La
playa de Dulcinea
42 –
una visita sorpresa
Siempre
que voy a la playa encuentro el semáforo en rojo, debe ser para que pueda ver
pasar al loco de la línea tres llevando el autobús como si fuera una bicicleta
de carreras; algún día habrá una desgracia en esta curva, de hecho el autobús
que acaba de pasar, en dirección a la ciudad, ha dado un frenazo porque no ha
visto que un taxista está parado frente al ascensor de la playa, bajando
pasajeros que llevan sillas de ruedas y sillitas de bebés. Tanta rueda me
confunde aunque hay algo de familiar en ello que no sé reconocer. Una mujer de
larga melena coloca la sillita de bebé mientras en la silla de ruedas, que está
junto a la puerta delantera del taxi, un hombre joven hace esfuerzos por
cambiarse de asiento. Junto a la puerta del ascensor hay dos mamás con los
carritos de sus bebés, esperando que cierren la puerta que da a la playa.
Hoy se me ha hecho un poco tarde pero con este
calor no perdono el baño de cada día, aunque esté llena la playa. Que lo está. Como
no me voy a quedar mucho, solo el tiempo suficiente para darme un baño, le pido
a Lisa que me deje una silla para colocar mis pocas pertenencias: un vestido,
la bolsa de mimbre con el móvil, las
llaves de casa, un monedero con escasas monedas y las chanclas de goma que dejo
en la orilla cuando entro en el mar dando saltos como una niña en el patio del
colegio. El agua está fresca pero no me
refresca, casi todas las toallas están vacías porque estamos a remojo o en el
bar. Cuando el agua me llega a la cintura me encuentro con tres jóvenes que
están haciéndose fotos bajo el agua con una cámara especial; salen con los ojos
enrojecidos y muertos de risa por las caras y las poses que han puesto. Solo
les queda recuperar la respiración para volverlo a intentar una vez más. No me
he quitado la gorra blanca ni las gafas de sol, por no volver atrás para
dejarlas en la silla me pongo a nadar con ellas puestas. Los chicos ríen a mí
alrededor y dan saltos para inmortalizarse en un vídeo en el que, sin duda, he
salido en un par de ocasiones. Justo hoy que voy sin depilar.
Después
de unos minutos a remojo parece que ya me encuentro mejor. Desde el agua veo
como baja la familia que se apeaba del taxi cuando llegué, van por la pasarela
de madera en dirección al chiringuito de Lisa. La mujer, alta y delgada, lleva
el coche gemelar mientras el hombre impulsa su silla de ruedas a motor,
empujando el mando que hace que se mueva sin tener que intervenir la fuerza de
sus brazos que tiene vendados. Ya están junto a una mesa en el chiringuito;
Lisa les saluda y abraza, luego mira la sillita de los bebés y se sienta junto
a ellos mientras charlan animádamente. Miran hacia el mar y las dos mujeres
hacen señas para que salga, miro hacia atrás y no hay nadie detrás de mí. Parece
que me llaman, ¿a mí? No puede ser. Oigo mi nombre en dos voces distintas, la
de Lisa que me llama María y la de la otra mujer que me llama Dulcinea. Se ha
quitado el sombrero y, en este momento, la reconozco. ¡Es María del Fin! Se
acerca a la orilla mientras voy nadando, lo más rápidamente que puedo, hacia
ella. Le doy dos besos con cuidado de no mojarla y ella me abraza con toda la
fuerza de sus brazos, luego me arrastra hacia el chiringuito y,
atropelladamente, me presenta a su marido y a sus dos hijas recién nacidas, son
iguales y preciosas, duermen apaciblemente, una se chupa el dedo y la otra
sonríe en sueños. Parecen muñecas. Cuando, por fin, Lisa y yo podemos dejar de
mirarlas y tocar sus manitas, nos presenta a Nicolás, su marido, el desaparecido.
Todos creemos conocernos por lo mucho que hemos oído hablar a María del Fin,
pero nos sorprendemos mirando con interés sus rasgos o él, nuestro color de
ojos. “Antes de conoceros ya conocía vuestros ojos”,- nos dice Nicolás,
teniendo nuestras manos entre las suyas- “Hemos venido a daros las gracias y a
presentaros a vuestras ahijadas”.
Cuando
Too-lo nos trae unas cervezas nos encuentra sonriendo bobaliconamente mientras
miramos a las pequeñitas que ya se han despertado.
Dedicado
a todos los que alguna vez se han sentido cautivados por la sonrisa o los ojos
de un desconocido. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren.
Todos los derechos reservados. Si os gusta, compartirlo con los amigos o la
familia.
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