La playa de
Dulcinea
64 –Un
pescador pescado
Atardece en la playa, el día ha sido sofocante
y la noche amenaza con ser de ducha y balcón – el aire acondicionado me hace
daño en la garganta y, ni lo tengo, ni lo quiero tener- Nadie quiere irse de la
playa, es más, hay gente que llega en estos momentos, con neveras llenas y
ganas de sumergirse en el mar. El agua
está muy caliente y es posible que haya alguna medusa. Por la zona de las rocas
se están situando los pescadores que cada tarde vienen a pasar el rato mirando
el corcho de su caña, por si se sumerge y consiguen llevar algún pescado a
casa. Suelen ser siempre los mismos, dos hombres que, por la edad, podrían ser
padre e hijo, un hombre de perilla cana y cabeza calva que siempre se sienta en
una roca, fumando tabaco de liar y mirando fijamente hacia la playa mientras
espera que suenen los cascabeles que tiene atados a la caña y una mujer,
pequeña y delgada, que vive en uno de los chalets que da a las rocas y a la que
le persiguen, cada tarde, un perro, pequeño y negro y una gata que es de todos
los colores y tiene un tamaño doble al del perro, van juntos y juegan entre
ellos, aunque al perro no le gustan las carantoñas que le hace la gata al
frotar su cabeza contra la de él. Esta mujer se sienta en las rocas, lanza la
caña y se pasa horas mirando al horizonte sin fijarse en si su caña se mueve o
no, solo se queda ahí, como una nube sentada sobre una roca y espera que la
noche la vuelva invisible; a veces suspira profundamente y, se diría que le
brillan los ojos con lágrimas retenidas a la fuerza. Parece como si esperara a
alguien.
A veces llegan
perros del barrio que se meten en el agua, dando bocados a las olas y se
sientan en la orilla, a remojo, un rato, luego se frotan la espalda en la arena
y se sacuden varias veces para irse, escondidos en las sombras de la noche,
igual que vinieron, solos y en silencio. Las gaviotas se adentran en la playa y
buscan algo para comer, algunos bañistas les echan comida y a otros se la
quitan ellas sin pedir permiso.
La noche está
negra y dorada por las luces de los hoteles y las casas que se reflejan en el
mar, hay una capa de niebla que emborrona algunos edificios lejanos y no se
mueve ni una gota de aire. Por el paseo que hay sobre las rocas viene un hombre
con una linterna, no llama la atención porque a estas horas la usan muchas
personas, ya sea para hacer los bocadillos, para buscar las llaves del coche o
para caminar hacia el mar, algunos las usan para cambiar los cebos de los
anzuelos o para confirmar que la botella de champan ya está vacía. El hombre de
la linterna ha parado junto al pescador de la perilla y la cabeza calva, le
pide papeles, que él le entrega y le pregunta sobre qué es lo que fuma, él,
asombrado, mira el porro en su mano y le dice, tranquilamente, que es un
cigarrito de la risa que se ha liado para olvidarse de los problemas de la
falta de trabajo y las broncas familiares, de las que huye aquí, a las rocas,
para tener un ratito de paz, con la excusa de pescar algo. El policía de
paisano le cachea, requisa el porro y le deja en calzoncillos mientras le multa
y amenaza con detenerle. La ira brilla en los ojos del pescador que solo quería
disfrutar de su porro y alejarse de una parienta gruñona durante un par de
horas. No hay paz para el pobre por más que le pide al agente que entienda su
situación y que, por favor, no agrave más su maltrecha economía. La autoridad
hace oídos sordos y le deja, casi en pelotas y con una multa en la mano sin
haberle dado la opción de dar una última calada a ese cigarrito que es lo único
que le alegraba el día.
Dedicado a
todos los que, de vez en cuando, necesitan un extra especial, para superar una
mala racha. Cada uno tiene el suyo. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente
de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os gusta, compartirlo con la
familia y amigos. Gracias.
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