viernes, 4 de julio de 2014

La playa de Dulcinea 10 –La panadería

La playa de Dulcinea
10 –La panadería
Hoy la playa está a tope de sombrillas, hamacas, colchonetas, flotadores y gente que juega a las palas y al balón. Es difícil moverse sin pisar alguna toalla vecina o levantar algo de arena con los pies. Los niños más escandalosos del barrio han bajado a la playa y sus madres, escandalosas ellas también, no paran de gritar sus nombres. No sé para qué, porque ninguno les hace caso y siguen tirando arena a la hermana y dando de comer su bocadillo a los peces. Tengo hambre pero el chiringuito está a tope y hay cola para pedir helados en la barra. Me pongo las chanclas y voy por la orilla hasta que se acaba la arena y empiezan las rocas, las atravieso y llego al trozo de playa salvaje en el que desembocan tres chalets con salida directa al mar y una playa de arena gruesa en la que descansas varias barquitas boca abajo en donde se apoyan dos personas que toman el sol sin bañador. Voy por la orilla y paso junto al hotel, en el spa hay gente tomando baños de mar a chorros, otros descansan en tumbonas a la sombra envueltos en albornoces blancos. Sigo por las rocas en las que están pescando varias personas y me entretengo en acariciar a dos perros fatigados de correr por el paseo. Tienen un palmo de lengua sonrosada y brillante fuera de la boca y entrecierran los ojos cuando les acaricio.
Llego a la escuela de vela en la que aún hondean las banderas nuevas, que pusieron para celebrar la coronación del nuevo rey, que fue alumno de este lugar durante muchos veranos y, por fin cruzo la calle; entro en la panadería del barrio en donde las dos hijas del panadero despachan lentamente pasteles y panes; delante de mí hay una viejecita con el pelo blanco, delgada y señorial, vestida con un vestido fresco de verano que ha conocido ya muchas ferias y días de gloria; se ve ajado pero limpio. En la mano lleva unas monedas que recuenta una y otra vez mientras espera su turno. La conozco de vista, sé que vive en un gran chalet al que hace muchos años que no se le ha dado una mano de pintura. Dicen que es viuda y que los hijos ya le han saqueado todo lo que podían y no vienen a verla. Me mira y nos saludamos con una sonrisa, aún conserva parte de la gran belleza que tuvo de joven. En su mano nerviosa suenan las monedas. Pide el pan y cuenta de nuevo, parece que no le llega. Me agacho y hago como que recojo una moneda del suelo y se la doy. Señora, se le ha caído esto -le digo- me sonríe, paga y se va. La panadera me saluda y guiña un ojo, luego me da el pastel que le he pedido y salgo disfrutando del primer bocado dulce que me llena la boca.


P.D. Dedicado a todos los que piensan que un mundo mejor es posible. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario