La playa de
Dulcinea
55 –Pintando
el mar
Hace un día
raro, han bajado las temperaturas y amenaza tormenta, el cielo está cubierto de
nubes de todos los tipos, formas y
tamaños pero la gente no quiere estar en casa y han ido a las playas. Desde el
mirador veo la playa llena, hasta donde me alcanza la vista hay gente. A lo
lejos se ven las montañas y la playa larga que hay en medio de la bahía fundida
con la niebla baja que sale del mar.
En el
descansillo del primer tramo de escaleras está el pintor con todos sus
materiales colocados sobre la tapa del maletín, los colores, del más claro al
más oscuro, están colocados siguiendo un orden riguroso. Le saludo y él
también, luego me invita, si me apetece, a quedarme para ver cómo se desarrolla
su obra; poca gente más cabe en la playa, así que decido sentarme en un
escalón, pegada a la pared, para verle sin molestar. Ha puesto los colores en
la paleta, en distintas cantidades, blanco, ocre y azules muy abundantes y
rojos, verdes, amarillo y naranja, solo
unas bolitas que me parecen escasas. El lienzo que trae es el que estaba
dibujando la última vez que estuvo aquí, lo pone en el caballete, coge la
paleta y un pincel grueso y mezcla con energía, azul, blanco y una puntita de
carmín de granza –eso me dice-, lo
aplica sobre la zona que va a representar el cielo y pone, como al descuido,
unas cuantas pinceladas en la parte que va a ser el mar para rellenarlo luego
con varios tipos de azul mezclados con rojo. Toda la pintura está muy diluida
con esencia de trementina, o eso es lo que pone en el bote del que echa en un
pocillo y moja el grueso pincel. Ahora da la espalda a su obra y se sienta a mi
lado, lía un cigarro y me cuenta su vida mientras espera, dice, que se seque su
obra. Si esto es lo que hace me parece un mamarracho, pero no se lo digo.
Se llama Juan
y tiene esta zona como su preferida para pintar paisajes; suele inventarse “sus”
paisajes y pone elefantes y cocodrilos pero cuando sale a pintar, “del
natural”, busca algún rincón por aquí. Se los conoce todos –me dice mientras
limpia las mezclas que hay en la paleta y fuma-.
Desde aquí veo
a, Too-lo, sirviendo mesas y a, Paul, vendiendo helados, sentado, junto a la
nevera. A un lado tiene expuestas sobre una mesa plegable, cubierta con una
tela verde, algunos de sus collares y pulseras que llaman la atención de casi
todas las mujeres que pasan por allí. Lisa sonríe y charla con los clientes; el
día está malo para bañarse pero muy bueno para tomar un aperitivo junto al mar;
este mar que tiene color de acero por momentos para recuperar retazos de azul y
sol al momento siguiente.
Estoy a punto
de poner la excusa de que me tengo que ir a ver a Lisa cuando, Juan, vuelve a
poner color en la paleta y cambia de pincel, dejando el grueso en un bote a
remojo. Se pone la gorra de su equipo de fútbol, entrecierra los ojos mirando
el horizonte y hace una mezcla; la mira una y otra vez comparándola con el
color del cielo que coincide con las montañas lejanas y empieza a pintar como
empujado por un motor invisible. Va mezclando y aclarando tonos, no da cuatro
pinceladas con la misma carga de color y vuelve a mezclar y a cargar el pincel
que recorre el lienzo sin parar. Ahora empieza la magia. De sus pinceles salen
formas y colores que nos tiene asombrados a todos los que nos hemos ido
sentando en las escaleras para observarlo. Solo se oye el rumor del tráfico y
los gritos apagados de las personas que están en la playa. Juan ha creado un
cielo con nubes y luces que es más real que el que estamos viendo, de su pincel
ha salido la costa con los tonos y las intensidades de la cercanía y de la
lejanía. A veces se para y mira durante un rato –entrecerrando los ojos- algo a lo lejos mientras nosotros, sus
espectadores, contenemos la respiración hasta que vemos como dibuja con el
pincel y un poco de color las casas lejanas, el Gran Hotel o la casa del Rey.
Hace un alto en el trabajo y fuma otro cigarro, pero a la segunda calada, y
después de dar unas explicaciones a un par de niños que le observan boquiabiertos,
sigue pintando, luchando con un mar que tiene infinitas tonalidades y mezclas
en el que navegan dos veleros de velas blancas que vimos salir del puerto
deportivo hace un rato. El agua del primer término tiene una transparencia tan
real que nos asombra. Juan hace una reverencia y dice que hay que esperar unos
días a que se seque para darle los últimos toques. Aplaudimos todos a una y él
agradece nuestro gesto y aprovecha para repartir tarjetas.
Al darle las
gracias y despedirme, le comento que me gusta más su mar que el que tenemos
hoy; me mira, agarra con fuerza mi mano, sonríe y noto en sus ojos un brillo
acuoso que me incomoda. Quedamos en vernos otro día, le abrimos paso en las
escaleras y pienso que sería feliz si me pudiera llevar este mar, como él, a su
casa.
Dedicado a
todos los que quisieran llevarse un trozo de mar para verlo cada día. Gracias
por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos
reservados. Si os gusta, compartirlo con la familia y los amigos. Gracias.
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