y tiene la cara brillante de sudor, pero no se quiere quitar la chaqueta porque teme que se la vayan a robar. En la enésima vez que le pido que se siente me contesta, a gritos, que no le llame abuela, que le llame Maritxu, porque ella es muy joven para tener una nieta tan vieja. Me avergüenzo y sonrojo mientras oigo risas apagadas en los asientos cercanos. Un hombre mayor, que se sienta al otro lado del pasillo - grueso y con el pelo blanco- se dirige a ella y le dice lo joven y preciosa que está, y que él había pensado que la señorita que se sienta a su lado (oséa, yo) era su hermana. La cara de satisfacción de Marutxi es imposible de describir, le mira, ladeando la cabeza y agitando las pestañas y le sonríe entre pícara y alagada. No sé en dónde meterme, ahora, la que suda a mares soy yo. El hombre se acerca a nosotras –con medio paso le basta-  y le entrega una tarjeta, que no tarda en coger y leer en voz alta, alargando lo suficiente el brazo como para poder leerla, sin tener que sacar del bolso las gafas: “Vicente García –Abogado”.
-Vengo a este precioso lugar de vacaciones, a casa de mi hijo. Estaré hasta que termine el invierno y para mí sería un honor invitarla a tomar un aperitivo, en algún lugar bonito frente al mar. Espero su llamada. Si quiere que su hermana pequeña nos acompañe, hágamelo saber y le diré a mi hijo que venga para hacerle compañía.
Marutxi, sonríe embobada, tanto es así que no se ha dado cuenta de que el avión se ha vaciado y que nos está esperando, en la pista, el transporte especial para personas de movilidad reducida. Estamos solas con la tripulación,-ella ríe como una niña mimada ante tanta atención-.  No pone ningún tipo de impedimento cuando la bajan en silla de ruedas y la acomodan en el vehículo, a mí me toca ir detrás, con el equipaje de mano que no ha querido facturar. Atravesamos el aeropuerto, adelantando a las personas que arrastran sus maletas de mano por los interminables pasillos y cintas transportadoras. Cuando pasamos a la altura de Vicente García, Marutxi, le llama por su nombre y le saluda con la mano, como una colegiala; luego hace con la mano una señal de ponerse el teléfono en la oreja y sonríe. En el fondo me gustaría ser como ella. Nada le avergüenza, a mí, todo, y más cuando veo que Vicente le tira un beso, con la mano. No sé en dónde esconderme.
Cojo un carro y esperamos a que lleguen nuestras maletas, bueno, las de Marutxi. Toda la ropa que me he puesto, en los tres últimos meses, la llevo en la maleta de mano. Vicente aprovecha la espera para acercarse y charlar con mi abuela, que lo recibe, encantada, sentada en el vehículo. El conductor y yo comenzamos una charla sobre el tiempo mientras miramos de reojo como se pone en marcha la cinta transportadora y empiezan a aparecer, tras las cortinas negras de goma, las maletas de todos los pasajeros de nuestro vuelo.


P.D. Dedicado a todos los que han tenido que viajar con personas mayores y han superado la prueba con alegría. Gracias por leerme. Si os ha gustado, compartirlo con la familia y amigos. Gracias. Todos los derechos reservados. Un saludo literario. Amaya

