miércoles, 27 de agosto de 2014

La playa de Dulcinea 64 –Un pescador pescado

La playa de Dulcinea
64 –Un pescador pescado
 Atardece en la playa, el día ha sido sofocante y la noche amenaza con ser de ducha y balcón – el aire acondicionado me hace daño en la garganta y, ni lo tengo, ni lo quiero tener- Nadie quiere irse de la playa, es más, hay gente que llega en estos momentos, con neveras llenas y ganas de sumergirse en  el mar. El agua está muy caliente y es posible que haya alguna medusa. Por la zona de las rocas se están situando los pescadores que cada tarde vienen a pasar el rato mirando el corcho de su caña, por si se sumerge y consiguen llevar algún pescado a casa. Suelen ser siempre los mismos, dos hombres que, por la edad, podrían ser padre e hijo, un hombre de perilla cana y cabeza calva que siempre se sienta en una roca, fumando tabaco de liar y mirando fijamente hacia la playa mientras espera que suenen los cascabeles que tiene atados a la caña y una mujer, pequeña y delgada, que vive en uno de los chalets que da a las rocas y a la que le persiguen, cada tarde, un perro, pequeño y negro y una gata que es de todos los colores y tiene un tamaño doble al del perro, van juntos y juegan entre ellos, aunque al perro no le gustan las carantoñas que le hace la gata al frotar su cabeza contra la de él. Esta mujer se sienta en las rocas, lanza la caña y se pasa horas mirando al horizonte sin fijarse en si su caña se mueve o no, solo se queda ahí, como una nube sentada sobre una roca y espera que la noche la vuelva invisible; a veces suspira profundamente y, se diría que le brillan los ojos con lágrimas retenidas a la fuerza. Parece como si esperara a alguien.
A veces llegan perros del barrio que se meten en el agua, dando bocados a las olas y se sientan en la orilla, a remojo, un rato, luego se frotan la espalda en la arena y se sacuden varias veces para irse, escondidos en las sombras de la noche, igual que vinieron, solos y en silencio. Las gaviotas se adentran en la playa y buscan algo para comer, algunos bañistas les echan comida y a otros se la quitan ellas sin pedir permiso.
La noche está negra y dorada por las luces de los hoteles y las casas que se reflejan en el mar, hay una capa de niebla que emborrona algunos edificios lejanos y no se mueve ni una gota de aire. Por el paseo que hay sobre las rocas viene un hombre con una linterna, no llama la atención porque a estas horas la usan muchas personas, ya sea para hacer los bocadillos, para buscar las llaves del coche o para caminar hacia el mar, algunos las usan para cambiar los cebos de los anzuelos o para confirmar que la botella de champan ya está vacía. El hombre de la linterna ha parado junto al pescador de la perilla y la cabeza calva, le pide papeles, que él le entrega y le pregunta sobre qué es lo que fuma, él, asombrado, mira el porro en su mano y le dice, tranquilamente, que es un cigarrito de la risa que se ha liado para olvidarse de los problemas de la falta de trabajo y las broncas familiares, de las que huye aquí, a las rocas, para tener un ratito de paz, con la excusa de pescar algo. El policía de paisano le cachea, requisa el porro y le deja en calzoncillos mientras le multa y amenaza con detenerle. La ira brilla en los ojos del pescador que solo quería disfrutar de su porro y alejarse de una parienta gruñona durante un par de horas. No hay paz para el pobre por más que le pide al agente que entienda su situación y que, por favor, no agrave más su maltrecha economía. La autoridad hace oídos sordos y le deja, casi en pelotas y con una multa en la mano sin haberle dado la opción de dar una última calada a ese cigarrito que es lo único que le alegraba el día.

Dedicado a todos los que, de vez en cuando, necesitan un extra especial, para superar una mala racha. Cada uno tiene el suyo. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os gusta, compartirlo con la familia y amigos. Gracias.


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