La
playa de Dulcinea
41 –
Una silla resistente
La
playa empieza a hacerse pesada, entiendo que los veraneantes llevan todo el año
soñando con estos días y los disfrutan a tope, pero para mí se ha roto la magia
de llegar a primera hora y encontrar la playa vacía, ahora, vengas a la hora
que vengas, hay gente; algunos vienen cargados con sombrillas y toallas que
dejan puestas en la arena para coger sitio. Queda rara la playa, es como si la
amueblaran para los que han de venir, me recuerda a una tienda de muebles
vacía. Paul está inquieto, no le gusta tener gente curioseando por su cueva
todos los días, sus pertenencias no son muchas pero son suyas y ya sabe que a
veces, solo por hacer daño, la gente es capaz de vaciarle la mochila y tirarla
al mar como le pasó, según me contó ayer en las escaleras, el fin de semana
anterior. Está enfadado con los turistas pero no puede volver a vivir en su
coche, con este calor se cocería. No tiene a dónde ir y pasa el día
vagabundeando cerca del supermercado y por el paseo, bajo los árboles que le
resguardan del calor y de la gente amontonada en la playa. Ahora se lava a
trozos en el lavabo de la gasolinera cercana, las chicas le conocen y, a cambio
de que les saque la nevera de los cubitos y el carro de los sacos de leña -poco apropiado para vender en esta época del
año- ellas le dejan que se asee y hasta le cuidan la roída manta y la mochila
hasta que vuelve, antes de que cierren, para recogerla.
Delante
de la cueva de Paul se ha aposentado una colección de sillas de playa, cada una
de un tamaño y color, en cierta forma me recuerdan el cuento de los tres
ositos; hay una silla grande de patas robustas, dos medianas y dos pequeñas,
vacías, esperando que llegue la familia que las va a disfrutar todo el día
mientras el hombre que las ha traído toma el desayuno en el chiringuito y lee
el periódico. Lisa y Too-lo friegan la terraza con agua caliente y lejía. Huele
desde aquí. La playa no está vacía ni el mar solitario, me tengo que hacer a la
idea de que tengo que compartir esta belleza con más gente de la que cabe aquí.
Por la
escalera baja una familia de todos los tamaños que saludan al hombre del
chiringuito, a gritos, tienen un acento que no es de aquí mientras en el
ascensor baja una mujer a la que le cuesta salir del aparato en cuanto este
para, debe pesar los casi muchos kilos, sale con gran esfuerzo –a punto ha estado de dejar una teta
enganchada entre los botones del ascensor y la puerta-y, también a gritos le
pide a su “Churri” que le lleve urgentemente el desayuno a su silla porque está
muerta de hambre del esfuerzo de levantarse de la cama, lavarse la cara y los
dientes y salir del apartamento que han alquilado. Viene a descansar y a no
hacer nada, cosa en la que pone mucho interés. Tiene que hacer otro esfuerzo
para encajarse en la silla y sacar todas las revistas de cotilleos que ha
encontrado en el kiosco de prensa que hay frente al hotel. Se le ha olvidado
traer agua para su pastilla de los nervios y, de nuevo a gritos, se lo hace
saber a su marido que ya camina por la orilla de la playa con una bandeja en la
que lleva un café talla xxl y varias tostadas amontonadas en un plato. Parece
más grande la bandeja que él. Se la pone, amorosamente, sobre las rodillas a su
mujer y se aleja por la orilla a ver a las chicas que ya están tomando el sol
en toples, con la excusa de que ha olvidado el mechero en el chiringuito. La
mujer aún no se ha dado cuenta de que su marido dejó de fumar en el 82, del
siglo pasado. A ella ahora sólo le importa su frugal desayuno y disfrutar de no
hacer nada, absolutamente nada más que leer sus revistas en los próximos quince
días.
Dedicado
a todos los que en algún momento han soñado en pasar unos días sin hacer
absolutamente nada. Muchas gracias por leerme. Un saludo. Amaya puente de
Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si te ha gustado, compártelo con tus
amigos y tu familia.
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