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 3-En el aeropuerto

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
 3-En el aeropuerto
Los vecinos han venido a desayunar  con nosotras, han traído pasteles y café recién hecho. Están todos, quieren despedir a su querida vecina de toda la vida. Hasta Paquito, el heladero, el que tiene el negocio en la acera de enfrente, ha subido al piso para darle dos besos y ayudarla a bajar. Luego han repartido besos y lágrimas con los mejores deseos de una pronta recuperación. El Taxista nos espera en el cruce de la calle Bailén y la del Dos de Mayo, para no entorpecer el tráfico. Cruzamos la ciudad entera, mi abuela mira con pena los lugares conocidos a los que no sabe cuándo va a poder volver –andando, como a ella le gustaría, y no con este andador, al que ya odia-. Me habla de sus recuerdos en el parque de los patos, de cuando llevaba a sus hijos a andar en los triciclos del parque y a dar de comer a los patos y cisnes del lago. Le brillan los ojos mientras contesta las llamadas del teléfono móvil, sus hijas, todas trabajando y con los maridos en paro, le desean feliz viaje y prometen llamarla cada día. Todas envidian su suerte aunque ella, por el brillo que hay en sus ojos, noto que se siente triste y desilusionada. El taxista nos deja delante de la puerta de salida del aeropuerto nuevo.
Maritxu anda lentamente con el andador, es difícil empujar el carro con las maletas y ayudarla a empujar este aparato al que no se acostumbra. Aprieta los dientes y frunce el ceño, pero ni una sola queja sale de sus labios. Se queda sentada mientras saco las tarjetas de embarque y solicito que la acompañen al avión en una silla de ruedas.
Está sumergida en sus pensamientos, mira a la lejanía, sin fijarse en nada ni en nadie y, a veces, sonríe tristemente. Algo masculla entre dientes cuando llega el chico con la silla de ruedas. Mi abuela me mira como si la hubiese delatado y me dice que eso de la silla de ruedas es para viejos. Ella no es vieja, solo un poco mayor. Me cuesta convencerla, le digo que el avión está muy lejos, que es difícil subir al autobús y que así puede ir más cómoda sin gente que la empuje y la pise. Parece aceptarlo, de mala gana, y la veo alejarse, empujada por un joven que no ha dejado de sonreír desde que ha llegado. Cuando entro en el avión la veo sonriendo y hablando con un azafato, el más guapo de toda la tripulación. Le han dado un asiento preferente y un zumo, de esos que no puede tomar. Me mira triunfante y no digo nada. Total, el mal ya está hecho; si consigo que tengamos un buen viaje, merece la pena que tome un poco de azúcar de más. Lo compensaremos más tarde, haciéndole beber más agua.
El vuelo comienza a la hora prevista, el paisaje de los montes verdes y el mar, extrañamente en calma, apaciguan los nervios de, Maritxu, que mira y señala los montes y todos los picos que ella, como experta montañera, conoce bien. Añora los tiempos en los que hacia excursiones, hace años que no sube al monte, más que en coche, cuando alguna hija la puede llevar de excursión, o a tomar el aire puro de las montañas, como a ella le gusta.  Cuando el paisaje se aleja tanto de nosotras que se vuelve una mancha marrón, mi abuela se duerme dejando caer la cabeza, mientras sus manos siguen cruzadas sobre la falda negra de tablas.
Al llegar a la costa mediterránea el piloto nos explica, por la megafonía del avión, cuánto tiempo queda para aterrizar, la temperatura que hace en el exterior y la temperatura que nos espera en el aeropuerto. Calor, algo extraño para esta época del año. Marutxi, se despierta de golpe, me mira asustada y sonríe al reconocerme.
-Mira abuela, esa es mi playa.
-¡Qué bonita!, hija, esto parece el Paraíso. Es como si el gran Dios hubiese dado mordiscos en la orilla formando estas playas preciosas. El mar es tan transparente que desde aquí veo las rocas del fondo.
Mi abuela me mira un momento, fijamente, me agarra de la mano, se santigua y espera a que el avión tome tierra. Un grupo de la tercera edad, que va en la cola del avión, aplaude de forma escandalosa y le canta al piloto, que da las gracias por megafonía. Mi abuela se une al aplauso. Me mira y pregunta, muy bajito: “hija, ¿va a venir tú madre?”.
-Sí, abuela, sí. Nos está esperando.


P.D. Dedicado a todos los que han tenido que viajar con una persona mayor y no les ha resultado fácil. Muchas gracias por leerme. Obra registrada. Todos los derechos reservados, si os ha gustado, compartirlo con la familia y amigos. Un saludo literario. Amaya Puente de Muñozguren

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 2-La casa de Marutxi

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
2 -La casa de Marutxi
El taxista nos deja en el portal de la casa de mi abuela y quedamos en que vendrá a recogernos al día siguiente para llevarnos al aeropuerto. De mi infancia recuerdo la calle empinada, las escaleras de madera, -desgastadas por el paso de los vecinos durante tanto tiempo-, la gran ventana que hay en las escaleras, entre piso y piso, y que da a un patio en el que se ven las ropas de las vecinas tendidas en cuerdas verdes de nylon y macetas con plantas y geranios con flor. En algún lugar cantan unos canarios y les responden otros más lejanos. Huele a cocido y a jabón de lavar, a cera para madera y a humedad. Es una aventura subir a mi abuela por esas escaleras combadas que ella tan bien conoce, le faltan las fuerzas y temo que se vaya a caer de un momento a otro. Arrastrándome con ella escaleras abajo. Por suerte sube uno de los vecinos que se alegra mucho de verla y me reconoce -según dice- aunque hecha una bella mujer y no la mocosa flacucha que era. Cosa que me halaga, aunque en estos momentos solo pienso en la mejor manera de poder subir a, Maritxu, al tercer piso en el que ha vivido durante sesenta años. “Hija, yo estas escaleras me las subía a la pata coja, embarazada, con un bebé en un brazo y la cesta del mercado en la otra mano”. Si, y la bombona de butano encima de la cabeza –pienso para mis adentros-. Pero ahora no es lo mismo, abuela –le digo con una sonrisa-, a la que ella responde con otra, llena de tristeza, que me enseña sus dientes, que aún mantiene después de tantos años, embarazos y enfermedades. Las mujeres de antes eran más fuertes –dice el vecino, a mi lado-, se adelanta y a los pocos segundos baja con su hijo, un joven que no está nada mal. Entre los dos suben a, Maritxu, hasta su casa, sentada a la sillita la reina, mientras ella va cantando una canción de cuando era pequeña. “A la sillita la Reina, que nunca se peina, un día se peinó y la sillita se rompió”. Ríe como una niña y les pide a los dos hombres, pícaramente, que dejen de mirarle las piernas. El padre, ríe, divertido, mientras el hijo se sonroja y mira hacia el techo del hueco de la escalera, en el que baila, suavemente, una tela de araña. Le sonrío y su rubor se multiplica por diez mientras me devuelve una tímida sonrisa.
Llegamos a la puerta de la casa de mi abuela; ella les invita a una copa de vino y a un mosto, para el chico, pero ambos declinan la invitación y le dan la bienvenida a casa, a lo que mi abuela, Marutxi, les informa de que mañana partiremos hacia tierras más cálidas, a mi casa, para recuperarse de la operación y aprender a caminar con su nueva prótesis. Se despiden con besos y abrazos y quedan en venir a buscarnos, para ayudarnos a bajar y a llevar el equipaje hasta el taxi. Me alegro de haberles encontrado, no sé cómo  hubiésemos logrado subir sin ellos. Descansamos en las butacas del recibidor mientras mis recuerdos infantiles reconocen el olor de esta casa, los colores del papel pintado de las paredes y los armarios que huelen a manzanas verdes. Hacer la maleta de mi abuela es muy fácil, tiene muy claro lo que quiere llevar: cuatro faldas plisadas, iguales pero en distinto color, media docena de camisas, dos chaquetas de lana, un chaquetón, dos camisones, ropa interior, dos pares de zapatos, las zapatillas y la bata, tres pastillas de jabón Heno de Pravia, un frasco grande de colonia “Embrujo de Sevilla” y la cadena, de la que cuelga la alianza de su difunto marido, al que toda la familia seguimos echando de menos.
Pasamos la tarde viendo la tele y charlando sobre todo lo que oímos en ella y cuando empieza a anochecer voy a la tasca para buscar algo para cenar, Marutxi, solo quiere un tazón de leche con sopas de pan y azúcar, lo que ha cenado toda su vida. Yo pido un bocadillo de tortilla de patatas y una cerveza bien fría. Cenamos en la mesa del comedor, frente a la tele, viendo las noticias del día, que, como siempre, no son buenas. Acaba de morir la Duquesa de Alba y eso trae a la mente de mi abuela un sinfín de recuerdos que se entretiene en contarme con todo lujo de detalles, luego me habla de las fotos de la comunión de todos sus hijos, mis tíos y tías, que están en una hilera en la pared del salón; son fotos de un palmo de largo, todas con el marco en color marrón, parecidos, pero no iguales, en cada una hay un niño, o niña, vestido de comunión, con el rosario, los guantes blancos y el libro de tapas nacaradas en las manos. Todos tienen rasgos muy parecidos y sonríen al que les mira desde su foto en blanco y negro. Marutxi, se levanta pesadamente, se agarra al caminador y da un beso, que traslada de su boca a la mano, y de ahí a cada uno de los nueve cuadros, despidiéndose de ellos hasta el día siguiente. Me pide que de cuerda al reloj de pared que cuelga sobre las fotos mientras ella se asea. En el beso de buenas noches que me da, antes de irnos cada una a nuestro cuarto, me queda el olor a polvos de talco y el tacto suave de sus  manos cálidas, llenas de arrugas. Cuando me meto en la cama, húmeda y fría, suenan las campanadas del reloj del salón que nos van a acompañar, despertándome, toda la noche.

