sábado, 29 de noviembre de 2014

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 4-Volando hacia casa

4 – Volando hacia casa
El avión lleva minutos andando por la pista, tanto es así que algunos pasajeros empiezan a preguntarse si es que vamos a volver al aeropuerto de origen por carretera. Mi abuela está inquieta, no deja de preguntarme cuándo vamos a parar; cada vez habla más fuerte, al igual que otras personas mayores que se están poniendo nerviosas –no se parecen en nada a las personas que hace diez minutos aplaudían y cantaban al piloto por haber tomado tierra tan delicadamente-. Un azafato les explica que la terminal a la que tiene que dirigirse el avión está muy lejos y no pueden exceder la velocidad en pista; la mitad de los pasajeros mayores no le han oído y la otra mitad no han entendido nada, por suerte el piloto nos explica a todos, por megafonía, que debido a las características y dimensiones de este aeropuerto, internacional, las distancias entre fingers son muy grandes aunque si miramos por las ventanillas del lado derecho podemos empezar a ver las rampas que dan acceso a las salidas. Ya están acoplando el túnel de salida al avión y casi todos los pasajeros están de pie, nerviosos, sudando y empujándose con las maletas de mano que, a duras penas, han sacado de los compartimentos superiores sin miramientos. Los vuelos baratos te dejan lejos de la salida de la terminal –dice, tras de mí, un hombre a su acompañante-. Me cuesta hacerle entender, a mi abuela, que es mejor que espere sentada para no sobrecargar su cadera, pero se empeña en levantarse una y otra vez y apoyarse en su andador que, a duras penas, puede abrir. Minutos más tarde se cansa y vuelve a sentarse. Está de mal humor, el pelo se le pega a la frente y tiene la cara brillante de sudor, pero no se quiere quitar la chaqueta porque teme que se la vayan a robar. En la enésima vez que le pido que se siente me contesta, a gritos, que no le llame abuela, que le llame Maritxu, porque ella es muy joven para tener una nieta tan vieja. Me avergüenzo y sonrojo mientras oigo risas apagadas en los asientos cercanos. Un hombre mayor, que se sienta al otro lado del pasillo - grueso y con el pelo blanco- se dirige a ella y le dice lo joven y preciosa que está, y que él había pensado que la señorita que se sienta a su lado (oséa, yo) era su hermana. La cara de satisfacción de Marutxi es imposible de describir, le mira, ladeando la cabeza y agitando las pestañas y le sonríe entre pícara y alagada. No sé en dónde meterme, ahora, la que suda a mares soy yo. El hombre se acerca a nosotras –con medio paso le basta-  y le entrega una tarjeta, que no tarda en coger y leer en voz alta, alargando lo suficiente el brazo como para poder leerla, sin tener que sacar del bolso las gafas: “Vicente García –Abogado”.
-Vengo a este precioso lugar de vacaciones, a casa de mi hijo. Estaré hasta que termine el invierno y para mí sería un honor invitarla a tomar un aperitivo, en algún lugar bonito frente al mar. Espero su llamada. Si quiere que su hermana pequeña nos acompañe, hágamelo saber y le diré a mi hijo que venga para hacerle compañía.
Marutxi, sonríe embobada, tanto es así que no se ha dado cuenta de que el avión se ha vaciado y que nos está esperando, en la pista, el transporte especial para personas de movilidad reducida. Estamos solas con la tripulación,-ella ríe como una niña mimada ante tanta atención-.  No pone ningún tipo de impedimento cuando la bajan en silla de ruedas y la acomodan en el vehículo, a mí me toca ir detrás, con el equipaje de mano que no ha querido facturar. Atravesamos el aeropuerto, adelantando a las personas que arrastran sus maletas de mano por los interminables pasillos y cintas transportadoras. Cuando pasamos a la altura de Vicente García, Marutxi, le llama por su nombre y le saluda con la mano, como una colegiala; luego hace con la mano una señal de ponerse el teléfono en la oreja y sonríe. En el fondo me gustaría ser como ella. Nada le avergüenza, a mí, todo, y más cuando veo que Vicente le tira un beso, con la mano. No sé en dónde esconderme.
Cojo un carro y esperamos a que lleguen nuestras maletas, bueno, las de Marutxi. Toda la ropa que me he puesto, en los tres últimos meses, la llevo en la maleta de mano. Vicente aprovecha la espera para acercarse y charlar con mi abuela, que lo recibe, encantada, sentada en el vehículo. El conductor y yo comenzamos una charla sobre el tiempo mientras miramos de reojo como se pone en marcha la cinta transportadora y empiezan a aparecer, tras las cortinas negras de goma, las maletas de todos los pasajeros de nuestro vuelo.


P.D. Dedicado a todos los que han tenido que viajar con personas mayores y han superado la prueba con alegría. Gracias por leerme. Si os ha gustado, compartirlo con la familia y amigos. Gracias. Todos los derechos reservados. Un saludo literario. Amaya

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