La
playa de Dulcinea
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–Moteros en la playa
Atardece.
El sol se pone detrás de las montañas aunque en la playa hace unas horas que no
da el sol, cosa que se agradece con estos calores. Los bañistas entramos y
salimos del agua continuamente y,
algunos, han puesto la silla en la orilla y leen tranquilamente un libro o
escuchan música con los pies a remojo. Las madres jóvenes vigilan y gritan los
nombres de sus hijos sin descanso. Creo que si me hicieran un examen del nombre
de todos los niños que hay en la playa, me los sabría todos menos el de un bebé
que lleva toda la tarde durmiendo en la sillita, bajo la sombrilla que ya solo
sirve para tener la ropa y el bolso colgados. Familias enteras cenan en la
arena; las neveras colocadas en el centro de las toallas y todos sentados
alrededor pasándose unos a otros las fiambreras llenas de filetes rebozados,
tortilla de patatas y croquetas. Algunas jóvenes solo toman fruta o ensalada
mientras miran de reojo los filetes que comen sus hermanos metidos entre pan y
pan, con cierta envidia. Hay que cuidar la línea.
Las
últimas luces del día remolonean sobre el mar y la playa en la que los niños
vuelven a jugar a la pelota, algunos jóvenes hablan sentados en corro en la
arena y ríen con ganas de las aventuras que les cuenta el más mayor. De repente
se oye un estruendo lejano, parece como
si se acercara una tormenta de truenos. Miramos al cielo; está azul
oscuro, pero despejado. El ruido cada vez se oye más cerca. Son motos. Motos
que llegan hasta el mirador y aparcan en él. Cuando paran los motores se hace
el silencio en la playa. Les veo bajar desde el mar en el que disfruto de un baño nocturno. Son doce
parejas de moteros vestidos con vaqueros y chaqueta de cuero, ¡con este calor!,
bajan las escaleras hablando alegremente mientras llevan en la mano el casco.
Tienen el pelo cano y barbas de todos los tipos, algunos lucen tatuajes y
cadenas que les sujetan el llavero a los pantalones. Parecen rudos y temibles
hasta que les oyes hablar y reír como niños que acaban de bajar de una
atracción de feria. Les miramos pasar, asombrados de sus atuendos. Ellas llevan
camisetas en las que se puede leer
“Indian” y “Harley Davidson” y otras, las más atrevidas, llevan camisetas rotas
llenas de imperdibles y cadenas. Quieren parecer duras pero si las viéramos por
la calle vestidas con vaqueros y camiseta no se distinguirían de las demás
mujeres. Vienen hacia el chiringuito en el que Lisa ya está preparando una mesa
grande, juntando seis mesas, mientras
los camareros corren para colocar los manteles blancos, de papel, las
servilletas y los vasos. Es la primera vez que vienen pero, por los comentarios
que hacen, se ve que les gusta el sitio. La noche está estrellada y dicen que
va a haber lluvia de estrellas fugaces. Estoy tan bien en el agua que no me doy
ni cuenta de que tengo la piel arrugada y de que empiezo a sentir frío.
En el
escalón de cemento, sobre las rocas que dan paso al chiringuito, hay 24 cascos
colocados uno al lado del otro, mirando al mar con sus cabezas vacías; dentro
de algunos hay guantes y gafas. Sus dueños charlan y ríen mientras devoran
cervezas a jarras y miran una y otra vez la carta sin saber qué elegir.
Los
jóvenes que estaban en la playa han ido al mirador para admirar las motos,
desde aquí se oyen los comentarios de asombro; unos chicos se han acercado a la
mesa de los moteros para pedirles permiso para hacerse unas fotos sobre las motos, ellos se lo han dado, avisándoles
de que no se acerquen a los tubos de escape porque se pueden quemar. Pasan
corriendo ante mí, yo me seco, ellos cogen sus móviles para hacerse fotos en
unas máquinas preciosas. Es un
espectáculo verlas, cada una distinta a la de al lado. Los chicos disfrutan de
hacerse fotos y yo espero en el semáforo mientras desde la playa llega un
rumor. Ya han visto la primera estrella fugaz de la noche.
Dedicado
a todos los que quieren pedir un deseo, y que se cumpla. Muchas gracias por
leerme. Todos los derechos reservados. Un saludo. Si os gusta, compartirlo con
los amigos. Amaya Puente de Muñozguren