La
playa de Dulcinea
40 – El
metre del Gran Hotel
La
playa está rara. Hay mucha gente nueva; tienen la piel blanca y el bañador
recién estrenado, no parecen saber en dónde están y dan vueltas por la playa,
escudriñándola, observando la cueva, subiendo y bajando en el ascensor de
puertas transparentes, paseando por el mirador y recorriendo todas las
escaleras que dan a la playa, algunos hasta se arriesgan a ir por las que dan a
las rocas y que llevan hasta una zona plana en la que hay unas escaleras
metálicas para acceder al mar y un tejado que protege del sol y hace de mirador
para los dueños de los bloques de apartamentos que hay encima. Al final todos
terminan en el chiringuito bebiendo algo fresco. A media mañana ya están
colorados por el sol y con las camisetas puestas, soñando con comer y con irse
a echar la siesta al fresco.
Las
labores de la casa hoy me han retrasado y echo de menos ese primer baño de la
mañana, cuando rompo el cristal del agua con los pies y me acaricia con su
frescor. Cuando en el mar hay más personas que en la arena ya no es lo mismo;
hay que nadar con el radar puesto para no dar manotazos a diestro y siniestro, hasta
los chicos de las pelotas estén jugando a las palas con el agua al cuello
porque no quedan diez centímetros de playa vacíos para ellos.
Una
figura curiosa ha llegado a la playa, va vestido con traje negro, camisa blanca
y delantal negro que le llega hasta los tobillos. Saluda a Lisa y coge una
silla que pone cerca de la orilla, se desviste con prisas y entra en el mar de
cuatro saltos, sonriendo, feliz como un niño. Le miro desde el agua como miran
las vacas en el prado el paso del tren. Da dos brazadas a mi lado y sigue
sonriendo, en un momento ha llegado hasta las boyas que acaban de poner y
separan la zona de baños de la de fondeo de las embarcaciones que cada vez se
acercan en más número.
Se
queda un rato agarrado a las boyas, boca arriba, disfrutando del mar y del sol;
no debe ser la primera vez que hace esto ya que conoce a Lisa y la ha tratado
con mucha familiaridad –le ha dado dos besos al verla y ha estrechado las manos
de los camareros-, pero sí es la primera
vez que coincidimos. Parece que hay una franja horaria en la playa que no
controlo; pensar en eso me hace sonreír. Por algún motivo he recordado al
ejecutivo que solía venir a mediodía. Hace días que no le veo. Será que está de
vacaciones; como casi todo el mundo menos yo.
A lo
lejos vienen, a toda máquina, dos motos acuáticas que parecen hacer carreras,
se cruzan y vuelven a cruzar haciéndose olas que les hacen saltar y reír.
Llegan a las boyas, atan las motos y se lanzan al mar, retándose; el último que
llegue al chiringuito paga la ronda. Vuelvo a la playa nadando sobre las olas
que han creado los dos chicos con sus carreras, me entra agua en los ojos, me
escuece. En la ducha me encuentro con el hombre del traje negro, se ducha a
conciencia; está bronceado y su cabeza rapada brilla con el agua y el sol,
luego se sienta en la silla un rato para secarse, se viste despacio, estira
bien el traje y, con los zapatos en la mano, va por la orilla hasta las
escaleras que le llevan hacia el gran Hotel en el que trabaja. Se terminó la
hora de descanso. Me han gustado sus preciosos ojos de largas pestañas negras,
no me importaría coincidir más veces con él y saber algo más de su vida. Le voy
a preguntar a Lisa.
Dedicado
a todos los que han sentido, alguna vez, curiosidad por saber algo más de una
persona desconocida. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren.
Todos los derechos reservados. Si os ha gustado, compartirlo con los amigos y con
la familia.
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