Medio otoño y un invierno con Dulcinea
5- El reencuentro
El vehículo nos
deja delante de la parada de taxis, a pesar de que le pido, al conductor, que
nos acerque a la otra acera, en la que nos espera, en el coche, mi madre; él me
dice que las ordenanzas no le permiten dejarnos más lejos, ni dándole –como le
doy- una propina. No sé cómo me las voy a arreglar para empujar el carro del
equipaje y ayudar a mi abuela a llegar hasta el coche. Van a ser los cien
metros más largos de mi vida, por más señas que hago y más veces que llamo al
móvil de mi madre, no consigo que me vea ni que me conteste. Marutxi, no quiere
que deje ni un segundo su equipaje y yo no puedo, por esta acera tan estrecha,
llevarla a ella y al carro a la vez. Hace calor y sudo a chorros pero no puedo
llevar el chaquetón en ningún sitio sin arriesgarme a perderlo o que se me
caiga y tropiece con el. Hago señas a mi madre, pero sigue sin verme. Me alejo
de mi abuela cinco pasos para hacer señas y llamar la atención de la conductora
del coche gris, pero sigue sin mirarme –creo que se está pintando los labios-.
Tengo ganas de chillar y de llorar, pero me contengo un poco antes de gritar:
¡Madre!, a la vez que mi abuela grita: “¡Mi nieta, mi nieta, que me abandona!
Por supuesto esa frase, oída a mi espalda, me hace parar en seco y dar la
vuelta.
-Pero, abuela…
-Maritxu, niña,
Maritxu.
-Maritxu, ¿cómo
puedes pensar que te he traído hasta aquí, para dejarte abandonada?
-Cosas peores se
oyen en la tele.
Se me saltan las
lágrimas al ver que la viejita tiene los ojos llorosos y le tiembla la voz, le
doy un fuerte abrazo y me olvido del carro, del equipaje, del andador y de la
madre que me pario. Solo quiero abrazar a mi abuela y que sienta todo el amor
que me causa su persona, su compañía, los recuerdos que me ha regalado desde
niña y la profunda tristeza que me causa el verla sufrir. Nunca la he conocido
tan vieja como hoy, pero es lo más joven que va a ser de aquí en adelante y no
quiero que tenga ni un solo mal recuerdo. Si tenemos que llamar a un taxi para
ir hasta el coche, lo llamaremos, pero la distancia más grande a la que voy a
estar de mi abuela es la que lleva de su mano a mi mano.
-Marutxi, vamos a
jugar al gran gusano, tú vas delante con el andador, yo te doy la mano y con la
otra arrastro el carro del equipaje, cuando te canses te sientas y yo espero
hasta que podamos seguir un poquito más.
El juego parece
encantarle y empieza a tararear una
canción.
-Vale, pero dame la
otra mano, que este es mi hombro operado. Ya ves, hija, parezco un mecano. La
cadera, el hombro, una rodilla…lo tengo todo…nuevo. Como una niña de quince
años.
Caminamos
despacito, sin soltarnos, a veces la oigo como suspira y se me parte el
corazón. Me prometo no darle un disgusto nunca más, por más que me enfade. Mi
madre sigue pintándose, ahora los ojos; veo como sube y baja la mano con un
lápiz en la mano, pero no se le ocurre mirar hacia la acera por la que
avanzamos lentamente, mientras los aviones pasan sin parar sobre nuestras
cabezas, y los coches y autobuses nos despeinan al pasar a nuestro lado. Voy
repitiendo para mis adentros. “No me quiero cabrear, no me quiero cabrear”.
-Parece mentira que
tu madre, sabiendo cómo venimos, no esté más atenta –me dice, Marutxi, leyendo
mis pensamientos.
-Es para que no
tengamos que ir hasta el aparcamiento, que eso sí que está lejos.
-Y así no paga. Ya,
si ya la conozco yo bien.
Estamos a menos de
cinco metros del coche gris de mi madre cuando la veo levantar el parasol y
sonreírnos ampliamente. Sale del coche, feliz y preciosa, con el maquillaje
perfecto y el peinado perfecto. Nuestro aspecto dista mucho de ser como el de
ella, solo nos parecemos en la forma de los ojos, almendrados, pero cada una de
distinto color: negros los de mi abuela, color de miel, mi madre, y verdosos
los míos. Madre e hija se abrazan con alegría, se miran y vuelven a abrazarse,
hasta que, Marutxi, le echa a su hija la bronca con la que llevo pensando casi
media hora. Tengo que mirar para otro lado para que no vean que me estoy
riendo. Mi madre pone excusas, mi abuela le afea la falta de atención y le
exige que le ayude a sentarse en el coche. Yo, mientras tanto, coloco el
equipaje en el maletero y, lo que no cabe, lo meto en el asiento de atrás, a mi
lado. Por fin el coche arranca, sin intermitente y sin mirar si viene alguien.
Empiezo a rezar, a San Cristóbal, para que mi madre sea capaz de llevarnos,
sanas y salvas, hasta mi casa.
P.D Dedicado a
todas las personas que tienen que superar duras pruebas para no dejar solos a
sus mayores. Muchas gracias por leerme. Todos los derechos reservados. Si os ha
gustado, compartirlo con la familia y amigos. Un saludo literario. Amaya Puente
de Muñozguren.
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