sábado, 29 de noviembre de 2014

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 2-La casa de Marutxi

Medio otoño y un invierno con Dulcinea
2 -La casa de Marutxi
El taxista nos deja en el portal de la casa de mi abuela y quedamos en que vendrá a recogernos al día siguiente para llevarnos al aeropuerto. De mi infancia recuerdo la calle empinada, las escaleras de madera, -desgastadas por el paso de los vecinos durante tanto tiempo-, la gran ventana que hay en las escaleras, entre piso y piso, y que da a un patio en el que se ven las ropas de las vecinas tendidas en cuerdas verdes de nylon y macetas con plantas y geranios con flor. En algún lugar cantan unos canarios y les responden otros más lejanos. Huele a cocido y a jabón de lavar, a cera para madera y a humedad. Es una aventura subir a mi abuela por esas escaleras combadas que ella tan bien conoce, le faltan las fuerzas y temo que se vaya a caer de un momento a otro. Arrastrándome con ella escaleras abajo. Por suerte sube uno de los vecinos que se alegra mucho de verla y me reconoce -según dice- aunque hecha una bella mujer y no la mocosa flacucha que era. Cosa que me halaga, aunque en estos momentos solo pienso en la mejor manera de poder subir a, Maritxu, al tercer piso en el que ha vivido durante sesenta años. “Hija, yo estas escaleras me las subía a la pata coja, embarazada, con un bebé en un brazo y la cesta del mercado en la otra mano”. Si, y la bombona de butano encima de la cabeza –pienso para mis adentros-. Pero ahora no es lo mismo, abuela –le digo con una sonrisa-, a la que ella responde con otra, llena de tristeza, que me enseña sus dientes, que aún mantiene después de tantos años, embarazos y enfermedades. Las mujeres de antes eran más fuertes –dice el vecino, a mi lado-, se adelanta y a los pocos segundos baja con su hijo, un joven que no está nada mal. Entre los dos suben a, Maritxu, hasta su casa, sentada a la sillita la reina, mientras ella va cantando una canción de cuando era pequeña. “A la sillita la Reina, que nunca se peina, un día se peinó y la sillita se rompió”. Ríe como una niña y les pide a los dos hombres, pícaramente, que dejen de mirarle las piernas. El padre, ríe, divertido, mientras el hijo se sonroja y mira hacia el techo del hueco de la escalera, en el que baila, suavemente, una tela de araña. Le sonrío y su rubor se multiplica por diez mientras me devuelve una tímida sonrisa.
Llegamos a la puerta de la casa de mi abuela; ella les invita a una copa de vino y a un mosto, para el chico, pero ambos declinan la invitación y le dan la bienvenida a casa, a lo que mi abuela, Marutxi, les informa de que mañana partiremos hacia tierras más cálidas, a mi casa, para recuperarse de la operación y aprender a caminar con su nueva prótesis. Se despiden con besos y abrazos y quedan en venir a buscarnos, para ayudarnos a bajar y a llevar el equipaje hasta el taxi. Me alegro de haberles encontrado, no sé cómo  hubiésemos logrado subir sin ellos. Descansamos en las butacas del recibidor mientras mis recuerdos infantiles reconocen el olor de esta casa, los colores del papel pintado de las paredes y los armarios que huelen a manzanas verdes. Hacer la maleta de mi abuela es muy fácil, tiene muy claro lo que quiere llevar: cuatro faldas plisadas, iguales pero en distinto color, media docena de camisas, dos chaquetas de lana, un chaquetón, dos camisones, ropa interior, dos pares de zapatos, las zapatillas y la bata, tres pastillas de jabón Heno de Pravia, un frasco grande de colonia “Embrujo de Sevilla” y la cadena, de la que cuelga la alianza de su difunto marido, al que toda la familia seguimos echando de menos.
Pasamos la tarde viendo la tele y charlando sobre todo lo que oímos en ella y cuando empieza a anochecer voy a la tasca para buscar algo para cenar, Marutxi, solo quiere un tazón de leche con sopas de pan y azúcar, lo que ha cenado toda su vida. Yo pido un bocadillo de tortilla de patatas y una cerveza bien fría. Cenamos en la mesa del comedor, frente a la tele, viendo las noticias del día, que, como siempre, no son buenas. Acaba de morir la Duquesa de Alba y eso trae a la mente de mi abuela un sinfín de recuerdos que se entretiene en contarme con todo lujo de detalles, luego me habla de las fotos de la comunión de todos sus hijos, mis tíos y tías, que están en una hilera en la pared del salón; son fotos de un palmo de largo, todas con el marco en color marrón, parecidos, pero no iguales, en cada una hay un niño, o niña, vestido de comunión, con el rosario, los guantes blancos y el libro de tapas nacaradas en las manos. Todos tienen rasgos muy parecidos y sonríen al que les mira desde su foto en blanco y negro. Marutxi, se levanta pesadamente, se agarra al caminador y da un beso, que traslada de su boca a la mano, y de ahí a cada uno de los nueve cuadros, despidiéndose de ellos hasta el día siguiente. Me pide que de cuerda al reloj de pared que cuelga sobre las fotos mientras ella se asea. En el beso de buenas noches que me da, antes de irnos cada una a nuestro cuarto, me queda el olor a polvos de talco y el tacto suave de sus  manos cálidas, llenas de arrugas. Cuando me meto en la cama, húmeda y fría, suenan las campanadas del reloj del salón que nos van a acompañar, despertándome, toda la noche.

P.D. Dedicado a todos los que han dormido mal en casa de un familiar. Gracias por leerme. Todos los derechos reservados. Amaya Puente de Muñozguren.



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