La
playa de Dulcinea
43 –Un
día muy gris
Es
pronto y promete ser un día de mucho calor, durante la noche se han estado
oyendo sirenas de barcos, ahora entiendo el por qué; hay niebla, mucha niebla,
tanta que no se ve el otro lado de este falso lago que forma el mar y la costa,
por verse no se ven ni los acantilados, ni la montaña que parecen los pechos de
una mujer tendida al sol, ni casi el espigón sobre el que se asienta el palacio
en el que pasan los nuevos Reyes algunas semanas del verano; solo se ve parte
de los tejados rojos entre la niebla y algunos árboles del bosque que lo rodea,
lo demás está cubierto por una espesa niebla que vuelve el mar de color plata y
difumina todos los contornos cercanos. Las sirenas de los barcos siguen sonando
a intervalos iguales.
La
playa ya tiene toallas y sombrillas colocadas pero solo hay dos personas
nadando y otras tantas desayunando en el chiringuito de Lisa. Los camareros, y
ella misma, han cambiado el color de sus uniformes, hoy llevan bermudas negras
y camisa de manga corta blanca, a Too-lo se le siguen viendo las bermudas de
colores –hoy de flores color rosa y verde- bajo la pernera de la bermuda de
trabajo. Lo que no ha cambiado ha sido su abanico de lunares rosas.
Los
canarios del chiringuito cantan y se asustan del viento que sopla racheado y
fuerte. Luego vuelven a cantar. El ascensor de la playa está vacío y los
autobuses parecen no pasar con tanta prisa. A pesar de todo empieza a llegar
gente aunque no tienen tantas ganas de agua como otros días. Yo sí. Entro en el
agua, acompañada por un vecino que lleva una araña tatuada en la cabeza,
mientras me cuenta el viaje que está preparando para finales de este verano. No
me da envidia ya que yo pienso que vivo en el Paraiso, aunque no me importaría
tener la ocasión de conocer otros bellos lugares del mundo. Le oigo hablar y
noto como la arena de la orilla ha dejado paso a finas piedrecitas, la marea
está alta y en el agua se ven en suspensión cantidades enormes de algas que
parecen haber sido triturados. En las rocas cercanas golpean las olas; más allá
sigue sin verse nada. Todo bruma, todo calor. La playa se ha quedado casi sin
playa, hoy el agua llega hasta la entrada de la cueva en la que está Paul
hablando con una señora y una niña; Ya no lleva el pie vendado aunque sigue
usando muletas para moverse de un lado a otro; en la planta del pie se le ve
una tirita ancha que le tapa casi por completo. Hoy se ha puesto su gorra roja
y azul y unas gafas de sol que vete a saber de dónde han salido.
El agua
está más fresca que ayer y mucho más turbia, sigo viendo mis pies y la laca de
uñas que llevo –esta semana toca color naranja- pero entre el agua y mis pies
hay un montón de algas que parecen asustar a los pequeños peces que nadan en la
superficie, vigilados de cerca por las gaviotas que picotean en la orilla y
dejan sus huellas en la arena húmeda. Hoy la playa se ha reducido a la mitad.
El baño es agradable y la conversación también aunque la humedad hace que
sienta la piel pegajosa en todo momento. Estoy segura de que cuando llegue a
casa voy a encontrar cientos de trozos de algas metidos entre el bañador y mi
piel. Me voy antes de lo que pensaba porque el día está pesado y no calmo el
calor ni con los baños de mar. El chiringuito está a tope y la playa casi
vacía, solo los chicos de las pelotas, pegan balonazos a los pocos que nos
atrevemos a estar aquí, hasta que, por fin, nos echan. O nos peleamos o nos
vamos. Yo me voy. Parece que ahora quiere empezar a salir el sol.
Dedicado
a todos los que alguna vez se han ido de algún sitio por no empezar una
discusión. Muchas gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren.
Todos los derechos reservados. Si os gusta, compartirlo con los amigos y la
familia.
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