sábado, 29 de noviembre de 2014

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 3-En el aeropuerto

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
 3-En el aeropuerto
Los vecinos han venido a desayunar  con nosotras, han traído pasteles y café recién hecho. Están todos, quieren despedir a su querida vecina de toda la vida. Hasta Paquito, el heladero, el que tiene el negocio en la acera de enfrente, ha subido al piso para darle dos besos y ayudarla a bajar. Luego han repartido besos y lágrimas con los mejores deseos de una pronta recuperación. El Taxista nos espera en el cruce de la calle Bailén y la del Dos de Mayo, para no entorpecer el tráfico. Cruzamos la ciudad entera, mi abuela mira con pena los lugares conocidos a los que no sabe cuándo va a poder volver –andando, como a ella le gustaría, y no con este andador, al que ya odia-. Me habla de sus recuerdos en el parque de los patos, de cuando llevaba a sus hijos a andar en los triciclos del parque y a dar de comer a los patos y cisnes del lago. Le brillan los ojos mientras contesta las llamadas del teléfono móvil, sus hijas, todas trabajando y con los maridos en paro, le desean feliz viaje y prometen llamarla cada día. Todas envidian su suerte aunque ella, por el brillo que hay en sus ojos, noto que se siente triste y desilusionada. El taxista nos deja delante de la puerta de salida del aeropuerto nuevo.
Maritxu anda lentamente con el andador, es difícil empujar el carro con las maletas y ayudarla a empujar este aparato al que no se acostumbra. Aprieta los dientes y frunce el ceño, pero ni una sola queja sale de sus labios. Se queda sentada mientras saco las tarjetas de embarque y solicito que la acompañen al avión en una silla de ruedas.
Está sumergida en sus pensamientos, mira a la lejanía, sin fijarse en nada ni en nadie y, a veces, sonríe tristemente. Algo masculla entre dientes cuando llega el chico con la silla de ruedas. Mi abuela me mira como si la hubiese delatado y me dice que eso de la silla de ruedas es para viejos. Ella no es vieja, solo un poco mayor. Me cuesta convencerla, le digo que el avión está muy lejos, que es difícil subir al autobús y que así puede ir más cómoda sin gente que la empuje y la pise. Parece aceptarlo, de mala gana, y la veo alejarse, empujada por un joven que no ha dejado de sonreír desde que ha llegado. Cuando entro en el avión la veo sonriendo y hablando con un azafato, el más guapo de toda la tripulación. Le han dado un asiento preferente y un zumo, de esos que no puede tomar. Me mira triunfante y no digo nada. Total, el mal ya está hecho; si consigo que tengamos un buen viaje, merece la pena que tome un poco de azúcar de más. Lo compensaremos más tarde, haciéndole beber más agua.
El vuelo comienza a la hora prevista, el paisaje de los montes verdes y el mar, extrañamente en calma, apaciguan los nervios de, Maritxu, que mira y señala los montes y todos los picos que ella, como experta montañera, conoce bien. Añora los tiempos en los que hacia excursiones, hace años que no sube al monte, más que en coche, cuando alguna hija la puede llevar de excursión, o a tomar el aire puro de las montañas, como a ella le gusta.  Cuando el paisaje se aleja tanto de nosotras que se vuelve una mancha marrón, mi abuela se duerme dejando caer la cabeza, mientras sus manos siguen cruzadas sobre la falda negra de tablas.
Al llegar a la costa mediterránea el piloto nos explica, por la megafonía del avión, cuánto tiempo queda para aterrizar, la temperatura que hace en el exterior y la temperatura que nos espera en el aeropuerto. Calor, algo extraño para esta época del año. Marutxi, se despierta de golpe, me mira asustada y sonríe al reconocerme.
-Mira abuela, esa es mi playa.
-¡Qué bonita!, hija, esto parece el Paraíso. Es como si el gran Dios hubiese dado mordiscos en la orilla formando estas playas preciosas. El mar es tan transparente que desde aquí veo las rocas del fondo.
Mi abuela me mira un momento, fijamente, me agarra de la mano, se santigua y espera a que el avión tome tierra. Un grupo de la tercera edad, que va en la cola del avión, aplaude de forma escandalosa y le canta al piloto, que da las gracias por megafonía. Mi abuela se une al aplauso. Me mira y pregunta, muy bajito: “hija, ¿va a venir tú madre?”.
-Sí, abuela, sí. Nos está esperando.


P.D. Dedicado a todos los que han tenido que viajar con una persona mayor y no les ha resultado fácil. Muchas gracias por leerme. Obra registrada. Todos los derechos reservados, si os ha gustado, compartirlo con la familia y amigos. Un saludo literario. Amaya Puente de Muñozguren

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