La playa de
Dulcinea
70 – Un viaje
inesperado
Es media
mañana y estoy en el mirador de la playa. Hoy hace un viento fresco que levanta
pequeñas olas y refresca el ambiente sofocante que hemos padecido estos días
pasados. Voy vestida para viajar, un vaquero y una camiseta, no llevo cinturón ni
joyas ni zapatos complicados ya que en el aeropuerto tienen la manía de dejarte
casi en bolas. De una manera agridulce e improvisada tengo que abandonar mi
playa antes de que llegue el otoño. Quizás vuelva antes, no lo sé. Lo que sé es
que mi madre me reclama, con la excusa de que va a ser el cumpleaños de la
abuela –ochenta años, a mitad de septiembre- y de que el médico le ha dado
pocos meses de vida. Hemos decidido que esos meses no va a estar sola en ningún
momento y, tal y como está el trabajo, precario y mal pagado, lo mismo me da
terminar mi contrato ahora que dentro de quince días. No me gusta acercarme a
la muerte pero menos me gusta dejar sola a una persona de la que tengo tan
buenos recuerdos a lo largo de toda mi vida. Quiero conocerla más, pedirle que
me vuelva a contar esas historias de lobos en las montañas, de fiestas de
brujas y de árboles repletos de manzanas; también quiero que me recite esos
poemas que recuerda desde niña y esos chistes verdes –guarrindongos, dice ella-
que le encantaban y le hacían sonrojar al abuelo cuando se los contaba. Es la
hora de dejar mi preciosa playa y a todos sus habitantes de verano, sus
problemas y alegrías, sus penas y sus sueños para volver a mis orígenes y
disfrutar de esa vela que se está apagando pero que aún tiene mucha luz que
dar. Quiero que el último baile de su llama sea con mis manos agarrando las
suyas. Ya, ya sé que no es plato de gusto pero más disgusto me daría saber que
está sola y lejos y, pudiendo, no hago nada por ir a su lado. Me despido de mi
playa. No quiero bajar porque se me van a llenar los ojos de lágrimas aunque el
mar me llama. Veo a Lisa y a sus hijos atendiendo las mesas, está Nora, la
escritora, Cata, la radiologa, María del fin, su marido y las gemelas, acaba de
llegar don Ramón que está hablando con Paul, Too-lo sigue meneando con rabia el
abanico, Marieta tiene mejoras en su Zoo, que ya está lleno de niños –seis-,
Lucas ha alquilado la última hamaca y está ayudando a la cocinera, que da
órdenes desde una silla, debajo del porche, a la nueva cocinera que empieza
hoy. La vida sigue y todos los personajes se cruzan y entrecruzan compartiendo,
a veces, trocitos de vida. Los autobuses siguen pasando como locos por la curva
de las palmeras y se oyen frenazos en el semáforo, de los conductores
despistados, que vienen cegados por el sol. Todo el barrio tiene un ritmo, su
ritmo, en cada época. Todas las despedidas son tristes, a pesar de saber que
voy a volver, pero ya no será lo mismo. La gente no irá a la playa, no se sumergirán
en el agua, no habrá chicos jugando con las pelotas y molestando a todo el
mundo ni se oirán risas y charlas todo el día y toda la noche. El chiringuito
de Lisa cerrará y la playa se llenará de algas y marcas de las pisadas de las
gaviotas y las palomas que pasearan más libremente y más hambrientas. Yo me voy
pero la playa se queda, con sus aguas cristalinas, su cueva, grande y oscura,
sus escaleras, la que va hacia el chiringuito, la que va hacia el lateral de la
playa y la que sale de esta para pasar sobre las rocas. El ascensor enmudecerá
y solo estará en servicio algún fin de semana hasta que el frío lo paralice.
Seguirá viniendo gente a la playa, a pasear, a pescar, a fumar o a dar cuatro
besos a la novia, pero la vida y el bullicio de estos meses desaparecerá,
dejando tranquilos, por fin, a los vecinos que viven en su orilla. El año que
viene volverá la playa a recuperar su vida de verano y espero estar aquí para
disfrutarlo cada día aunque tenga que ir a trabajar.
No he podido
resistirlo y he bajado a la arena, me he despedido de todos los conocidos y se
me han escapado unas lágrimas. Subo en el ascensor con los zapatos llenos de
arena y, por última vez miro la playa, que parece un lago, las montañas lejanas
que son como pechos de mujer tumbada al sol, los acantilados escondidos en la
bruma, la casa del Rey, la escuela de vela y la playa, que se pierde a lo lejos
en sus trozos intermitentes. En mitad de la bahía se ve la cinta dorada de la
gran playa y sobre ella los aviones que llegan y parten continuamente. Uno de
esos será el mío dentro de un par de horas.
El avión
despega hacia el mar, veo toda la ciudad a mis pies, las playas y mi querida
playa, desde el aire es más bella, es como pequeños bocaditos dados a un pastel.
Desde aquí arriba todo parece pequeño, las vidas, los problemas, las alegrías y
las ilusiones se convierten en casi nada en la distancia. Cuando vuelva estará
solitaria y sucia, con su belleza más salvaje en la que la voz de las olas,
llevarán, como siempre, la voz cantante.
Dedicado a
todos los que han perdido unos minutos de su tiempo para leer estas historias,
me gustaría creer que os han hecho sonreír, sufrir y soñar y que, en algún
momento habéis disfrutado de ellas. Para mí ha sido un placer y os agradezco
profundamente que esteis ahí. Un saludo literario. Amaya Puente de Muñozguren.
Todos los derechos reservados. Si os ha gustado, compartirlo con la familia y
amigos. Gracias.
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