Medio otoño y un
invierno con Dulcinea
11 -Una tarde en
casa
Estamos sentadas en el banco del mirador de la playa,
Marutxi, ha querido bajar y subir varias veces, en el ascensor de cristal,
hasta que ha decidido que tenemos que sentarnos un rato para ver el mar, no hay
otro lugar más que las escaleras, porque el bar de Lisa está cerrado aunque las
sillas y mesas aún están encadenadas a la barandilla de la escalera que baja
desde el paseo, No está cómoda, tiene los pies llenos de arena y le molesta la
postura, después de cinco minutos decidimos volver a subir y sentarnos, aquí,
en el banco de madera del mirador. El mar está en calma, transparente y dos
personas nadan alejadas de la orilla en la que culebrean peces de varios
colores; las gaviotas pasean por la arena dejando en ella la marca de sus patas
en dibujos que alternan con las marcas que dejan los gorriones y las huellas de
un perro que hizo agujeros y carreras por media playa en algún momento de la
mañana. Hace calor. Marutxi pone la cara al sol y cierra los ojos mientras
canturrea una de sus canciones favoritas de la infancia, poco más tarde la oigo
respirar profundamente. Se ha dormido.
El acantilado se esconde entre la bruma y me trae
recuerdos de los días negros que pasamos en verano, esperando que encontraran
al cocinero desaparecido. Por fin la historia terminó bien después de varias
semanas en el hospital y ahora puedo decir que toda la familia, María del Fin –su
mujer- y las gemelas –Dulcinéa y Lisa- son mis amigos y casi parte de la
familia desde que me hicieron madrina de una de las pequeñas. Tengo ganas de
verlas. Pasan los minutos y Marutxi sigue durmiendo al sol, ahora tiene la boca
abierta y murmura entre sueños palabras que no entiendo. Parece que habla en
otro idioma. Necesito hacer la compra pero antes debo convencer a Marutxi para
que me espere en casa o, en el peor de los casos, dentro del coche.
-
Hija,
ya estoy harta de estar aquí viendo el mar. Vamos a comer.
-
Sí,
Marutxi, vamos a casa. Te voy a hacer pasta, ya verás que buena.
-
¿Pasta?,
¿no hay por aquí un restaurante?
-
Si
hay, abuela, pero no podemos ir.
-
Yo
sí puedo, mira que bien camino.
-
No,
abuela. No tengo dinero para eso.
Vamos subiendo la cuesta poco a poco, creo que
Marutxi va más lenta de lo que puede ir y lo hace, seguro, a propósito. Para
cabrearme. ¡Qué más quisiera yo que poderla invitar a comer fuera!
Cuando llegamos a casa no me quiere hacer caso y se
empeña en no quitarse los zapatos con lo que me deja el suelo del apartamento
lleno de arena. Temo que pueda patinar. Mientras se calienta el agua para cocer
la pasta, barro todo el apartamento seguida por Marutxi, su andador, la perra y
la gata. Abro una botella de vino y le pongo una copa en la terraza para que me
deje tranquila mientras termino. Vamos a comer en la terraza ya que la
temperatura es muy agradable, el mar está en calma y no hay nubes ni viento.
-Yo no tengo hambre hija, come tú.
-Tienes que comer, abuela, tienes que tomar las
pastillas y no puedes hacerlo con el estómago vacío.
-El vermut y el queso que hemos tomado me ha quitado
el apetito.
-Abuela, me voy a hacer la compra, a estas horas hay
poca gente en el supermercado.
Pongo las
noticias en la televisión, ayudo a mi abuela a sentarse en el sofá, le
doy las medicinas con un vaso de agua, cojo el dinero que me ha dado mi madre,
el bolso y salgo de casa intentando no dar un portazo mientras le pido a,
Marutxi, que no se mueva y que no haga nada que le pueda hacer daño.
Salgo de casa jurando en arameo. La lista de la
compra no es muy amplia, en menos de una hora puedo estar de vuelta. Hablo con Santi desde el coche y cuando más se ríe
él, más me enfado yo, hasta que me da un ataque de risa y, por fin, me relajo y
acepto que vivir con una persona mayor no tiene por qué ser fácil. Santi me
anima con sus historias, quedamos para vernos el fin de semana, si es que mi
madre no tiene alguna de esas guardias locas que le tocan de vez en cuando y se
puede hacer cargo por unas horas de su madre. Ya empiezo a necesitarlo.
Llego a casa acarreando las cuatro bolsas de la
compra que me cortan la circulación de los dedos, cuando abro la puerta vienen
a recibirme mis dos mascotas y veo que Marutxi duerme en el sofá con la tele a
todo volumen y la botella de vino, casi vacía, sobre la mesa del salón junto a
un vaso que ya no tiene nada. Bajo el volumen, la tapo con una manta y recojo,
de la mesa de la terraza, el plato de pasta que ni ha probado. No sé cuánto
tiempo voy a ser capaz de aguantar esto.
Me escondo en mi habitación y empiezo a mirar por
internet todos los modelos de sillas de ruedas con motor que hay en el mercado
y el precio que tienen de segunda mano. Llamo a mi madre y le pongo al
corriente de todo lo que hemos hecho en estos días que ya me parecen semanas. Ella
se muere de risa, yo no.
P.D. Dedicado a todos los que han sentido
desfallecer y las horas se le han hecho eternas ante un problema que no parecía
serlo tanto. Muchas gracias por leerme. Todos los derechos reservados, si os
gusta, compartirlo con la familia y amigos. Un saludo literario. Amaya Puente
de Muñozguren.
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