P.D. Dedicado a todos los que han dormido mal en casa de un familiar. Gracias por leerme. Todos los derechos reservados. Amaya Puente de Muñozguren.



Medio otoño y un invierno con Dulcinea 1- Salimos del hospital

Medio otoño y un invierno con Dulcinea

1-  Salimos del hospital 
                                      
Añoro mi casa, mi playa y hasta mi precario trabajo, del que prescindí para venir a cuidar a mi abuela, aquí, en la tierra de mis antepasados; al norte, donde el frio llega antes y el sol sale menos, donde el mar es más bravo y en vez de azul tiene color verde-gris y las olas remontan los diques en los días de tormenta. Me encanta esta tierra pero me entristece. Me he vuelto mediterránea.
Estoy harta de olor a hospital y gente enferma. La operación fue un éxito, dijeron los médicos -pero de eso hace más de diez semanas-, lo que nadie nos dijo es que la recuperación iba a ser tan lenta. Mi abuela, Marítxu, “Marítxu Sendagorta Gorbea, para servir a Dios y a usted” -como se presenta ella cada vez que alguien le pregunta su nombre-. Es una mujer alegre y cantarina, hasta en los días en los que el dolor de la operación le hacía fruncir el ceño sujetando un lamento que no llegaba a salir de sus labios, ha revolucionado a toda la planta de traumatología, conoce a todo el mundo, da ánimos y consejos y hace corrillos con otras abuelas y abuelos en los que cuentan chistes verdes y se parten de risa agarrados a sus andadores, sillas y muletas. Todos van vestidos con el uniforme hospitalario que tan bien les sienta, sobre todo cuando no se ponen la bata sobre el camisón y van, caminando por el pasillo del hospital enseñando medio culo.
A mi abuela y a mí nos causa una gran satisfacción salir del hospital, aunque también nos da pena por la buena gente que dejamos atrás. Hemos pasado momentos inolvidables –tanto buenos, como malos- y muchos de los viejecitos se van a quedar un poco más solos cuando nos vayamos, a algunos no les viene a ver nadie, a otros solo les llaman por teléfono de vez en cuando y, a los menos, les llenan la habitación de nietos los sábados por la tarde. Aunque parezca mentira nos cuesta salir del hospital porque no podemos dejar de despedirnos de nadie; uno por uno, nos dan besos y abrazos los enfermos, los sanitarios, los médicos, las señoras de la limpieza y hasta los familiares de los ingresados. Cuando llegamos a la puerta de salida el gran Txomin –un armario de dos por dos, todo músculo y sonrisa-, nos dice que, como jefe de seguridad, no nos puede dejar salir porque nos llevamos la alegría del hospital. Maritxu y yo nos miramos aterradas hasta que nos damos cuenta de la broma. Txomin nos da un gran abrazo de oso y nos despide con lágrimas en los ojos. Desde las ventanas del primer piso, muchas manos nos dicen adiós. Las vemos borrosas entre las lágrimas que se nos escapan en el momento justo de subir al taxi, que nos va a llevar al piso de mi abuela y de ahí al aeropuerto. Por fin de vuelta a mi casa y a mi playa de la que tanto le he hablado a mi abuela. La miro de reojo y veo como  le brillan los ojos mientras observa el mundo que existe detrás de las ventanillas del taxi. Lleva las manos enlazadas sobre el regazo, como si rezara; las venas azules le sobresalen de la blanca piel, hinchadas, casi a punto de reventar entre la maraña de arrugas que forman sus manos en las que brillan las uñas pintadas de rosa nacarado. Ese que tanto le gusta. Tiene el pelo rizado y rubio claro, porque ahora le ha dado por decir que no quiere llevar el pelo blanco porque parece una vieja, (a sus casi ochenta años se siente muy joven), a pesar de que le he dicho una y mil veces que tiene un pelo blanco precioso que podría lucir con orgullo. Pero no quiere, y dos días antes de salir del hospital, me hizo ir a buscar a la hija de una vecina, que es peluquera, para que le tiñera el pelo de rubio dorado. Ella así se ve bien y no hay nadie en el mundo que sea capaz de hacerle cambiar de opinión.



P.D. Dedicado a todos los que han tenido que cuidar a un mayor y dejar otras cosas por ello. Todos los derechos reservados. Gracias por leerme. Amaya Puente de Muñozguren