4 – Volando hacia casa
El avión lleva
minutos andando por la pista, tanto es así que algunos pasajeros empiezan a
preguntarse si es que vamos a volver al aeropuerto de origen por carretera. Mi
abuela está inquieta, no deja de preguntarme cuándo vamos a parar; cada vez
habla más fuerte, al igual que otras personas mayores que se están poniendo
nerviosas –no se parecen en nada a las personas que hace diez minutos aplaudían
y cantaban al piloto por haber tomado tierra tan delicadamente-. Un azafato les
explica que la terminal a la que tiene que dirigirse el avión está muy lejos y
no pueden exceder la velocidad en pista; la mitad de los pasajeros mayores no
le han oído y la otra mitad no han entendido nada, por suerte el piloto nos
explica a todos, por megafonía, que debido a las características y dimensiones
de este aeropuerto, internacional, las distancias entre fingers son muy grandes
aunque si miramos por las ventanillas del lado derecho podemos empezar a ver
las rampas que dan acceso a las salidas. Ya están acoplando el túnel de salida
al avión y casi todos los pasajeros están de pie, nerviosos, sudando y
empujándose con las maletas de mano que, a duras penas, han sacado de los
compartimentos superiores sin miramientos. Los vuelos baratos te dejan lejos de
la salida de la terminal –dice, tras de mí, un hombre a su acompañante-. Me
cuesta hacerle entender, a mi abuela, que es mejor que espere sentada para no
sobrecargar su cadera, pero se empeña en levantarse una y otra vez y apoyarse
en su andador que, a duras penas, puede abrir. Minutos más tarde se cansa y
vuelve a sentarse. Está de mal humor, el pelo se le pega a la frente y tiene la
cara brillante de sudor, pero no se quiere quitar la chaqueta porque teme que
se la vayan a robar. En la enésima vez que le pido que se siente me contesta, a
gritos, que no le llame abuela, que le llame Maritxu, porque ella es muy joven
para tener una nieta tan vieja. Me avergüenzo y sonrojo mientras oigo risas
apagadas en los asientos cercanos. Un hombre mayor, que se sienta al otro lado
del pasillo - grueso y con el pelo blanco- se dirige a ella y le dice lo joven
y preciosa que está, y que él había pensado que la señorita que se sienta a su
lado (oséa, yo) era su hermana. La cara de satisfacción de Marutxi es imposible
de describir, le mira, ladeando la cabeza y agitando las pestañas y le sonríe
entre pícara y alagada. No sé en dónde meterme, ahora, la que suda a mares soy
yo. El hombre se acerca a nosotras –con medio paso le basta- y le entrega una tarjeta, que no tarda en coger
y leer en voz alta, alargando lo suficiente el brazo como para poder leerla,
sin tener que sacar del bolso las gafas: “Vicente García –Abogado”.
-Vengo a este
precioso lugar de vacaciones, a casa de mi hijo. Estaré hasta que termine el
invierno y para mí sería un honor invitarla a tomar un aperitivo, en algún
lugar bonito frente al mar. Espero su llamada. Si quiere que su hermana pequeña
nos acompañe, hágamelo saber y le diré a mi hijo que venga para hacerle
compañía.
Marutxi, sonríe
embobada, tanto es así que no se ha dado cuenta de que el avión se ha vaciado y
que nos está esperando, en la pista, el transporte especial para personas de
movilidad reducida. Estamos solas con la tripulación,-ella ríe como una niña
mimada ante tanta atención-. No pone ningún
tipo de impedimento cuando la bajan en silla de ruedas y la acomodan en el
vehículo, a mí me toca ir detrás, con el equipaje de mano que no ha querido
facturar. Atravesamos el aeropuerto, adelantando a las personas que arrastran
sus maletas de mano por los interminables pasillos y cintas transportadoras.
Cuando pasamos a la altura de Vicente García, Marutxi, le llama por su nombre y
le saluda con la mano, como una colegiala; luego hace con la mano una señal de
ponerse el teléfono en la oreja y sonríe. En el fondo me gustaría ser como
ella. Nada le avergüenza, a mí, todo, y más cuando veo que Vicente le tira un
beso, con la mano. No sé en dónde esconderme.
Cojo un carro y esperamos a que lleguen nuestras
maletas, bueno, las de Marutxi. Toda la ropa que me he puesto, en los tres últimos
meses, la llevo en la maleta de mano. Vicente aprovecha la espera para
acercarse y charlar con mi abuela, que lo recibe, encantada, sentada en el
vehículo. El conductor y yo comenzamos una charla sobre el tiempo mientras
miramos de reojo como se pone en marcha la cinta transportadora y empiezan a
aparecer, tras las cortinas negras de goma, las maletas de todos los pasajeros
de nuestro vuelo.
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