La
playa de Dulcinea
10 –La
panadería
Hoy la
playa está a tope de sombrillas, hamacas, colchonetas, flotadores y gente que
juega a las palas y al balón. Es difícil moverse sin pisar alguna toalla vecina
o levantar algo de arena con los pies. Los niños más escandalosos del barrio
han bajado a la playa y sus madres, escandalosas ellas también, no paran de
gritar sus nombres. No sé para qué, porque ninguno les hace caso y siguen
tirando arena a la hermana y dando de comer su bocadillo a los peces. Tengo
hambre pero el chiringuito está a tope y hay cola para pedir helados en la
barra. Me pongo las chanclas y voy por la orilla hasta que se acaba la arena y
empiezan las rocas, las atravieso y llego al trozo de playa salvaje en el que
desembocan tres chalets con salida directa al mar y una playa de arena gruesa
en la que descansas varias barquitas boca abajo en donde se apoyan dos personas
que toman el sol sin bañador. Voy por la orilla y paso junto al hotel, en el
spa hay gente tomando baños de mar a chorros, otros descansan en tumbonas a la
sombra envueltos en albornoces blancos. Sigo por las rocas en las que están
pescando varias personas y me entretengo en acariciar a dos perros fatigados de
correr por el paseo. Tienen un palmo de lengua sonrosada y brillante fuera de
la boca y entrecierran los ojos cuando les acaricio.
Llego a
la escuela de vela en la que aún hondean las banderas nuevas, que pusieron para
celebrar la coronación del nuevo rey, que fue alumno de este lugar durante
muchos veranos y, por fin cruzo la calle; entro en la panadería del barrio en
donde las dos hijas del panadero despachan lentamente pasteles y panes; delante
de mí hay una viejecita con el pelo blanco, delgada y señorial, vestida con un
vestido fresco de verano que ha conocido ya muchas ferias y días de gloria; se
ve ajado pero limpio. En la mano lleva unas monedas que recuenta una y otra vez
mientras espera su turno. La conozco de vista, sé que vive en un gran chalet al
que hace muchos años que no se le ha dado una mano de pintura. Dicen que es
viuda y que los hijos ya le han saqueado todo lo que podían y no vienen a
verla. Me mira y nos saludamos con una sonrisa, aún conserva parte de la gran
belleza que tuvo de joven. En su mano nerviosa suenan las monedas. Pide el pan y
cuenta de nuevo, parece que no le llega. Me agacho y hago como que recojo una
moneda del suelo y se la doy. Señora, se le ha caído esto -le digo- me sonríe,
paga y se va. La panadera me saluda y guiña un ojo, luego me da el pastel que
le he pedido y salgo disfrutando del primer bocado dulce que me llena la boca.
P.D.
Dedicado a todos los que piensan que un mundo mejor es posible. Un saludo.
Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados.
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