viernes, 15 de agosto de 2014

La playa de Dulcinea 55 –Pintando el mar

La playa de Dulcinea
55 –Pintando el mar

Hace un día raro, han bajado las temperaturas y amenaza tormenta, el cielo está cubierto de nubes  de todos los tipos, formas y tamaños pero la gente no quiere estar en casa y han ido a las playas. Desde el mirador veo la playa llena, hasta donde me alcanza la vista hay gente. A lo lejos se ven las montañas y la playa larga que hay en medio de la bahía fundida con la niebla baja que sale del mar.
En el descansillo del primer tramo de escaleras está el pintor con todos sus materiales colocados sobre la tapa del maletín, los colores, del más claro al más oscuro, están colocados siguiendo un orden riguroso. Le saludo y él también, luego me invita, si me apetece, a quedarme para ver cómo se desarrolla su obra; poca gente más cabe en la playa, así que decido sentarme en un escalón, pegada a la pared, para verle sin molestar. Ha puesto los colores en la paleta, en distintas cantidades, blanco, ocre y azules muy abundantes y rojos, verdes, amarillo y naranja,  solo unas bolitas que me parecen escasas. El lienzo que trae es el que estaba dibujando la última vez que estuvo aquí, lo pone en el caballete, coge la paleta y un pincel grueso y mezcla con energía, azul, blanco y una puntita de carmín de granza –eso me dice-,  lo aplica sobre la zona que va a representar el cielo y pone, como al descuido, unas cuantas pinceladas en la parte que va a ser el mar para rellenarlo luego con varios tipos de azul mezclados con rojo. Toda la pintura está muy diluida con esencia de trementina, o eso es lo que pone en el bote del que echa en un pocillo y moja el grueso pincel. Ahora da la espalda a su obra y se sienta a mi lado, lía un cigarro y me cuenta su vida mientras espera, dice, que se seque su obra. Si esto es lo que hace me parece un mamarracho, pero no se lo digo.
Se llama Juan y tiene esta zona como su preferida para pintar paisajes; suele inventarse “sus” paisajes y pone elefantes y cocodrilos pero cuando sale a pintar, “del natural”, busca algún rincón por aquí. Se los conoce todos –me dice mientras limpia las mezclas que hay en la paleta y fuma-.  
Desde aquí veo a, Too-lo, sirviendo mesas y a, Paul, vendiendo helados, sentado, junto a la nevera. A un lado tiene expuestas sobre una mesa plegable, cubierta con una tela verde, algunos de sus collares y pulseras que llaman la atención de casi todas las mujeres que pasan por allí. Lisa sonríe y charla con los clientes; el día está malo para bañarse pero muy bueno para tomar un aperitivo junto al mar; este mar que tiene color de acero por momentos para recuperar retazos de azul y sol al momento siguiente.
Estoy a punto de poner la excusa de que me tengo que ir a ver a Lisa cuando, Juan, vuelve a poner color en la paleta y cambia de pincel, dejando el grueso en un bote a remojo. Se pone la gorra de su equipo de fútbol, entrecierra los ojos mirando el horizonte y hace una mezcla; la mira una y otra vez comparándola con el color del cielo que coincide con las montañas lejanas y empieza a pintar como empujado por un motor invisible. Va mezclando y aclarando tonos, no da cuatro pinceladas con la misma carga de color y vuelve a mezclar y a cargar el pincel que recorre el lienzo sin parar. Ahora empieza la magia. De sus pinceles salen formas y colores que nos tiene asombrados a todos los que nos hemos ido sentando en las escaleras para observarlo. Solo se oye el rumor del tráfico y los gritos apagados de las personas que están en la playa. Juan ha creado un cielo con nubes y luces que es más real que el que estamos viendo, de su pincel ha salido la costa con los tonos y las intensidades de la cercanía y de la lejanía. A veces se para y mira durante un rato –entrecerrando los ojos-  algo a lo lejos mientras nosotros, sus espectadores, contenemos la respiración hasta que vemos como dibuja con el pincel y un poco de color las casas lejanas, el Gran Hotel o la casa del Rey. Hace un alto en el trabajo y fuma otro cigarro, pero a la segunda calada, y después de dar unas explicaciones a un par de niños que le observan boquiabiertos, sigue pintando, luchando con un mar que tiene infinitas tonalidades y mezclas en el que navegan dos veleros de velas blancas que vimos salir del puerto deportivo hace un rato. El agua del primer término tiene una transparencia tan real que nos asombra. Juan hace una reverencia y dice que hay que esperar unos días a que se seque para darle los últimos toques. Aplaudimos todos a una y él agradece nuestro gesto y aprovecha para repartir tarjetas.
Al darle las gracias y despedirme, le comento que me gusta más su mar que el que tenemos hoy; me mira, agarra con fuerza mi mano, sonríe y noto en sus ojos un brillo acuoso que me incomoda. Quedamos en vernos otro día, le abrimos paso en las escaleras y pienso que sería feliz si me pudiera llevar este mar, como él, a su casa.


Dedicado a todos los que quisieran llevarse un trozo de mar para verlo cada día. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os gusta, compartirlo con la familia y los amigos. Gracias. 

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