La
playa de Dulcinea
25 –
Gaviotas y pescadores.
A
amanecido el día de plata y niebla, parece más una mañana de otoño que de pleno
verano. No hace calor. Tengo cosas que hacer pero antes quiero ir a la playa,
darme un buen baño y tomar un poco el sol, no mucho porque cada vez pica más y
dicen que es malo. La arena está llena de pisadas de gaviotas, algunas aún
andan por la orilla esperando poder comer algo por lo que disputan con gritos
alborotados. Siempre hay alguien que les echa pan.
El
chiringuito ya está abierto, veo a los camareros despachando cafés y tostadas a
los clientes, muchos de ellos desayunan leyendo la prensa y escuchando el canto
de los canarios que la dueña del local tiene en jaulas protegidos del so,l por
las sombrillas que hay sobre las rocas y el tejado de cañas que da sombra a las
mesas que están junto a la puerta del bar, que antiguamente debió ser la puerta
de acceso al embarcadero y al gran chalet que domina la playa, su muralla de
piedra se eleva unos cuantos metros sobre la arena, como el mirador desde el
que nos miran unos ciclistas. Algunas nubes se empiezan a abrir dando paso a
unos trozos de cielo azul que cada vez se van haciendo más grandes. Sobre las
rocas, de pie, hay dos hombres que pescan; tienen varias cañas sujetas con un
extraño artilugio y una cesta en la que meten sus capturas, llevan gorras,
gafas de sol y un cigarrillo recién liado colgando de la comisura de los
labios. Hablan con monosílabos y mantienen largos silencios mientras observan a
las jovencitas que juegan a las palas en la playa haciendo saltar sus pechos
firmes al correr hacia la pelota.
En la
pequeña playa salvaje, la de piedrecitas finas que hay delante de los cuatro
chalets está un joven haciendo yoga sobre una esterilla; solo de ver la postura
que ha adoptado me duelen las piernas, le observo un rato mientras voy nadando
hacia un pequeño bote que está fondeado frente al gran hotel en el que
desayunan una cantidad inusitada de clientes vestidos para salir de excursión.
Frente
a mi hay una pluma blanca que flota sobre las minúsculas olas, es sedosa, curvada y pequeña pero se
comporta como un velero surcando el mar hacia la orilla.
A lo
lejos, tras la bruma, se adivinan los acantilados y las urbanizaciones que hay
sobre algunos de ellos. Del centro de la bahía siguen saliendo y entrando
aviones sin parar, como cada día.
Al
entrar en el agua la he notado fría, se me ha puesto el bello de punta pero a
los pocos minutos mi cuerpo se acostumbra y disfruto de un baño casi en
solitario aunque por las escaleras ya bajan bañistas acarreando flotadores,
sillas, neveras y niños con balones, palas y pelotas con las que romper la paz
de este idílico lugar.
Paul
está sentado al sol sobre su colchoneta de plástico rosa como un turista más,
lee un periódico atrasado que trae en
portada la apertura del mundial de futbol, me saluda con la mano al pasar junto
a él de vuelta a casa, justo en el momento en el que una invasión de jóvenes esparcen toallas de colores y enormes pareos
por los pocos espacios libres que quedan en la arena. Cuando subo las escaleras
les oigo preguntarse unos a otros por la mejor crema de protección que se
pueden poner mientras se turnan para esparcirla sobre sus pieles bronceadas. La
fuerza del sol ha deshecho todas las nubes y un calor sofocante me espera en el
semáforo que, como siempre, está en rojo.
Dedicado
a todos los que disfrutan de sus vacaciones. Gracias por leerme. Un saludo.
Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os apetece lo
podéis compartir con vuestras amistades. Gracias.
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