La playa de
Dulcinea
46 –
Personajes extraños y perros vagabundos
Por la tarde,
cuando se van de la playa casi todas las madres con niños pequeños, empiezan a
llegar personas que llaman la atención de una u otra forma. Ha vuelto el ligón
del bañador verde, esta vez lleva un tanga de pantera y le brilla la piel por algún
aceite que se ha puesto que le da aspecto de estatua de oro; sigue ligando y
repartiendo tarjetas con su teléfono a todas las chicas que le sonríen, con
algunas se hacen fotos junto al mar con las poses típicas de especialista en
musculación; también han vuelto las mujeres que buscan compañía, ellas han
cambiado sus breves bikinis por tangas aún más breves que no dejan lugar a la
imaginación, tanto es así que algunos de los chicos que jugaban a las pelotas
ahora están hablando asiduamente con ellas, parece que han perdido el interés
por las pelotas para ocuparse de vigilar de cerca otros balones que aún no les
han dejado tocar.
No se sabe de
dónde ha salido un carrito que pasa, a duras penas, por la orilla, ofreciendo
chucherías, pasteles, helados y fruta fresca. Lisa mira con mala cara al hombre
que lo empuja y coge el teléfono móvil, seguramente estará llamando a su amigo
el sargento de la policía que vive en la calle de arriba. Por la cara que pone
estoy segura de que no le gusta este tipo de competencia que le quita algunos
clientes.
Los camareros
trabajan sin descanso sirviendo a un grupo que parece tener prisa, ellas van
con ropa muy ajustada y tacones altos, algunas llevan tatuadas cerezas en la
espalda o el logotipo de play boy, van maquilladas en exceso y parece que
mientras comen repasan alguna coreografía. Lisa me dice que en el hotel pequeño
hay un congreso de actores de cine porno y sonríe con malicia mientras a sus
hijos se les van los ojos detrás de las clientas que les susurran cosas al oído.
Too-lo está encantado con un par de hombres que se sientan con ellas pero que
le prefieren a él y a su abanico colgante de lunares. Todos le quieren tocar el
abanico mientras él hace como que se resiste y pasa, a escondidas, su teléfono
escrito en las servilletas que les da.
Por la
escalera lateral bajan tres perros que se huelen unos a otros y rebuscan entre
las papeleras y entre las piernas de los comensales del chiringuito, algunos
encuentran un bocado apetitoso y otros la escoba de Lisa que intenta
espantarlos, sin éxito. Lo mejor es darles un plato con sobras para que no
molesten a los clientes. Cuando se han saciado van a tumbarse en la entrada de
la cueva en la que no se ve a Paul.
Del ascensor
salen una pareja de novios, alguien les silba, ellos saludan y todo el mundo
aplaude mientras, desde las escaleras, dos fotógrafos disparan en ráfagas las
cámaras. Desde el mirador les observan un grupo de invitados que no quieren
mancharse los zapatos nuevos de arena y prefieren verles un rato y luego seguir
hacia el restaurante de Luis en el que se va a celebrar el banquete y que ya se
ve profusamente iluminado al otro lado de la calle y la gran curva, adornada con
palmeras y flores rojas.
Los novios
posan en todos los lugares que se les ocurren a los fotógrafos, se miran, se
besan, se abrazan y terminan con los pies a remojo y sonriendo hacia los
acantilados lejanos. Los veleros vuelven a puerto, los actores porno van hacia
su congreso, los perros duermen, enroscados sobre la arena, en la entrada de la
cueva; los novios van hacia la primera cena de su vida en común y todos los demás
pasan a ser sombras en la noche de calor, adornada por las velas que pone Lisa
en las mesas del chiringuito y por las estrellas fugaces que empiezan a rasgar
el cielo. Ahora huele a mar.
Dedicado a
todos los que en algún momento se han sentido raros. Muchas gracias por leerme.
Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os
gusta, compartirlo con la familia y los amigos.
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