La playa de Dulcinea
59 –La mujer de la gorra blanca
Hoy he llegado
a la playa un poco más tarde de lo habitual, ya todo está en marcha, el
chiringuito abierto, las hamacas colocadas, la playa rastrillada, las toallas
extendidas y todos los clientes con el desayuno servido y leyendo la prensa
bajo el sombrado y arrullados por el trino de los canarios y el rumor de las
olas. Hay un hombre que mira el ascensor, lo llama y confirma que funciona;
lleva dos sillas en una mano y una nevera en la otra, del cuello lleva colgada
una bolsa de lona de la que sobresale una toalla y una revista doblada. Es
pequeño, tiene la cabeza rapada en la que se le ven unas cuantas cicatrices y
una pierna con la que cojea y en la que se ve una cicatriz reciente. Lleva
gafas de sol. Coloca las sillas junto al
paseo de madera que llega hasta el mar, pone las toallas en cada silla y deja
la nevera junto a la pared de roca, a la sombra y se va en el ascensor.
Hoy apetece
darse un baño, la temperatura es alta y el agua está fresca, me sumerjo
asustando a los peces que, confiados, curiosean en la orilla. Del ascensor veo
salir al hombre de la cicatriz en la pierna, lleva de la mano a una mujer
pequeña y delgada que lleva una gorra blanca, andan despacio, con mucho
cuidado, hasta que llegan a las sillas y ayuda a sentarse a su compañera
mientras le desabrocha el vestido y le quita los zapatos, coloca la ropa, con
cuidado en el respaldo de su silla y le pone crema protectora en la espalda,
los brazos y las piernas, luego le da la revista y él saca un periódico
deportivo que lee sentado en la silla junto a la mujer de la gorra blanca. No
hablan. Ella tiene la revista en el regazo y mira hacia el mar fijamente, como
copiándolo en su mente. Tiene la piel muy clara, casi gris, se mueve poco y solo
lo hace para levantar la cara hacia el sol y cerrar los ojos durante tanto
tiempo que parece que se ha dormido; de sus ensoñaciones le saca un perrito
pequeño, blanco, que se le ha subido a las piernas, ella le mira y le acaricia
con ternura y con manos torpes y lentas. Desde la cueva cercana una mujer
grita: “Marieta, Marieta” y la perrita se aleja en dirección a la voz.
No sabría
decir qué edad tiene esta pareja de piel tan blanca que parecen de alabastro,
están juntos y cercanos pero parecen encontrarse a años luz uno del otro; no se
miran ni se hablan. Ya empieza a notarse el calor, él saca de la nevera un
termo y le pone un vaso, se lo da y bebe un sorbo largo, lo contrario que ella
que casi no se moja los labios la primera vez que lo intenta, en la segunda ya
da unos sorbos y en el tercer intento se termina el vaso entero.
Se levantan de
la silla con dificultad y van hacia la orilla, se mojan los pies y entran, a
pasitos cortos, en un mar que es fresco y transparente en toda su inmensidad.
En el mirador,
Juan, el pintor, toma apuntes de la playa desde un punto de vista distinto, más
elevado y mirando en dirección contraria a la que miraba cuando pintó el cuadro
anterior. Hay varios ciclistas que miran la playa desde arriba y algunos
turistas que hacen fotos de la playa.
Too-lo canta
mientras sirve a los clientes y Paul hace pulseras y collares de cuentas,
plumas y caracolas mientras espera que los clientes vengan a pedirle algún
helado. Lisa charla con don Ramón, el cura, que, cosa rara, ha venido dos días
seguidos a la playa.
La pareja
pálida se bañan casi en la orilla, les llega el agua a la cintura y parecen no
querer aventurarse más adentro. Ella lleva la gorra blanca que le tapa media
cara y él la sujeta por el brazo como si fuese una obligación. No hablan, ni se
miran. Solo están ahí, cercanos pero distantes. Ella se moja la cara, el pecho
y los brazos con agua de mar, con desesperación, como si fuera un deseo difícil
de realizar y él mira a la lejanía sin quitarse las gafas de sol.
El barco de mediodía sale de la bocana del
puerto de la ciudad, en breve llegarán hasta la playa las olas que producen sus
motores. El mar se va llenando de valientes, el calor aprieta. Llegan las olas
a la playa con estruendo, la pareja de la piel blanca no pueden salir del agua,
el mar les arrastra una y otra vez hacia el fondo, parecen dos borrachos que
vapulean las olas sin tregua, estoy lejos, flotando en el agua y no les puedo
ayudar, nadie lo hace; ella ha perdido la gorra blanca – que flota en el mar- y ha quedado al descubierto una cicatriz que
le recorre la cabeza de lado a lado, aún está roja e hinchada, ha debido sufrir
una delicada y reciente operación pero nadie les ayuda. Quizás piensen que son
borrachos a merced de las olas. Yo esto tan lejos que voy a tardar unos minutos
en llegar a su lado. Espero que no se ahoguen.
Dedicado a
todos los que hemos mal entendido una situación. Muchas gracias por leerme. Un
saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os gusta,
compartirlo con los amigos y la familia. Gracias.
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